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Reynevan cabalgaba por la orilla del riachuelo rojizo y apestoso como una letrina. Escuchaba ya el batán -un rumor incesante de ruedas motrices, el golpeteo y el chirrido de las dentadas transmisiones, sobre todo ello enseguida se añadió un pesado estampido que hacía temblar el suelo: el golpeteo de las mazas que aporreaban el paño en los majaderos. El batán de Peterlin era un batán moderno. Aparte de algunos puestos dotados de mazas tradicionales, poseía también martinetes movidos por el agua, los cuales enfurtían más rápidamente, mejor y con mayor homogeneidad. Y con mucho mayor estruendo.

Abajo, junto al riachuelo, más allá de otros secaderos e hileras de piscinas para teñir, vio la fábrica, las cabanas y los tejados del batán. Había allí, como de costumbre, unos veinte carros de las más diversas formas y tamaños. Reynevan sabía que los carros pertenecían tanto a los suministradores -Peterlin importaba de Polonia buena parte de su potasio- como a los tejedores, que le traían el fieltro crudo para enfurtirlo. El renombre de Powojowice era tal que acudían tejedores de todos los alrededores, de Niemcza, Ziebice, Strzelin, Grodków y hasta de Frankenstein. Vio a los maestros tejedores, que trajinaban alrededor del batán y vigilaban los trabajos, escuchó sus gritos que se alzaban por encima del golpeteo de las máquinas. Como de costumbre, se estaban peleando con los bataneros sobre la forma de colocar y remover el fieltro crudo en los majaderos. Distinguió entre ellos a algunos monjes con sus hábitos blancos, con sus negros escapularios, tampoco era una novedad, el monasterio cisterciense de Henryków producía una apreciable cantidad de lino y era cliente estable de Peterlin.

A quien Reynevan no veía, sin embargo, era al propio Peterlin. Su hermano, que era muy visible en Pojowowice, puesto que solía andar recorriendo todo el terreno. A caballo, para distinguirse. Pedro von Bielau era, al fin y al cabo, un caballero.

Lo que era más extraño, no se veía tampoco por ningún lado la delgada y alta figura de Nicodemus Verbruggen, un flamenco procedente de Gante, gran maestro en batanes y tintes.

Recordando a tiempo las advertencias del canónigo, Reynevan entró entre los edificios a escondidas, detrás de los carros de los clientes que iban llegando. Se puso la capucha hasta la nariz, se encogió en la silla. Sin llamar la atención de nadie, se acercó a la casa de Peterlin.

El edificio, por lo común bullicioso y lleno de gente, parecía estar completamente vacío. Nadie reaccionó a sus gritos, nadie se interesó por el chasquido de la puerta. No había ni un alma ni en el largo zaguán ni en la escribanía. Entró en la casa.

En el suelo, junto al hogar de la chimenea estaba sentado el maestro Nicodemus Verbruggen, gris, con el pelo corto como un campesino, pero vestido como un señor. El fuego de la chimenea crepitaba. El flamenco rompía hojas de papel y las echaba al fuego. Tenía en las rodillas apenas unas resmas, mientras que en el fuego ennegrecían y se retorcían ya un buen montón.

– ¡Señor Verbruggen!

– Jezus Christus… -El flamenco alzó la cabeza, echó al fuego otro papel-. Jezus Christus, don Reinmar… Qué desgracia, señor… Qué terrible desgracia…

– ¿Cuál es esa desgracia, señor maestro? ¿Dónde está mi hermano? ¿Qué es lo que quemáis aquí?

– Mandara mynheer Peter. Dijera que si algo pasara, haber de sacarlo del escondrijo, quemar, presto. Así dijera éclass="underline" «Si algo pasara, Dios no lo quiera, quemar presto. Y el batán debe trabajar». Así hablara mynheer Peter. En het woord is vlees geworden…

– Señor Verbruggen… -Reynevan sintió cómo una terrible premonición le ponía carne de gallina-. ¡Hablad, señor Verbruggen! ¿Qué documentos son ésos? ¿Y qué palabra se hizo carne?

El flamenco encogió la cabeza entre los hombros, echó al hogar la última hoja. Reynevan saltó, quemándose la mano la sacó del fuego, la apagó agitándola. En parte.

– ¡Hablad!

– Mataron -dijo con voz sorda Nicodemus Verbruggen. Reynevan vio las lágrimas que caían en meandros por las marcadas arrugas de sus mejillas-. No vive el buen mynheerPeter. Matáronlo. Asesináronlo. Don Reinmar… Qué desgracia, Jezus Christus, qué desgracia…

Sonó un portazo. El flamenco miró a su alrededor y comprendió que nadie había escuchado sus últimas palabras.

El rostro de Peterlin estaba blanco. Y poroso. Como el queso. En la comisura de los labios, pese a haber sido lavado, todavía había rastros de sangre coagulada.

El mayor de los Bielau yacía en unas andas colocadas en mitad del cuarto, entre doce velas ardientes. Le habían puesto sobre los ojos dos ducados de oro húngaros, bajo la cabeza había ramas de pino, cuyo aroma, mezclado con el olor de la cera fundida, llenaba la habitación de un nauseabundo y repugnante olor a muerte y cementerio.

Las andas estaban cubiertas con un paño rojo. Teñido con el quermes de su propio tinte, pensó con desesperación Reynevan, sintiendo cómo se le venían las lágrimas a los ojos.

– ¿Cómo…? -extrajo del nudo que era su garganta-. ¿Cómo… pudo pasar… esto?

Griselda de Der, mujer de Peterlin, lo miró. Tenía el rostro rojizo e hinchado por el llanto, apretaba contra su falda a sus dos llorosos hijos, Tomás y Sybille. Pero su mirada no era amistosa, sino más bien de enfado. Tampoco lo miraban con demasiado afecto el suegro y el cuñado de Peterlin, el viejo Walpot Der y su rudo hijo Christian.

Nadie, ni Griselda ni los Der, se dignó responder a su pregunta. Pero Reynevan no pensaba resignarse.

– ¿Qué ha pasado? ¿Me lo va a decir alguien por fin?

– Alguien lo mató -balbuceó el vecino de Peterlin, Gunther von Bischofsheim.

– Dios -añadió el párroco de Wawolnica, Reynevan no se acordaba de su nombre-. Dios los castigará por ello.

– Claváronle la espada -dijo, con la voz ronca, Matías Wirt, un arrendatario de los alrededores-. Volvió el caballo solo. Justo al mediodía.

– Justo al mediodía -repitió, uniendo sus manos, el cura wawolniciano-. Ab incursu et daemone meridiano libera nos, Domine…

– Volvió el caballo -repitió Wirt, quien había perdido el hilo a causa de la oración- con la silla y la gualdrapa bañadas en sangre. Buscáramoslo entonces y lo encontramos. En el bosque, cabe Balbinów… Al mismito camino. Debía de venir de Powojowice, don Peter. El suelo, allá, pleno estaba de güellas de cascos. A lo visto le saltaron muchos encima…

– ¿Quiénes?

– Nadie sabe -se encogió de hombros Matías Wirt-. Bandidos, seguro…

– ¿Bandidos? ¿Y los bandidos no se llevaron al caballo? No puede ser.

– ¿Y quién sabe lo que puede ser y lo que no? -se encogió de hombros Von Bischofsheim-. Los criados del señor Der y los míos propios rebuscan por los bosques, igual prenden a alguien. Y también al estarosta hicimos avisar. Acudirán los hombres del estarosta, abrirán las pesquisas, buscando cui bono. Es decir, quién tuviera motivo para darle muerte y hubiera provecho de ello.

– ¿No habrá sido -habló con voz venenosa Walpot von Der- algún usurero en resarcimiento por una usura no pagada? ¿O puede que algún compadre del tinte, gozoso de librarse de la competencia? ¿O algún cliente, al que le burlaran tres miserables grosches? Sí, así es, así se termina cuando se olvida el nacimiento y compadrea uno con la bellaquería. Si se juega a ser mercader. Si con alguien bebes vino, su mismo camino. ¡Tate, tate! Dite a un caballero como esposa, hija, y agora eres viuda de un…