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– No -negó Von Rochów-. Se llama Beess. Otto Beess.

– Otto Beess, el prepósito de San Juan Bautista -murmuró el cura apenas los caballeros del señor estarosta se habían puesto en camino y Dorotea Faber espoleara al valaco-. Un severo varón. Muy severo. Oh, rabino, pocas esperanzas hay de que os conceda audiencia.

– De eso nada -dijo Reynevan, quien hacía unos instantes que irradiaba alegría-. Se os recibirá, rabino Hiram. Os lo prometo.

Todos lo miraron, Reynevan tan sólo sonrió enigmático. Después, muy alegre, saltó del carro y caminó al lado. Se quedó un tanto atrasado y Horn se acercó a él.

– Ahora ves cómo es esto, Reinmar de Bielau -dijo en voz baja-. Cuan presto puede llegar la fama. Por los contornos cabalgan esbirros a soldada, bellacos del tipo de Kirieleisón y Walter de Barby, y se mata a alguien y la primera sospecha recae sobre ti. ¿No adviertes la ironía de la fortuna?

– Advierto -murmuró Reynevan- dos cosas. La primera que sabes quién soy. Seguramente desde el principio.

– Seguramente. ¿Y la segunda?

– Que conocías al muerto. Al mencionado Albrecht Bart de Karczyn. Y me juego la testa a que precisamente vas a Karczyn. O ibas.

– Pero vaya lo astuto que eres -dijo al cabo Horn-. Y qué seguro de ti mismo. Y hasta sé de dónde proviene esa seguridad. No está mal tener conocidos en puestos de importancia, ¿eh? ¿Entre los canónigos de Wroclaw? Al punto se siente mejor uno. Y más seguro. Sin embargo, ilusorios son tales sentimientos, oh, ilusorios.

– Lo sé. -Reynevan afirmó con la cabeza-. No me olvido de la sospecha. De los humores y fluidos.

– Y bien está que no te olvides.

El camino conducía hacia una colina sobre la que había un cadalso en el que colgaban tres ahorcados, todos secos como bacalao. Y bajo ella se extendía ante los viajeros Strzelin, con sus multicolores arrabales, su muralla, el castillo de los tiempos de Bolek el Riguroso, la antigua rotonda del santo Gotardo y las nuevas torres de las iglesias de los conventos.

– Oh -advirtió Dorotea Faber-. Algo pasa. ¿Cae en hoy alguna fiesta?

Ciertamente, en el espacio libre delante de la muralla se había reunido una multitud bastante grande. Se veía una comitiva que procedía de la puerta de la ciudad y que se dirigía hacia allí.

– Una procesión, creo.

– Unos misterios, más bien -afirmó Granciszek-. Puesto que hoy es catorce de agosto, vigilia de la Asunción de la Virgen María. Vamos, vamos, doña Dorotea. Vamos a verlo de cerca.

Dorotea espoleó al valaco. Urban Horn llamó a su dogo y le puso la cadena, sabedor al parecer de que incluso un perro tan inteligente como Belcebú podía perder el control entre tanta gente.

La comitiva que venía de la ciudad se acercó hasta un punto en que se pudo distinguir a algunos clérigos con mantos litúrgicos, algunos dominicos blanquinegros, algunos grises franciscanos, algunos caballeros que llevaban jubones adornados con escudos heráldicos, algunos burgueses con delias que les llegaban casi hasta el suelo. Y una decena de alabarderos con túnicas amarillas y capalinas que brillaban en tonos mates.

– El ejército del obispo -les informó por lo bajo Urban Horn, mostrando por enésima vez lo bien informado que estaba-. Y ese gran caballero, el del bayo, con pabellón ajedrezado, es Enrique von Reideburg, el estarosta de Strzelin.

Los soldados del obispo conducían a tres personas, dos hombres y una mujer. La mujer llevaba una larga camisa blanca, uno de los hombres llevaba en la cabeza una caperuza puntiaguda de colores chillones.

Dorotea Faber hizo restallar las riendas, gritó al valaco y a la multitud de burgueses que no tenían muchas ganas de apartarse. Como iban bajando de la colina, los pasajeros del carro perdieron la visibilidad. Para ver algo hubieran tenido que levantarse y además detener el vehículo. Y al fin y al cabo tampoco se podía seguir, la masa de gente se había hecho demasiado densa.

Al levantarse, Reynevan vio la cabeza y los brazos del trío de los dos, hombres y la mujer. Y los postes que se alzaban por encima y a los que estaban atados. No veía los montones de leña amontonados bajo los postes. Pero sabía que estaban allí.

Escuchó una voz, alta y fuerte, pero ininteligible, ahogada e inte

rrumpida por el murmullo de la masa. Reconoció con esfuerzo las

palabras. :

– Crímenes contra el orden de la sociedad dirigidos… Errores husitarum… Fides haeretica… Blasfemia y sacrilegio… Crimen… En las pesquisas se demostró…

– Parece -dijo Urban Horn, de pie sobre los estribos- que ahora se va ejecutar aquí delante de nuestros ojos un resumen de nuestras disputas del viaje.

– A eso miro. -Reynevan tragó saliva-. ¡Eh, buenas gentes! ¿A quién van a ajusticiar?

– Harajes -explicó, volviéndose, un hombre con pinta de mendigo-. Prendieron unos harajes. Dicen que husos o algo así…

– No husos, sino husonos -lo corrigió un segundo, de la misma pinta y con idéntico acento polaco-. Los van a quemar por sacralegio. Porque les dieron la comunión a unos gansos.

– ¡Ah, inorantes! -comentó desde el otro lado del carro un peregrino con unas conchas cosidas al capote-. ¡No saben nada!

– ¿Y tú sabes?

– Sé… ¡Alabado sea Jesucristo! -El peregrino distinguió la tonsura del cura Granciszek-. Los herejes se llaman husitas, y esto proviene del su profeta Hus y no de los gansos. Ellos dicen, o sea, los husitas, que no hay purgatorio y la comunión la toman en ambas formas, o sea, sub utraque specie. De lo cual también se los llama utraquistas…

– No nos impartas enseñanzas -lo interrumpió Urban Horn-, porque ya estamos enseñados. Aquellos tres, pregunto, ¿por qué causa

los van a quemar?

– Eso no lo sé. Yo soy forastero.

– Ése de allá -se apresuró a aclararles un tejero lugareño, con una camisola manchada de barro-. El del caperucho de penitente es un checo, despachado por los husitas, cura hereje. Desde Tabor, disfrazado, dedicóse a vagabundear, azuzando a las gentes a la revuelta, moviéndolas a quemar iglesias. Reconociéronlo sus propios paisanos, aquéllos que vinieron acá después del diecinueve, cuando huyeron de Praga. Y el otro es Antonio Nelke, maestro de la escuela parroquial, paisano nuestro, amigo del hereje bohemio. Diole a éste amparo y junto con él difundió los escritos husitas.

– ¿Y la mujer?

– Elisabeth Ehrlich. Ése es otro cantar. Sólo por casualidad. A su esposo diole veneno junto con el su amante. El amante se fugó, si no también ahora en la hoguera se hallara.

– Y descubrióse el pastel -dijo un delgado personaje con un gorrillo de fieltro que llevaba pegado al cráneo-. Pues era ya su segundo marido, de la tal Ehrlich, se entiende. Y también al primero lo había despachado con veneno, la bruja.

– Puede que los envenenara o puede que no, a los dos se la lió -se adhirió a la disputa una burguesa gorda vestida con un corto sobretodo-. Dicen las malas lenguas que el anterior se embriagó hasta morirse. Zapatero era el hombre.

– Zapatero o no, lo envenenó, como estrellas hay en el cielo -sentenció el delgado-. Debió haber allí hasta algún hechizo en obra, puesto que la hicieron justicia a ella en el tribunal de los dominicos…

– Si lo envenenó, bien empleado le está.

– ¡Pues claro que sí!

– ¡Silencio! -gritó, estirando el cuello, el preboste Granciszek-. Leen la sentencia ducal y no hay quien oiga nada.

– ¿Y qué habrá que oír? -se burló Urban Horn-. Pues si todo está claro. Ésos de las hogueras son haeretici pessimi et notorii. Y la Iglesia, que se avergüenza de la sangre, cede el castigo de los culpables al brachium saeculare, el brazo secular…

– ¡Silencio, he dicho!

– Ecclesia non sitit sanguinem -les llegó desde las hogueras una voz interrumpida por el viento y el murmullo sordo de la multitud-. La Iglesia no desea la sangre y se abochorna de ella… Que la justicia y el castigo la ofrezcan el brachium saeculare, el brazo secular. Réquiem aeternam dona eis…