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– Claro que lo sé. -Reynevan sonrió forzadamente-. Pues si tuvieras alguna sospecha de que te voy a denunciar, me darías una hostia y en Strzelin dirías que me he muerto de una repentina subida de fluidos y humores.

Urban Horn sonrió. Con sonrisa de lobo.

– ¿Horn?

– ¿Sí, Lanzarote?

– No es difícil distinguir que eres hombre de mundo y conocimiento. ¿No sabrás por casualidad qué nobles tienen posesiones en los alrededores de Brzeg?

– ¿Y por qué esa curiosidad? -Los ojos de Urban Horn se entrecerraron-. ¿Tan peligrosa en los tiempos que corren?

– Por lo normal. Curiosidad.

– Por supuesto. -Horn alzó la comisura de la boca en una sonrisa, pero de sus ojos no desapareció en absoluto un brillo de sospecha-. En fin, satisfaré tu curiosidad en la medida de mis modestas posibilidades. ¿En los alrededores de Brzeg, dices? Konradswald pertenece a los Haugwitz, Jancowice pertenece a los Bischofsheim, Hermsdorf es propiedad de los Gall… Schónau, por lo que sé, es la sede del copero Bertold de Apolda…

– ¿Alguno tiene una hija? Joven, rubia…

– Hasta ese punto -lo cortó Horn- no llegan mis conocimientos. Y no deben. Y a ti también te lo aconsejo, Lanzarote. Los señores caballeros pueden soportar la curiosidad normal, pero no les gusta para nada el que alguien se interese demasiado por sus hijas. Y sus mujeres…

– Lo entiendo.

– Me alegro.

Capítulo séptimo

En el que Reynevan y sus compañeros llegan a Strzelin en la víspera de la Asunción y, como se ve, exactement a tiempo de una quema. Luego, a los que concierne atienden a las enseñanzas del canónigo de la catedral de Wroclaw. Unos con mayor y otros con menor gana.

Después de pasar la aldea de Hóckricht, cerca de Wiazów, el hasta entonces desierto camino se pobló un tanto. Aparte de carros de los campesinos y galeras de mercaderes, aparecieron también jinetes y caballeros armados, por lo que Reynevan reconoció necesario cubrirse la cabeza con la capucha. Después de Hóckricht el camino que discurría entre pintorescos abedules se vació de nuevo y Reynevan respiró. Un tanto prematuramente.

Belcebú dio muestras de nuevo de gran sabiduría canina. Hasta entonces no había ladrado ni siquiera cuando pasaban junto a ellos los mercenarios, ahora, percibiendo indefectiblemente las intenciones, con un corto pero fuerte ladrido les previno ante unos jinetes armados que surgieron inesperadamente de entre los abedules a ambos lados del camino. Gruñó también amenazadoramente cuando, al verlo, uno de los escuderos que acompañaba a los caballeros tomó una ballesta que llevaba a su espalda.

– ¡Eh, vosotros! ¡Quietos! -gritó uno de los caballeros, joven y pecoso como un huevo de codorniz-. ¡Quietos, digo! ¡En el acto!

El escudero que iba junto al caballero metió un pie en el estribo de su ballesta, la tensó hábilmente y la cargó con una saeta. Urban Horn se acercó con paso lento.

– No te atrevas a disparar el perro, Neudeck. Míralo primero. Y llegarás a la conclusión de que ya lo has visto antes.

– ¡Por las cinco heridas de Cristo! -El pecoso se cubrió los ojos con la mano, para preservarlos del cegador golpeteo de las hojas de abedul arrastradas por el viento-. ¿Horn? ¿Eres tú de verdad?

– No otro. Manda al escudero que desmonte la ballesta.

– Claro, claro. Mas sujeta al perro. Y para colmo estamos de pesquisas. De persecución. Así que me veo obligado a preguntarte: ¿quiénes son ésos que van contigo?

– Aclaremos primero -dijo Urban Horn con voz gélida- cierta cosa: ¿detrás de quién van vuesas mercedes en persecución? Porque si se trata de cuatreros de ganado, por ejemplo, nosotros no entramos en ello. Por muchas razones. Primo: no llevamos ganado. Secundo…

– Vale, vale. -El pecoso, que ya había tenido tiempo de echar un vistazo al rabino y al cura, agitó la mano con desprecio-. Sólo una cosa dime: ¿conoces a todos éstos?

– Los conozco. ¿Suficiente?

– Suficiente.

– Pedimos excusas, reverendo -el otro caballero, que llevaba armas y armadura al completo, se inclinó ligeramente ante el cura Grancisek-, mas no por distraernos os incomodamos. Se cometió un crimen y nosotros hostigamos las huellas del matador. Por orden del señor Von Reideburg, el estarosta de Strzelin. Ésta es su merced el señor Kunad von Neudeck. Yo, por mi parte, soy Eustaquio von Rochów.

– ¿Qué crimen es ése? -preguntó el canónigo-. ¡Por Dios! ¿Han matado a alguien?

– Sí. No lejos de aquí. Al biennacido Albrecht Bart, señor de Karczyn.

Durante algún tiempo reinó el silencio. En el que se oyó por fin la voz de Urban Horn. Y era ésta una voz distinta.

– ¿Cómo? ¿Cómo tuvo lugar?

– De extraña manera tuvo lugar -respondió lento Eustaquio von Rochów, al cabo de unos instantes que aprovechó para contemplarlos con ojos inquisitivos-. En primer lugar: al mismito mediodía. En segundo: en combate. Si no fuera esto imposible, diría que en duelo. Fue un solo hombre, a caballo, armado. Matólo de un estocazo, y muy certero, que precisaba de gran habilidad. En el rostro. Entre la nariz y el ojo.

– ¿Dónde?

– A un cuarto de milla de Strzelin. Volvía don Albrecht de casa de un vecino.

– ¿Solo? ¿Sin gente?

– Así solía cabalgar. No tenía enemigos.

– Dale, Señor, eterno descanso -murmuró el cura Granciszek-. Y permite la luz eterna…

– No tenía enemigos -repitió Horn, interrumpiendo la oración-. Mas, ¿hay sospechosos?

Kunad Neudeck se acercó más al carro, contempló con evidente interés el busto de Dorotea Faber. La cortesana lo recompensó con una hermosa sonrisa. Eustaquio von Rochów también se acercó. Y también enseñó los dientes. Reynevan se alegraba mucho. Porque a él nadie lo miraba.

– Sospechosos -Neudeck apartó la vista- hay algunos. Por los contornos trajinaban ciertos personajes sospechosos. Unos que perseguían a alguien, una venganza de sangre, algo así. Hasta se ha visto por aquí a tunantes tales como Kunz Aulock, Walter de Barby y Stork de Gorgowitz. Corren hablillas de que un mozuelo le desgració la mujer a un caballero y el tal caballero se enojó veramente con el garzón. Y lo anda persiguiendo.

– No se puede dejar aparte -añadió Rochów- que el tal garzón por un casual se diera de bruces con don Albrecht, asustárase y lo matara.

– Si es así -Urban Horn se hurgó un oído-, no será difícil prender a ese, como decís, garzón. Debe de tener más de siete pies de estatura y cuatro de hombros. A alguien así más bien arduo le resultará el disimularse entre la gente corriente.

– Cierto -reconoció sombrío Kunad Neudeck-. Un canijo precisamente don Albrecht no era, no se habría dejado matar por cualquier flacucho… Mas pudiera ser que se usaran encantamientos o brujerías. Dícese que el tal seductor de mujeres ajenas al mismo tiempo es también hechicero.

– ¡María Santísima! -gritó Dorotea Faber, mientras que el cura Felipe se santiguó.

– Y al fin y al cabo -terminó Neudeck-, ya se verá lo que se haya de ver. Porque cuando prendamos a ese garzón, le preguntaremos por los detalles. Ay, que si le preguntaremos… Y reconocerlo en cualquier caso no será difícil. Sabemos que le gusta departir y que monta un caballo rucio. Si os encontrarais a alguien así…

– No dejaremos de denunciarlo -prometió con tranquilidad Urban Horn-. Un mozuelo hablador, un caballo rucio. No se puede pasar por alto. Ni confundirlo con nada. Adiós.

– ¿Saben vuesas mercedes -se interesó el cura Granciszek- si todavía está en Strzelin el canónigo de Wroclaw?

– Ciertamente. Imparte justicia en los dominicos.

– ¿Acaso es su excelencia el notario Lichtenberg?