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La multitud bramó con fuerte voz. Algo sucedió delante de las hogueras. Reynevan se levantó, pero demasiado tarde. El verdugo estaba ya junto a la mujer, hizo algo a sus espaldas, como si estuviera colocando la cuerda que llevaba al cuello. La cabeza de la mujer cayó sobre su hombro, blanda como una flor cortada.

– Le ha dado garrote -suspiró el preboste, como si no hubiera visto algo parecido nunca-. Le rompió el cuello. Al profesor también. Ambos deben de haber mostrado remordimientos durante las pesquisas.

– Y haber chotado a alguien. Lo de siempre.

La turba gritaba y aullaba, descontenta con la gracia ofrecida al profesor y a la envenenadora. Los gritos cobraron fuerza cuando una viva llama estalló surgiendo de los montones de ramas, estalló con violencia, abrazando en un abrir y cerrar de ojos todo el montón de leña junto con los postes y las personas a ellos atadas. El fuego crepitó, se alzó muy alto, la multitud, golpeada por el sofoco, retrocedió, lo que provocó que la presión se hiciera aún mayor.

– ¡Chapuzas! -gritó el tejero-. ¡Un trabajo de mierda! ¡Tomaron leña seca, bien seca! ¡Como paja!

– Cierto, una chapuza -valoró el delgaducho del gorrillo de fieltro-. ¡El husita no tuvo ni tiempo de gritar! No saben quemar. En mi tierra, en Franconia, el abad de Fulda, jo, jo, jo, ¡ése sí que sabía! Él mismo cuidaba de la hoguera. Mandaba colocar la leña de tal modo que primero tostaba las piernas hasta las rodillas, luego subía hasta los güevos, y luego…

– ¡Al ladrón! -gritó una mujer perdida en la multitud-. ¡Al ladrón! ¡Coged al ladrón!

En algún lugar por entre la marabunta lloraba un niño, alguien tocaba un salmerio, alguien blasfemaba, alguien se reía, una risa nerviosa y estúpida.

Las hogueras crepitaban, lanzaban fuertes oleadas de calor. El viento soplaba en dirección a los viajeros, transportando el asqueroso, asfixiante y dulzón olor de carne quemada. Reynevan se cubrió la nariz con el guante. El cura Granciszek tosió, Dorotea se atragantó, Urban Horn escupió, torciendo el gesto con rabia. Sin embargo, a todos les sorprendió el rabino Hiram. El judío se inclinó fuera del carro y, tan violenta como abundantemente, vomitó. Vomitó sobre el peregrino, sobre el tejero, sobre la burguesa, sobre el franconiano, así como sobre todos aquéllos que estaban en los alrededores. De inmediato se hizo más sitio.

– Pido perdón… -acertó a balbucear el rabino entre un paroxismo y otro-. Esto no es una demostración política. No es más que un devuelto común y corriente.

El canónigo Otto Beess, prepósito de San Juan Bautista, se sentó cómodamente, arregló su solideo, contempló el clarete que se columpiaba en la copa.

– Pido que por favor -dijo con su voz mordiente- se cuiden de limpiar y rebuscar minuciosamente las cenizas. Todos los huesos, hasta los más pequeños, han de ser recogidos y arrojados al río. Puesto que se han multiplicado los casos de recolección de huesecillos carbonizados. Y de su adoración como reliquias. Por favor, que los estimados concejales se cuiden de ello. Y que los hermanos lo vigilen con atención.

Los concejales de Strzelin, reunidos en la habitación del palacio, hicieron una reverencia en silencio, los dominicos y los hermanos menores inclinaron sus tonsuras. Tanto unos como otros sabían que el canónigo tenía la costumbre de pedir, no de ordenar. Sabían también que la diferencia sólo estaba en la palabra.

– A los hermanos predicadores -continuó Otto Beess- les pido que, de acuerdo con las recomendaciones de la bula ínter cunetas, persigan con atención toda aparición de herejía y diligencias de los emisarios de Tabor. Y que comuniquen hasta las cosas más pequeñas y en apariencia insignificantes que estén relacionadas con tales diligencias. Cuento también en ello con la ayuda del brazo seglar. Ayuda que os pido a vos, noble señor Enrique.

Enrique Reideburg inclinó la cabeza, pero sólo un tanto, después de lo cual enderezó su poderosa figura adornada con una sobrevesta ajedrezada. El estarosta de Strzelin no escondía su orgullo y afectación, ni siquiera intentaba fingir humildad y servilismo. Se veía que toleraba la visitación de la jerarquía eclesiástica porque tenía que hacerlo, pero que estaba esperando a que el canónigo se largara por fin de su terreno.

Otto Beess lo sabía.

– Os pido también, señor estarosta Enrique -añadió-, que redobléis esfuerzos en las pesquisas relacionadas con el asesinato de don Albrecht von Bart, cometido en Karczyn. El capítulo está muy interesado en el descubrimiento de los autores de este crimen. El señor de Bart, pese a cierta rudeza y a sus controvertidas opiniones, era hombre noble, vir rarae dexteritatis, gran bienhechor de los cistercienses de Henryków y Krzesów. Exigimos que a sus matadores se les imponga el merecido castigo. Ciertamente, referímonos a los verdaderos autores. El capítulo no se conforma con echarles la culpa a los pájaros en mano. Puesto que no creemos que el señor de Bart muriera a manos de estos hoy quemados wiclifianos.

– Pudieron tener -gruñó Reideburg- los tales husitas algunos cofrades…

– No lo excluimos. -El canónigo atravesó al caballero con la mirada-. No excluimos nada. Dad, caballero Enrique, más velocidad a las pesquisas. Pedid ayuda, si fuera necesario, al estarosta de Swidnica, don Albrecht von Kolditz. Pedid ayuda a quien queráis. Para que haya por fin resultados.

Enrique Reideburg se inclinó forzadamente. El canónigo le correspondió, pero de manera bastante desmañada.

– Gracias, noble caballero -dijo con una voz que sonaba como la puerta oxidada de un cementerio al abrirse-. No os detendré más tiempo. Gracias os doy también a vosotros, señores concejales y venerables hermanos. No quiero estorbaros en vuestras obligaciones que, como imagino, serán numerosas.

El estarosta, los concejales y los monjes salieron con el susurro provocado por sus chapines y sandalias.

– Los señores clérigos y diáconos -añadió al cabo el canónigo de la catedral de Wroclaw- también, imagino, recuerdan sus obligaciones. Así que, por favor, poneos a ello. De inmediato. El hermano secretario y el padre confesor se quedan. También…

Otto Beess alzó la cabeza y atravesó a Reynevan con la mirada.

– También tú te quedas, muchacho. Tengo cosas que hablar contigo. Mas primero recibiré a los petitorios. Por favor, llamad al preboste de Olawa.

El cura Granciszek, cuando entró, cambió de color, oscilando de forma inexplicable entre la palidez y el rubor. Se arrodilló de inmediato. El canónigo no le ordenó levantarse.

– Tu problema, padre Felipe -comenzó en tono mordiente- es la falta de respeto y de confianza en la autoridad. La individualidad y la opinión propia son ciertamente preciosas, a veces mucho más de reconocer y de alabar que el servilismo torpe y necio. Mas hay asuntos tales en los que la autoridad tiene razón absoluta y es infalible. Como por ejemplo nuestro Papa Martín V en su disputa con los conciliaristas, los seguidores de Gerson y diversos polacos: los wlodkowicos, los wyszanos y laskarzes, lo cuales querrían cuestionar cada decisión del Santo Padre. E interpretarlo según la propia voluntad. ¡Y esto no es así, no es así! Roma locuta, causa finita.

»Por eso también, querido padre Felipe, si la autoridad eclesiástica te dice sobre qué ha de ser tu sermón, tienes que ser obediente. Incluso si tu individualidad protesta y grita, tienes que ser obediente. Porque se trata, con claridad, de un objetivo superior. Superior a ti, por supuesto. Y a toda tu parroquia. Veo que quieres decir algo. Habla entonces.

– Tres cuartos de mis parroquianos -murmuró el cura Granciszek- son gente no especialmente despierta, diría que hasta pro maióri parte illiterati et idiotae. Mas hay aún una cuarta parte. Aquélla que no quiere en mis prédicas escuchar lo que la curia me ordena. Predico, cierto, que los husitas son herejes, homicidas y criminales, Zizka y Korand verdaderos diablos, malhechores, blasfemos y sacrilegos, que los espera la condenación eterna y el eterno sufrimiento. Mas no puedo decir que ellos comen tiernos infantes. Y que las mujeres son allí del común. Y que…