Pero por desgracia, los grimorios, el cristal, la mandragora y el alambique estaban lejos, en Olesnica, en el monasterio de los agustinos. O, lo que era más probable, en manos de la Inquisición.
Una tormenta venía acercándose con rapidez desde el horizonte. El retumbar de los truenos que acompañaba a los relámpagos en el cielo cobraba cada vez mayor fuerza. El viento se detuvo por completo, el aire se volvió muerto y pesado como un sudario. Debía de ser casi la medianoche.
Y entonces comenzó.
Otro rayo iluminó la iglesia. Reynevan contempló con aprensión cómo todo el campanario estaba completamente cubierto de seres parecidos a arañas, que se arrastraban hacia arriba y hacia abajo. Ante sus ojos algunas cruces del cementerio se agitaron y se inclinaron a un lado, una de las tumbas más lejanas se removió con fuerza. De la oscuridad de la cueva le llegó el crujido de lápidas que se rompían, luego se escuchó un ruidoso chasquido. Y luego aullidos.
Cuando derramó sal a su alrededor, las manos se le agitaban como si tuviera un ataque de fiebre y los labios apenas se dejaron obligar a balbucear la fórmula de un hechizo.
El mayor movimiento se concentraba hacia la cueva, en la parte más antigua y cubierta de alisos del cementerio. Por suerte, Reynevan no veía lo que estaba pasando allí, ni siquiera los rayos eran capaces de extraer de las tinieblas algo más que unas formas y siluetas imprecisas. El oído, sin embargo, recibía poderosas sensaciones: los personajes que se arremolinaban por entre las viejas tumbas pateaban, gritaban, aullaban, silbaban, maldecían, y además palmeaban y chasqueaban los dientes.
Wirfe saltze, wirfe saltze…
Una mujer se reía con voz aguda y espasmódica. Una voz de barítono parodiaba con malignidad la liturgia de la misa, lo que era acompañado por las locas carcajadas de los demás. Alguien tocaba un tambor.
Un esqueleto surgió de las tinieblas. Anduvo un poco de acá para allá, por fin se sentó en una tumba, de tal modo que se sujetaba el cráneo con sus dos manos huesudas, caído. Junto a él se sentó al cabo de un rato un ser peludo de largos pies. El ser éste se rascaba los pies con saña, jadeando y suspirando. El pensativo esqueleto no le prestaba atención.
Una seta con pies de araña pasó por allí, detrás de ella vino andando como un pato algo que parecía verdaderamente un pelícano, pero que en lugar de plumas tenía escamas y un pico lleno de agudos colmillos.
De la tumba vecina saltó una enorme rana.
Y había allí también algo. Algo que, Reynevan podría haberlo jurado, lo observaba constantemente sin perderlo de vista. Algo que estaba del todo oculto en la oscuridad, invisible incluso ante el brillo de los relámpagos. Mas una atenta mirada le permitió advertir unos ojos brillantes como fuegos fatuos. Y largos dientes.
– Wirfe saltze. -Disipó ante sí la última sal que le quedaba-. Wirfe saltze…
De pronto atrajo su vista una mancha clara que se movía con lentitud. La siguió, esperando el próximo relámpago. Cuando brilló, contempló para su asombro a una muchacha vestida con un manto blanco, que arrancaba unas enormes y profusas ortigas de cementerio y las metía en una cesta. La muchacha también lo vio. Al cabo de un instante de vacilación, dejó la cesta en el suelo. No prestó la mínima atención ni al extraño esqueleto ni al ser peludo, que se rascaba entre los dedos de sus grandes pies.
– ¿Por placer? -preguntó la muchacha-. ¿O por necesidad?
– Eeeh… Por necesidad… -Reynevan controló su miedo, comprendió lo que estaba preguntando-. Un hermano… Un hermano me mataron. Está aquí enterrado…
– Aja. -Se retiró los cabellos de la frente-. Y yo, como ves, recojo ortigas.
– Para tejer una camisa. -Él respiró al cabo, adivinando-. ¿Para unos hermanos transformados en cisne por un hechizo?
Ella guardó silencio largo rato.
– Qué raro eres -dijo al fin-. Las ortigas son para tela, cierto. Para una camisa. Mas no para mis hermanos. No tengo hermanos. Y si los tuviera no les dejaría jamás que se pusieran esa camisa.
Rió con ganas al ver su gesto.
– ¿Y para qué andas platicando, Elisa? -habló la cosa dentada, invisible en la oscuridad-. ¿No es regar el mar? Al alba lloverá, deshará esa sal suya. Entonces se le roerá la cabeza.
– Eso no está bien -dijo, sin alzar la calavera, el extraño esqueleto-. Eso no está bien.
– Por supuesto que no -estuvo de acuerdo con él la muchacha que había sido llamada Elisa-. Pues si es Toledo. Uno de los nuestros. Y quedamos tan pocos de nosotros ya.
– Quería hablar con un difunto -anunció, como surgiendo de bajo la tierra, un enano con unos dientes superiores enormes. Era rechoncho como una calabaza, la desnuda barriga brillaba por debajo de un chaleco destrozado y demasiado pequeño para él-. Quería hablar con un difunto -repitió-. Con un hermano, que descansa enterrado aquí. Quería respuestas a las preguntas. Mas no las obtuvo.
– Entonces hay que ayudarle -dijo Elisa.
– Por supuesto -dijo el esqueleto.
– Claro, croa, croa -dijo la rana.
Brillaba el relámpago, retumbaba el trueno. Se alzó el viento, susurraba en las ramas, hacía girar el polvo y las hojas secas a su alrededor. Elisa cruzó sin vacilar la sal del suelo, le dio un fuerte empujón a Reynevan en el pecho. Éste cayó sobre la tumba, se golpeó la espalda con la cruz. Ante sus ojos relampagueó un brillo, luego se oscureció y por fin volvió a brillar, aunque esta vez era un relámpago. La tierra temblaba bajo su espalda. Y se removía.
A su alrededor se retorcían las sombras, bailaban las siluetas, dos círculos giraban alternativamente alrededor de la tumba de Peterlin.
– ¡Barbelo, Hécate, Holda!
– Magna Mater!
– ¡Eia!
El suelo bajo él se bamboleó y se inclinó con tanta pendiente que Reynevan se sujetó frenéticamente con ambas manos para no resbalar y caer. Las piernas buscaron sujeción en vano. Sin embargo, no cayó. Cánticos y sonidos le taladraban los oídos. Los ojos le estallaban en chispas.
Veni, veni, venias,
Ne me mori, ne me mori, facias!
Hyrca! Hyrca! Nazaza!
Trillirivos! Trillirivos! Trillirivos!
Adsumus, dice Parsifal, arrodillándose sobre el Grial. Adsumus, repite Moisés, doblado bajo el peso de las tablas de piedra que está bajando del monte Sinaí. Adsumus, dice Jesús, cayendo bajo la cruz. Adsumus, repiten a coro los caballeros reunidos a la mesa. Adsumus! Adsumus! Aquí estamos, Señor, reunidos en tu nombre.
El eco atraviesa el castillo como un trueno, como el sonido de una batalla lejana, como el golpe del ariete sobre la puerta de la fortaleza. Y desaparece poco a poco entre los oscuros corredores.
Se acerca el Viator, el Vagabundo, dice la joven muchacha del rostro de zorro y los ojos hundidos, adornada con una corona de verbena y trébol. Alguien se va, alguien viene. Apage! Flumen immundissimum, draco maleficus… No preguntes su nombre, es un secreto. De aquello que devora sale aquello que se alimenta, y del fuerte sale el dulce. ¿Y quién es culpable? Aquél que la verdad la habla.
Serán reunidos, apresados en una mazmorra; serán en cerrados en una prisión y al cabo de muchos años serán castigados. Guárdate del Treparnscos, guárdate del murciélago, guárdate del demonio que arrasa el sur, y guárdate de aquello que anda en la oscuridad. Amor, dice Hans Mein Igel, el amor salvará tu vida. Lo lamentas, pregunta la muchacha que huele a menta y ácoro. ¿Lo lamentas? La muchacha está desnuda, desnuda con la desnudez de la inocencia, nuditas virtualis. Apenas se la ve en la oscuridad. Pero está tan cerca que se siente su calor.