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– Mal acabarás, amigo Hiram -chirrió su voz-. Tengo miedo por ti. Ve en paz.

«Ahora -dijo, cuando se cerró la puerta tras el judío-, ha llegado por fin tu turno, Reinmar. Vamos a hablar. No te preocupes por el secretario y el clérigo. Son gente de confianza. Están presentes, pero como si no lo estuvieran.

Reynevan carraspeó, pero el canónigo no le dejó hablar.

– El duque Conrado Kantner llegó a Wroclaw hace cuatro días, para San Lorenzo. Con una comitiva formada por terribles cotillas. El propio duque tampoco pertenece a los discretos. Así que no sólo yo, sino todo Wroclaw sabe ya de los líos extramatrimoniales de Adela, la mujer de Gelfrad de Sterz.

Reynevan carraspeó de nuevo, bajó la cabeza, sin poder sostener aquella mirada taladradora. El canónigo unió los dedos como para rezar.

– Reinmar, Reinmar -dijo con una exaltación algo artificial-. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste infringir así la ley divina y la humana? Pues así se ha dicho: alabado sea el matrimonio y el lecho intactos, pues a los fornicadores y a los adúlteros los juzgará Dios. Yo, por mi parte, añado que a menudo a los maridos engañados les parece demasiado lenta la justicia divina. Y a menudo la ejecutan de su propia mano. Y muy severamente.

Reynevan carraspeó aún con más fuerza y bajó la cabeza aún más.

– Aja -se imaginó Otto Beess-. ¿Ya te persiguen?

– Me persiguen.

– ¿Te pisan los talones?

– Me pisan los talones.

– ¡Necia juventud! -dijo al cabo de un rato de silencio el clérigo-. ¡Habría que en cerrarte en la Narrenturm! ¡En la Torre de los Locos! No desentonarías con los actuales inquilinos.

Reynevan sorbió por la nariz e hizo un gesto del que pensaba que le hacía parecer arrepentido. El canónigo meneó la cabeza, respiró hondo, juntó los dedos.

– No se podía aguantar, ¿eh? -preguntó con pinta de entender-. ¿Soñabas con ella por las noches?

– No se podía -reconoció Reynevan, enrojeciendo-. Soñaba con ella.

– Lo sé, lo sé. -Otto Beess se pasó la lengua por los labios, y los ojos le brillaron de pronto-. Yo sé bien que la fruta prohibida es la más dulce, que se quiere, oh, y cómo, aferrar los pechos desconocidos. Yo sé bien que la miel fluye de los labios de la desconocida y su paladar es fino como el aceite. Mas al cabo, créeme, como enseñan los sabios Proverbios de Salomón: ella será amarga como la absenta y afilada como espada de dos filos, amara quasi absinthium et acuta quasi gladius bíceps. Cuídate, hijo, de no arder por ella como la polilla en la llama. De no dirigirte por ella a la muerte, de no caer en el Abismo. Escucha las palabras sabias de las Escrituras: ve por tu camino lejos de ella, no te acerques a su puerta, longe fac ab viam tuam et ne adpropinques foribus domas eius.

»No te acerques a su puerta -repitió el canónigo, y en su voz, como si la apagara el viento, desapareció la exaltación de predicador-. Pon la oreja, Reinmar Bielau. Anótate bien las palabras de las Escrituras y las mías. Clávalas bien en tu memoria. Escucha mi consejo: mantente lejos de la persona mencionada. No hagas lo que tienes en mente y que leo en tus ojos, hijo. Mantente lejos de ella.

– Sí, venerable padre.

– El asunto acabará por relajarse con el tiempo. A los Sterz se los asustará con la curia y la milicia, el honor mancillado se cubrirá con veinte grywnas, la multa común y corriente de diez grywnas se pagará también al magistrado de Olawa. Todo esto no costará más que el valor de un buen caballo de raza, con la ayuda de tu hermano serás capaz de conseguir ese dinero, y si fuera necesario, yo aportaré algo. Tu tío, el escolástico Enrique, fue mi buen amigo. Y maestro.

– Gracias sean…

– ¡Pero nada podré hacer si te atrapan y te estrangulan! -lo interrumpió con fuerza el canónigo-. ¿Lo entiendes, tonto del haba? Tienes que sacarte de la cabeza de una vez para siempre a la mujer de Gelfrad Sterz, tienes que sacarte de la cabeza el visitarla a ella en secreto, las cartas, los mensajeros, todo. Tienes que desaparecer. Irte. Te sugiero Hungría. De inmediato, sin vacilar. ¿Has entendido?

– Antes quisiera ir a Balbinów, a casa de mi hermano…

– No te lo permito -lo cortó Otto Beess-. Con toda seguridad los que te persiguen lo han previsto. Del mismo modo, al fin y al cabo, que el visitarme a mí. Recuerda: cuando se huye, se huye como un lobo. Jamás por los caminos por los que ya se ha ido antes.

– Pero mi hermano… Peterlin… Si tengo que irme de verdad…

– Yo mismo, a través de mensajeros de confianza, informaré de todo a Peterlin. A ti sin embargo te prohibo ir allí. ¿Has entendido, loco? No te está permitido viajar por los caminos que tus enemigos conocen. No te está permitido aparecer en lugares en los que puedan estar esperando. Y en ningún caso has de ir hasta Ziebice.

Reynevan suspiró sonoramente y Otto Beess sonoramente maldijo.

– No lo sabías -dijo con énfasis-. No sabías que ella está en Ziebice. Y yo, viejo tonto, te lo he revelado. En fin, así ha sido. Mas no tiene importancia. Da igual donde ella esté. En Ziebice, en Roma, en Constantinopla o en Egipto, da igual. No te acercarás a ella.

– No me acercaré.

– Tú mismo no sabes cuánto desearía creerte. Escúchame, Reinmar, y escúchame con atención. Te daré una carta, ahora mismo mandaré al secretario que la escriba. No tengas miedo, la carta estará escrita de tal modo que no la entenderá más que el propio destinatario. Tomarás la carta y te irás como lobo perseguido. Por caminos por los que nunca has ido y por los que no te buscarán, irás hasta Strzegom, al monasterio de los carmelitas. Le darás mi carta al prior de allí, él por su parte te presentará a cierta persona. A éste, cuando os quedéis solos, le dirás: dieciocho de julio, año dieciocho. Él entonces te preguntará: ¿dónde? Has de responder: Wroclaw, Ciudad Nueva. ¿Lo recordarás? Repite.

– Dieciocho de julio, año dieciocho. Wroclaw, Ciudad Nueva. ¿Y para qué todo esto? No entiendo.

– Si las cosas se pusieran en verdad peligrosas -le explicó el canónigo con serenidad-, yo no podré salvarte. A no ser que te cortara el pelo como a un monje y te cerrara con los cistercienses, bajo llave y tras los muros, y esto, imagino, preferirías evitarlo. En cualquier caso no seré capaz de enviarte a Hungría. Éste al que te envío será capaz. Te proporcionará seguridad y, si fuera necesario, te protegerá. Es una persona de naturaleza controvertida, a menudo desagradable en el trato, mas has de soportarlo porque, en ciertas ocasiones, es irreemplazable. Así que recuerda: Strzegom, monasterio de los hermanos de la Orden de Beatissimae Virginis Mariae de Monte Carmeli, a extramuros, junto al camino de la puerta de Swidnica. ¿Lo recordarás?

– Sí, venerable padre.

– Te pondrás en camino sin tardanza. En Strzelin te han visto ya demasiados. Ahora mismo te darán la carta y pies en polvorosa.

Reynevan suspiró. Pues tenía sincero deseo de charlar otra vez con Urban Horn delante de una cerveza. Horn despertaba una gran estima y admiración en Reynevan, en pareja con su perro Belcebú era a sus ojos una figura casi como el caballero Iwain con el León. Reynevan se moría de ganas de hacerle a Horn cierta propuesta que atañía a un asunto de indudable carácter caballeresco: la liberación conjunta de cierta damisela en apuros. Pensó también en despedirse de Dorotea Faber. Mas, en fin, no se trata con ligereza el consejo ni las órdenes de alguien como el canónigo Otto Beess.

– ¿Padre Otto?

– Dime.

– ¿Quién es ese hombre de los carmelitas de Strzegom?

Otto Beess guardó silencio durante un rato.

– Alguien -dijo al cabo- para quien no hay nada imposible.

Capítulo octavo

En el cual al principio todo está muy bien. Y luego no mucho.

Reynevan estaba contento y feliz. Lo embargaba la alegría y todo a su alrededor parecía hermoso. Hermoso era el valle del alto Olawa, que se extendía en arcos sobre las verdes colinas. Hermoso era el fornido rocín bayo, regalo del canónigo Otto Beess, que trotaba por el camino que corría paralelo al río. De maravilla cantaban los tordos, aún mejor lo hacían las alondras en los campos. Zumbaban poéticamente las abejas, los abejorros y las moscas. El céfiro que soplaba desde la colina traía un olor embriagador, ora a jazmín, ora a cerezos. Y a veces a mierda, pues se veían por los alrededores asentamientos humanos.