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Se calló de pronto y Reynevan comprendió que era a causa de su mirada. La desesperación y la rabia luchaban con fiereza en su interior, unas veces una ganaba, otras la otra. Con un último esfuerzo de voluntad consiguió controlarse, pero le temblaban las manos. La voz también.

– ¿No se vio acaso por los alrededores a cuatro jinetes? -extrajo de sí-. ¿Armados? Uno alto, con bigotes, vestido con una brigantina… Uno pequeño, con granos en la jeta…

– Se vieron -dijo inesperadamente el párroco-. Ayer, en Wawolnica, cabe la iglesia. Justito cuando doblaban al Ángelus… Oh, qué bizarro aspecto los bellacos tenían. Cuatro. Verdaderamente, los Jinetes del Apocalipsis.

– ¡Lo supe! -gritó Griselda con una voz ronca y gastada del llanto, clavando en Reynevan una mirada digna de un basilisco-. ¡Lo supe nomás te viera, granuja! ¡Fue por ti! ¡Por tus pecados y malas obras!

– Otro Von Bielau. -Walpot Der hizo énfasis en el título-. También noble. Éste, para variar, de sanguijuelas y lavativas.

– ¡Granuja, sinvergüenza! -gritó Griselda cada vez más fuerte-. ¡Quien fuera que matara al padre de estos niños, por tus huellas venía! ¡La desgracia es culpa tuya! ¡A tu hermano no trajiste sino vergüenza y embarazo! ¿Qué buscas aquí? ¿Te huele acaso ya la herencia, cuervo? ¡Vete de aquí! ¡Vete de mi casa!

Reynevan contuvo a duras penas el temblor de sus manos. Pero no alzó la voz. Ardía por dentro de rabia y furia, lo ahogaba el deseo de gritarles a los Der a la cara lo que pensaba de toda su familia, que podían jugar a ser señores sólo gracias al dinero que ganaba el batán de Peterlin. Pero se contuvo. Peterlin ya no vivía. Yacía allí muerto, con ducados húngaros en los ojos, en el salón de su propia casa, entre velas ardientes, sobre unas andas, sobre un paño rojo. Peterlin no vivía. Era indigno, repugnante, pelearse y reñir delante de su cuerpo, el solo pensamiento lo repelía. Además, Reynevan tenía miedo de que en cuanto abriera la boca se fuera a echar a llorar.

Salió sin decir palabra.

El luto y la aflicción flotaban en toda la casa de Balbinów. Todo estaba vacío y silencioso, los criados se habían escondido en algún lugar, sabedores de que era mejor no ponerse a mano de los doloridos amos sumidos en su pena. Ni siquiera los perros ladraban. De hecho, no se veía a ningún perro. Excepto…

Se limpió los ojos aún llenos de lágrimas. El dogo sentado entre el establo y los baños no era un fantasma. No tenía ninguna intención de desaparecer.

Con fuerte paso, Reynevan atravesó el patio, entró en el edificio por el lado de los tinglados. Pasó a lo largo del corredor de las vacas -el edificio era al mismo tiempo vaqueriza y cochiquera-, llegó al cobertizo de los caballos. En un rincón de aquel cobertizo donde por lo general solía estar el caballo de Peterlin, hurgando con un puñal en el barro de la pared, estaba, arrodillado entre la paja limpia de grano, Urban Horn.

– Lo que estás buscando no está aquí -dijo Reynevan, asombrado él mismo de su serenidad. Horn, curiosamente, no parecía estar sorprendido en absoluto. Lo miró a los ojos sin levantarse.

– Lo que buscas estaba oculto en otro escondrijo. Pero ya no existe. Se quemó.

– ¿Cierto?

– Cierto.

Reynevan sacó de su bolsillo el fragmento de papel requemado, lo arrojó con torpeza sobre el suelo. Horn seguía sin levantarse.

– ¿Quién mató a Peterlin? -Reynevan dio un paso-. ¿Kunz Aulock y su banda por orden de los Sterz? ¿Y mataron también al señor Bart von Karczyn? ¿Qué tienes tú que ver con esto, Horn? ¿Por qué estás aquí, en Balbinów, sólo medio día después de la muerte de mi hermano? ¿Por qué conoces su escondrijo? ¿Por qué buscas en él los documentos que se quemaron en Powojowice? ¿Y qué documentos eran ésos?

– Huye de aquí, Reinmar -dijo Urban Horn, alargando las palabras-. Huye de aquí, si quieres seguir viviendo. No esperes siquiera al entierro de tu hermano.

– Primero me responderás a mis preguntas. Comienza por lo más importante: ¿qué es lo que te une con el asesinato? ¿Qué te une con Kunz Aulock? ¡Y no se te ocurra mentir!

– No tengo intención ni de mentir, ni de responder. Para tu bien, al fin y al cabo. Puede que esto te sorprenda, pero ésta es precisamente la verdad.

– Te obligaré a que me respondas. -Reynevan dio un paso y tomó el puñal-. Te obligaré, Horn. Si hace falta, por la fuerza.

El que Horn acababa de silbar sólo lo atestiguaba el fruncimiento de sus labios, porque no se escuchó sonido alguno. Al menos para Reynevan. Puesto que al instante algo lo golpeó con terrible fuerza en el pecho. Cayó al suelo. Asfixiado por el peso, abrió los ojos y se encontró con el morro lleno de ristras de dientes del dogo Belcebú junto a su cara. La saliva del perro le goteaba sobre el rostro, el hedor le provocaba náuseas. Unos ladridos feroces y roncos lo paralizaron de miedo. Urban Horn apareció en su campo visual, sujetando bajo su axila el papel requemado.

– No me puedes obligar a nada, muchacho. -Horn se colocó su chapirón en la cabeza-. Pero escucharás sin embargo lo que te diré de buena voluntad. Bueno, hasta por amistad. Belcebú, no te muevas.

Belcebú no se movió. Aunque estaba claro que tenía muchas ganas.

– Por amistad -repitió Horn- te aconsejo entonces, Reinmar: huye. Desaparece. Haz caso al consejo del canónigo Beess. Porque me juego el cuello a que te aconsejó, te dio instrucciones, de cómo salir de este lío en el que te has metido. No se desprecian, muchacho, las instrucciones y órdenes de personas como el canónigo Beess. Belcebú, no te muevas.

«Siento infinitamente lo de tu hermano -dijo Urban Horn-. No sabes siquiera cuánto. Adiós. Y cuídate.

Cuando Reynevan abrió los ojos, que había tenido cerrados bajo el morro de Belcebú que casi le tocaba la cara, en el establo ya no quedaba nadie. Ni el perro, ni Horn.

Encorvado sobre la tumba de su hermano, Reynevan se encogió y tembló de miedo. Vertió a su alrededor sal mezclada con cenizas de avellano y con voz temblorosa repitió el encantamiento. Creyendo cada vez menos en su eficacia.

Wirfe saltze, wirfe saltze

Non timebis a timore nocturno

Ni a la pestilencia, ni al huésped de las tinieblas

Ni al demonio,

Wirfe saltze, wirfe saltze

Los monstruos acechaban y metían jaleo en la oscuridad. Aunque era consciente del riesgo y del tiempo perdido, Reynevan esperó al entierro del hermano. No consintió, pese a los esfuerzos de la cuñada y de su familia, que le impidieran velar el cadáver, tomó parte en las exequias, asistió a la misa. Estuvo allí cuando, en presencia de la sollozante Griselda, el párroco y una pequeña comitiva, enterraron a Peterlin en el cementerio que había a espaldas de la antiquísima iglesia de Wawolnica. Sólo entonces se marchó. Es decir, fingió marcharse.

Cuando cayó la noche, Reynevan se apresuró a ir al cementerio. Desplegó sobre la nueva tumba su instrumental de hechicería, que consiguió completar, curiosamente, sin demasiados problemas. La parte más antigua de la necrópolis wawolnicíana se hallaba pegada a una cueva regada por el río, el suelo estaba un tanto más bajo allí, lo que le permitió sin mayores problemas llegarse hasta las tumbas más antiguas. Así que en el arsenal mágico de Reynevan había hasta un clavo de féretro y un dedo de cadáver.

Sin embargo, no ayudó ni el dedo de muerto, ni el tojo, la salvia y el crisantemo que había arrancado junto a la tapia del cementerio, ni el hechizo murmurado junto al ideograma grabado en la tumba con el torcido clavo de féretro. El espíritu de Peterlin, en contra de lo que aseguraban los libros mágicos, no se alzó de la tumba en forma etérea. No habló. No hizo señales.

Si tuviera aquí mis libros, pensó Reynevan, desesperado y cansado de los numerosos intentos. Si tuviera el Lemegeton o el Necronomicon… Un cristal de venecia… Algo de mandragora… Si tuviera acceso a mi alambique y pudiera destilar un elixir… Si pudiera…