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Reynevan estaba contento y feliz. Tenía motivos.

Pese a que lo intentó, no consiguió ni encontrar a sus antiguos compañeros de viaje ni despedirse de ellos. Lo lamentaba. Sobre todo le decepcionó mucho la enigmática desaparición de Urban Horn. Pero precisamente el recuerdo de Horn lo movía a actuar.

Aparte del rocín bayo con una mancha blanca en la cabeza, el canónigo Otto le había dado para el camino un bolsón, y éste mucho más pesado que el saquete que le había regalado una semana antes Conrado Kantner. Sopesando el bolsón en la mano, supuso, por el peso, que en su interior había no menos de treinta grosches praguenses. Reynevan se convenció una vez más de la superioridad del estamento del clero sobre el de la caballería.

Aquel bolsón cambió su suerte.

En una de las tabernas de Strzelin que visitó en busca de Horn, encontró precisamente al factótum del canónigo, el padre Felician, que extraía con gula de una sartén una salchicha frita en gruesas lonchas y regaba la grasienta comida con la pesada cerveza local. Reynevan supo al punto lo que debía hacer. Y ni siquiera tuvo que esforzarse demasiado. El curilla, al ver el bolsón, se relamió, y Reynevan se lo alargó sin sombra de pena. Y sin contar cuánto dinero había de verdad en él. Está claro que al instante consiguió todas las informaciones que le eran necesarias. El padre Felician le contó todo, bueno, hasta estaba dispuesto a revelar como premio algunos secretos escuchados durante las confesiones, lo que Reynevan sin embargo rechazó cortesmente, puesto que los nombres de los penitentes no le decían nada y sus pecados y pecadillos no le interesaban en absoluto.

Salió de Strzelin por la mañana. Casi sin un ducado en el bolsillo. Pero contento y feliz.

Al menos no estaba yendo adonde le había ordenado ir el canónigo. No iba por el camino real, hacia el oeste, a través de Debowa Góra y la falda sur del Radun, hacia Swidnica y Strzegom. Oponiéndose a la prohibición categórica, Reynevan volvió las espaldas a las montañas de Radun y Sleza, cabalgó hacia el sur, corriente arriba del Olawa, por el camino que llevaba a Henryków y Ziebice.

Se incorporó en la silla de montar, capturando con su olfato otro delicioso perfume transportado por el viento. Los pajarillos cantaban, el sol calentaba. Ah, qué hermoso era el mundo entero. Reynevan tenía ganas de gritar de alegría.

La hermosa Adela, la mujer de Gelfrad, le había revelado el padre Felician a cambio de un bolsón que pesaba como unos treinta grosches, aunque sus cuñados los Sterz creían tenerla encerrada en el convento de las monjas cistercienses de Ligota, había podido escapar y perder a sus perseguidores. Había huido a Ziebice, donde se había escondido en el convento de las clarisas. Cierto, narró el curilla, lamiendo la sartén, cierto que el duque Juan de Ziebice, al enterarse, había prohibido con rigor a las monjas entregar a la mujer de su vasallo. La puso bajo arresto domiciliario hasta en cuanto no se aclarara el asunto del supuesto adulterio. Pero, y aquí el padre Felician lanzó un eructo cervecero y generoso, aunque el pecado está llamado a su castigo, la mujer está segura en Ziebice, no la amenaza de parte de los Sterz justicia por propia mano ni daño alguno. El duque Juan, aquí el padre Felician se sopló los mocos, se lo advirtió a Apeczko Sterz con énfasis, hasta le amenazó con el dedo durante su encuentro. No, no conseguirán ya los Sterz hacer algo malo a la cuñada. No está en su poder.

Reynevan azuzó al bayo a través de una pradera amarilla de verbascos y violeta de altramuces. Tenía ganas de reír y gritar de alegría. Adela, su Adela, les había dado una lección a los Sterz, los había hecho quedar como necios e idiotas, los había dejado por tontos. Pensaban que la habían acorralado en Ligota, y ella, pluff. ¡Se escapó! Ah, cómo se habían enrabietado de seguro Wittich, cómo se habría enfadado y vomitado blasfemias, impotente, Morold, cómo la sangre no habría casi ahogado a Wolfher. Y Adela, en un santiamén, en una yegua rucia, con su trenza balanceándose…

Espera, reflexionó. Adela no lleva trenza.

Tengo que controlarme, se reconvino, al tiempo que espoleaba al caballo. Nicoletta, la amazona de la trenza rubia como la paja, no significa nada para mí. Cierto, me salvó, distrajo a mis perseguidores, se lo agradeceré en cuanto haya ocasión. Hasta me pondré de rodillas. Mas amo a Adela y sólo a Adela, Adela es señora de mi corazón y mis pensamientos, pienso sólo en Adela, en absoluto me embelesa esa trenza rubia, ni esa mirada celeste bajo el sombrero de marta, ni esos labios de frambuesa, ni esos muslos bien formados que abrazaban los flancos de la yegua rucia…

Amo a Adela. A Adela, de la que me separan nada más que tres millas. Si pusiera el caballo a galopar, estaría a las puertas de Ziebice antes de que fuera mediodía.

Tranquilo, tranquilo. Sin apresuramiento. Con la cabeza fría. Primero, aprovechando la ocasión de que está por el camino, tengo que visitar a mi hermano. Cuando libere a Adela del ducal arresto en Ziebice, escaparemos ambos a Bohemia o a Hungría. Puede que no vea nunca más a Peterlin. Tengo que despedirme de él, aclarárselo. Pedirle su bendición fraterna.

El canónigo Otto lo prohibió. El canónigo Otto ordenó que huyera como un lobo, que no fuera nunca por las sendas gastadas. El canónigo Otto le advirtió que los perseguidores podían estar acechando por los alrededores de la casa de Peterlin…

Pero también para ello Reynevan tenía una solución.

En el Olawa desembocaba un riachuelo, un arroyo casi escondido entre los cribosos, apenas visible bajo el baldaquino de los alisos. Conocía el camino. Un camino que no conducía hasta Balbinów, donde vivía Peterlin, sino hasta Powojowice, donde trabajaba.

La primera señal de que ya estaba cerca de Powojowice la dio al cabo de un tiempo el propio riachuelo junto a cuya orilla cabalgaba Reynevan. La corriente comenzó a apestar, al principio levemente, luego más, luego de un modo insoportable. Al mismo tiempo el agua cambió de color, y esto radicalmente, a un rojo sucio. Reynevan salió del bosque y ya de lejos reconoció las causas: unos enormes secaderos de madera en los que colgaban piezas de lino teñidas y hatos de tela. Predominaba el color rojo -que ya había sido anunciado por la producción diaria que coloreaba el riachuelo-, pero también había telas celestes, azul oscuro y verdes.

Reynevan conocía aquellos colores, ahora más relacionados con Pedro von Bielau que las tintas de su escudo familiar. Al fin y al cabo él mismo tenía también su pequeña parte en aquellos colores, puesto que había ayudado al hermano a encontrar los colorantes. El rojo profundo y vivo de las telas y linos de Peterlin procedían de una secreta mezcla de quermes, lengua viperina y granza. Todas las tonalidades de celeste las obtenía Peterlin por la mezcla de zumo de boletos y glastos, los cuales -uno de los pocos en toda Silesia- cultivaba él mismo. Los glastos mezclados con azafrán y croco daban un verde de intensidad maravillosa.

El viento soplaba en su dirección, trayéndole un hedor que hacía que le lloraran los ojos y se le retorcieran los pelos de la nariz. Los componentes de los colorantes, blanqueadores, lejías, ácidos, potasios, arcillas, cenizas y grasas eran suficientemente apestosos, tampoco olía poco mal el suero podrido en el que -según la receta flamenca- se humedecía la tela de lino en la fase final del proceso de blanqueado. Todo aquello, sin embargo, no llegaba ni a los talones al hedor de la materia básica usada en Powojowice: orina humana sedimentada. La orina, que yacía en enormes vasijas alrededor de dos semanas, era luego usada en abundancia en el batán, para el enfurtido de la tela. El resultado era tal que el batán powojowisano y sus alrededores apestaban a meados como la perra suerte, y con vientos favorables el hedor llegaba hasta el monasterio de los cistercienses en Henryków.