– En el jardín del paraíso -le contrapuso Granciszek- hablóle la sierpe no a Adán sino a Eva y de seguro sabía lo que se hacía. También los dominicos saben de seguro lo que dicen. Mas no era mi intención amonestar a las hembras, sino referir cuan mucho de las herejías de los tiempos presentes tiene por un peregrino casual su origen en la lujuria y el apetito carnal, según una simiesca, creo, propiedad, que supone que si la Iglesia lo prohibe, pues hagámoslo a la contra. ¿Que la Iglesia ordena circunspección? ¡Pues ponemos el culo al aire! ¿Que prescribe continencia y moderación? ¡Pues, venga, jodamos como los gatos en marzo! Los picardos y adamitas en Bohemia andan por completo en pelotas y fornican todos con todos, rebozados en el pecado como perros y no personas. Del mismo modo obraron los hermanos apostólicos, es decir, la secta de Segarelli. Los condormientes de Colonia, o sea «los que duermen juntos», coyuntan de cuerpo sin importar género ni parentesco. Los paternianos, llamados así a causa de su indigno apóstol, Paternus de Paphlagonia, no reconocen el sacramento del matrimonio, lo que no les estorba para entregarse a los más diversos de los deleites, en especial a aquéllos que hacen la concepción imposible.
– Interesante -habló Urban Horn pensativo.
Reynevan enrojeció, y Dorotea bufó, mostrando que la cosa no le era del todo ajena.
El carro dio un trompicón tan tremendo en un bache que el rabino Hiram se despertó y el cura Granciszek, que estaba a punto de lanzarse a un nuevo sermón, casi se mordió la lengua. Dorotea Faber le chasqueó al valaco, hizo restallar las riendas. El presbítero corrigió su posición en el pescante.
– Hubo y hay también otros -continuó- que pecan de la misma forma que los flagelantes, es decir, con devoción exagerada, los cuales están a sólo un paso de la desnaturalización y de la herejía. Como los parecidos a los flagelantes disciplinan, como los battuti, como los circumcelliones, como los bianchi, es decir, los blancos, como los humillados, los llamados hermanos de Lyon, como los joaquinitas. Y conocemos esto de los nuestros lares silesios también. Refiérame a los begardos de Swidnica y Nysa.
Aunque Reynevan tenían una opinión algo distinta de begardos y beguinas, movió afirmativamente la cabeza. Urban Horn no lo hizo.
– Los begardos -dijo sereno- llamados fratres de voluntaria paupertate, de pobreza voluntaria, podrían ser ejemplo para muchos clérigos y monjes. También bastantes servicios hubo para la sociedad. Basta con decir que fueron las beguinas y sus hospitales los que sofocaron la peste en el año sesenta, sin dejar que se extendiera la epidemia. Lo que significa que miles de personas se salvaron de la muerte. Cierto que buena paga recibieron las beguinas. Una acusación de herejía.
– Había entre ellos -reconoció el cura- indubitablemente muchas gentes piadosas y dispuestas al sacrificio. Mas había también cismáticos y pecadores. Muchos de los conventos de beguinas, y a la par esos tan alabados hospicios, resultaron ser nidos de pecado, blasfemia, herejía y obscenidad impía. Muchos de los begardos vagabundos también se dieron al mal.
– Podéis pensar lo que queráis.
– ¿Yo? -refunfuñó Granciszek-. Yo no soy más que un clérigo de Olawa común y corriente, ¿qué es lo que tengo yo que pensarme? A los begardos los condenó el concilio de Viena y el papa Clemente casi cien años antes del mi nacimiento. No estaba yo en el mundo cuando en el Año del Señor de mil trescientos treinta y dos la Inquisición descubriera entre las beguinas y los begardos prácticas tan pavorosas como el quebrantamiento de sepulturas y la profanación de cuerpos. No estaba yo en el mundo cuando en el setenta y dos, por gracia de nuevos edictos papales, se renovó la Inquisición en Swidnica. Las pesquisas, que demostraron la herejía de las beguinas y su relación con las cismáticas Hermandades del Libre Espíritu, con la repugnancia de los picardos y los turlupinos, a consecuencia de lo cual la duquesa viuda Agnes cerró los monasterios y conventos de Swidnica, y a los begardos y beguinas…
– A los begardos y beguinas -terminó Urban Horn- se los persiguió y hostigó por toda Silesia. Mas aquí con toda seguridad también te lavas las manos, clérigo de Olawa, porque sucedió antes de tu nacimiento. Sabe que también fue antes del mío. Lo que no me estorba para saber lo que sucedió de verdad. Que a la mayoría de los begardos y beguinas que aprehendieron se los mortificó en el potro. Que a los que sobrevivieron, se los quemó. Y un grupo bien grande, como suele pasar, salvó el pellejo denunciando a los otros, enviando a la tortura y la muerte a compañeros, amigos y hasta parientes cercanos. Algunos de los traidores abrazaron luego el hábito de los dominicos y mostraron verdadera pasión de neófito en la lucha contra la herejía.
– ¿Consideráis que eso es malo? -El clérigo lo miró con severidad.
– ¿Denunciar?
– Luchar contra la herejía con pasión. ¿Consideráis que es malo?
Horn se dio la vuelta en la silla, su rostro había cambiado.
– No intentes conmigo -susurró- tales juegos, pater. No seas, joder, como Bernardo de Gui. ¿Qué es lo que ganas con ponerme una trampa con tu pregunta tendenciosa? Mira a tu alrededor. No estamos en los dominicos, sino en los bosques de Brzezmierz. Si me siento amenazado, te meto una hostia y te tiro a un barranco. Y en Strzelin digo que te moriste por el camino de una repentina calentura de la sangre, de una subida de fluidos y humores.
El clérigo empalideció.
– Por suerte para ambos -terminó Horn con serenidad-, no se llegará a ello, porque yo no soy ni begardo ni herético ni sectario de la Hermandad del Libre Espíritu. Mas no intentes juegos de inquisidor conmigo, clérigo de Olawa. ¿De acuerdo? ¿Eh?
Felipe Granciszek no respondió, tan sólo afirmó con la cabeza varias veces.
Cuando se detuvieron para estirar las piernas, Reynevan no lo resistió. En un aparte, preguntó a Urban Horn por las causas de su acerba reacción. Al principio Horn ganas de hablar no tenía, se limitó a un par de insultos y a borbotar algo acerca de los malditos inquisidores de andar por casa. Viendo sin embargo que a Reynevan aquello no le bastaba, se sentó en un tronco caído, llamó a su perro.
– Todas estas sus herejías, Lanzarote -comenzó en voz baja- me importan a mí lo mismo que la nieve del año pasado. Aunque sólo un loco, y por tal no me tengo, no distinguiría que esto es signum temporis y que va siendo hora de sacar conclusiones. ¿Que puede ser necesario cambiar algo? ¿Reformar o algo así? Yo intento entenderlo. Y puedo comprender que se solivianten cuando escuchan que Dios no existe, que se puede y se debe hacer burla del Decálogo y que hay que adorar a Lucifer. Los entiendo cuando ante tales dictum aullan que es herejía. ¿Mas qué es lo que sucede? ¿Qué es lo que más los enoja? No la apostasía ni el ateísmo, no la negación de los sacramentos, no la revisión de los dogmas ni la negación de éstos, no la demonolatría. Lo que más les enrabia son las llamadas a la pobreza evangélica. A la humildad. Al sacrificio. Al servicio. A Dios y a los hombres. Enloquecen cuando alguien les exige que renuncien al poder y al dinero. Por eso se lanzaron con tanta furia sobre los bianchi, sobre los humillantes, sobre la hermandad de Gerhard Groóte, sobre las beguinas y begardos, sobre Hus. ¡Voto al diablo, milagro considero el que no quemaran a Poverello, a Francisco el de los pobres! Mas temo que a diario arde en algún lugar la hoguera y en ella algún anónimo y por nadie conocido ni sabido Poverello.
Reynevan asintió.
– Por eso me enfurezco así -terminó Horn.
Reynevan asintió de nuevo. Urban Horn lo miró atentamente.
– He hablado de más -bostezó-. Y tales pláticas pueden ser peligrosas. Más de uno ya se ha ahorcado, como dicen, con su propia lengua… Mas yo confío en ti, Lanzarote. Y no sabes ni siquiera por qué.