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– ¿No has entendido? -lo interrumpió el canónigo con brusquedad-. ¿No has comprendido mis palabras, párroco? Roma locuta! Y para ti, Roma es Wroclaw. Has de predicar lo que se te ha ordenado, clérigo. Sobre mujeres comunes, infantes devorados, monjes cocidos vivos, sobre curas católicos a los que les arrancan la lengua, sobre sodomía. Y si recibes órdenes, predicarás que de comulgar en la copa de los husitas crecen pelos en el paladar y rabo de perro en el trasero. Yo no bromeo en absoluto, he visto la carta correspondiente en la cancillería del obispo.

»A1 fin y al cabo -añadió, mirando con leve compasión al turbado Granciszek-, ¿cómo sabes que no les crecen rabos? ¿Has estado en Praga? ¿En Tabor? ¿En Hradec Králové? ¿Has tomado la comunión sub utraque specie?

– ¡No! -El preboste casi se ahogó en su propio aliento-. ¡Jamás!

– Y bien está. Causa finita. La audiencia también. Diré en Wroclaw que bastó con recordarlo, que ya no habrá problemas contigo. Ahora, para que no tengas la sensación de que tu peregrinación fue en vano, te confesarás con mi confesor. Y harás la penitencia que te imponga. ¡Padre Feliciano!

– ¿Sí, vuesa ilustrísima?

– Que yazca en cruz frente al altar principal de San Gotardo, la noche entera, de las completas a la prima. El resto a tu parescer.

– Dios os guarde…

– Amén. Quedad con salud, preboste.

Otto Beess suspiró, tendió la copa vacía en dirección al clérigo, el cual al punto vertió en ella clarete.

– Hoy ya no quiero más petitorios. Ven, Reinmar.

– Venerable padre… Antes de que… Os pido un favor…

– Dime.

– Me acompañó en el camino y vino junto conmigo un rabino de Brzeg…

Otto Beess dio una orden con un gesto. Al poco el clérigo condujo a Hiram ben Eliazar. El judío hizo una profunda reverencia, barrió el suelo con su gorrillo de zorro. El canónigo lo contempló con atención.

– ¿Qué es lo que desea de mí el portavoz de la aljama de Brzeg? -chirrió su voz-. ¿Con qué asunto ha venido hasta mí?

– ¿El venerable señor cura pregunta que con qué asunto? -El rabino Hiram alzó sus peludas cejas-. ¡Señor de Abraham! ¿Y con qué, me pregunto, asunto puede acudir un judío al venerable señor canónigo? ¿De qué se puede, me pregunto, tratar? Y yo respondo que de la verdad. La verdad del evangelio.

– ¿La verdad del evangelio?

– Y no otra.

– Habla, rabino Hiram. No me hagas esperar.

– Como el venerable señor cura mande, pues ahora mismo hablaré, ¿por qué no habría yo de hablar? Hablaré de tal modo: andurrean por Brzeg, por Olawa, por Grodków y por las aldeas de derredor ciertos personajes que aguijan a pegar a los malvados matadores de Jesús Cristo, a robar las sus casas y a deshonrar a sus mujeres y sus hijas. Los tales aguijadores se sustentan en los venerables señores prelados cual si tales golpeteos, tales robos y tales forzamientos voluntad fueran de los obispos y disposición divina.

– Sigue hablando, amigo Hiram. Pues ves que soy paciente.

– ¿Qué más hablar aquí? Yo, rabino Hiram ben Eliazar de la aljama de Brzeg, pido al venerable señor cura que haga cuidar de los derechos evangélicos. ¡Si ha de golpearse y robarse a los matadores de Jesús Cristo, sea pues! Mas, por nuestro antepasado Moisés, atacad a los verdaderos. A aquéllos que lo crucificaron. O sea, ¡a los romanos!

Otto Beess calló largo rato, mirando al rabino bajo su párpados semicerrados.

– Sí… -dijo por fin-. ¿Sabes, amigo Hiram, que por tales palabras se te podría encerrar? Me refiero, por supuesto, al poder terrenal. La Iglesia es comprensiva, mas el brachium saeculare puede ser duro, en lo referente a la blasfemia. No, no, no digas nada, amigo Hiram. Yo hablaré.

El judío se inclinó. El canónigo no cambió su posición en el sillón, ni tembló siquiera.

– El Santo Padre Martín, quinto de ese nombre, yendo por las huellas de sus santos antecesores, se dignó afirmar que los judíos, pese a todas las apariencias, han sido creados a semejanza de Dios y parte de ellos, aun siendo pequeña, hallará la salvación. Por ello no es de recibo el que se los persiga, reprima, oprima y todas otras humillaciones, entre las que se cuentan el bautismo forzado. No dudarás, creo yo, amigo Hiram, de que la voluntad del Papa es una orden para cada clérigo. ¿O dudas de ello?

– ¿Cómo he yo de dudar? A que lo menos es el décimo Papa que de ello habla, creo… Así que habrá de ser verdad si…

– Si no dudas -lo interrumpió el canónigo, fingiendo no oír la burla-, habrás de entender que el acusar a los clérigos de instigar los ataques a los israelitas es difamación. Añado: una difamación muy grave.

El judío hizo una reverencia en silencio.

– Por supuesto -Otto Beess entrecerró levemente los ojos-, los laicos poco o nada saben de las órdenes papales. Tampoco las Sagradas Escrituras les entran con ligereza. Puesto que son, como hace bien poco alguien me comentara, pro maiori parte üliterati et idiotae.

El rabino Hiram ni siquiera tembló.

– Sin embargo, tu tribu israelita, rabino -siguió el canónigo-, le da pretextos a la plebe con tozudez y porfía. Ora es que provocáis una epidemia de peste, envenenáis un pozo, ora que maltratáis a una inocente moza cristiana, ora que hacéis el pan con sangre de niño. Robáis y desecráis las hostias. Os dedicáis a la más vergonzosa usura, y al moroso que no puede pagar vuestros criminales intereses, arrancaisle vivo pedazos de carne. Y muchos otros horribles procederes realizáis. Tengo entendido.

– ¿Qué hay que hacer, venerable señor cura, pregunto? -preguntó al cabo de un momento lleno de tensión Hiram ben Eliazar-. ¿Qué hacer para que las tales cosas no tengan lugar? Es decir, el envenenamiento de pozos, el maltrato de mozas, el derramamiento de sangre y el desecrado de hostias. ¿Qué, pregunto, es necesario?

Otto Beess guardó silencio largo rato.

– Un día de éstos -dijo por fin-, se anunciará un impuesto especial, único, que afecta a todos. Para la cruzada antihusita. Cada judío habrá de pagar un gulden. La comunidad de Brzeg, aparte de lo que habrá de dar, dará, de propia voluntad… mil gúldenes. Doscientos cincuenta grywnas.

El rabino asintió. No intentó regatear.

– Esos dineros -explicó sin especial énfasis el canónigo- servirán al bien común. Y a un asunto, diría, común. Los herejes checos nos amenazan a todos nosotros. Por supuesto, sobre todo a nosotros, los verdaderos católicos, mas tampoco vosotros, israelitas, tenéis razones para amar a los husitas. De hecho, diría, todo lo contrario. Bastará con recordar marzo del año vigésimo segundo, el sangriento pogromo en el Casco Viejo de Praga. La posterior carnicería de judíos en Chomutov, en Kutna Hora y en Pisek. Así, Hiram, habrá al menos ocasión de unirse a la venganza gracias al donativo.

– La venganza es mía -respondió al cabo de un instante Hiram ben Eliazar-. Así habla el Señor, Adonai. A nadie, dice el Señor, le pagues mal con mal. Y nuestro Señor, como manifiesta el profeta Isaías, es liberal con su perdón.

«Aparte de ello -añadió bajito el rabino, viendo que el canónigo callaba con la mano puesta sobre la frente-, los husitas matan judíos tan sólo desde hace seis años. ¿Qué son seis años comparados con mil?

Otto Beess alzó la cabeza. Sus ojos eran fríos como el acero.