Un sol, una serpiente y un pez. Serpiente, pez, sol metidos en un triángulo. Se derrumba la Narrenturm, cae en ruinas la turris fulgurata, la torre herida por el rayo. El pobre loco cae de ella, vuela hacia abajo, hacia el abismo. Yo soy ese loco, le pasa a Reynevan por la cabeza, loco y trastornado, yo soy quien está cayendo, hundiéndose en el precipicio, en el fondo.
Un hombre, envuelto en llamas, corriendo y gritando por una nieve nueva. Una iglesia ardiendo.
Agitó la cabeza para expulsar la visión. Y entonces, a la luz de otro relámpago, vio a Peterlin.
El fantasma, inmóvil como una estatua, brilló de pronto con una luz innatural. Reynevan vio que la luz, como si fueran los rayos de sol a través de las paredes agujereadas de una choza, surgía por las múltiples heridas en el pecho, el cuello y la barriga.
– Dios, Peterlin… -gimió-. Qué horrible… ¡Pagarán por ello, te lo juro! Te vengaré… Te vengaré, hermano… Lo juro…
La aparición realizó un brusco gesto. A todas luces negando, prohibiendo. Sí, aquel era Peterlin, nadie aparte de padre gesticulaba así cuando negaba algo o prohibía algo, cuando castigaba al pequeño Reynevan por sus travesuras o locos pensamientos.
– Peterlin… Hermano…
El mismo gesto, todavía más brusco, más violento, más apremiante. Sin dejar lugar a dudas. La mano señalaba hacia el sur.
– Vete -habló la aparición con la voz de Elisa, la de las ortigas-. Huye, pequeño. Lejos. Lo más lejos posible. Al otro lado de los bosques. Antes de que te trague la mazmorra de la Narrenturm. Huye, corre a través de las montañas, salta sobre las colinas, saliens in montibus, transiliens colles.
La tierra se agitó rabiosa. Y todo terminó. Se hundió en la oscuridad.
La lluvia lo despertó al alba. Yacía sobre la tumba del hermano, de espaldas, inmóvil y entumecido, las gotas le caían sobre el rostro.
– Permíteme, mozuelo -dijo Otto Beess, canónigo de San Juan Bautista, prepósito del capítulo de Wroclaw-. Permite que recapitule en pocas palabras lo que me acabas de contar y que ha provocado que haya dejado de creer a mis propios oídos. Así que Conrado, obispo de Wroclaw, teniendo la ocasión de darles para el pelo a los Sterz, que lo odian con pasión y a los que él odia, no va a hacer nada. Teniendo pruebas casi irrefutables de que los Sterz están mezclados en una venganza de familia y en un asesinato, el obispo Konrad no va a actuar de forma alguna. ¿No es así?
– Exactamente así -repuso Guibert Bancz, secretario del obispo de Wroclaw, un joven clérigo de hermosos rasgos, limpio cutis y suaves ojos de terciopelo-. Así se ha decidido. Ninguna acción en contra de la familia de los Sterz. Ni siquiera una amonestación. Ni una audiencia. Decidiólo el obispo en presencia de su excelencia el sufragáneo Tylman. Y con la aquiescencia del caballero al que le fueron confiadas las pesquisas. El que llegó hoy por la mañana a Wroclaw.
– El caballero -repitió el canónigo, con la vista fija en un cuadro que mostraba el martirio de San Bartolomé, la única decoración de las severas paredes de la habitación, aparte de las estanterías sobre las que había un candelabro y un crucifijo-. El caballero que llegó hoy por la mañana a Wroclaw.
Guibert Bancz tragó saliva. La situación, para qué decir otra cosa, no era para él precisamente cómoda. Nunca lo era. Y nada apuntaba a que fuera a cambiar.
– Precisamente. -Otto Beess tamborileó con los dedos en la mesa, parecería que concentrado únicamente en el santo atormentado por los armenios-. Precisamente. ¿Quién es ese caballero, hijo? ¿Nombre? ¿Familia? ¿Escudo?
– Ejem. -El clérigo carraspeó-. No se mencionó ni su nombre ni su familia… Y no llevaba escudo, iba vestido todo de negro. Mas yo ya le vi algotra vez en casa del obispo.
– ¿Qué aspecto tenía entonces? No te hagas de rogar.
– No era viejo. Alto, delgado… Los cabellos negros hasta los hombros. Nariz larga, como un pico… Tandem mirada casi… de pájaro… Inquisitivo… In summa, no se puede decir que sea guapo… Pero sí masculino…
Guibert Bancz se interrumpió de improviso. El canónigo no volvió la cabeza, ni siquiera dejó de tamborilear con los dedos. Conocía los ocultos gustos eróticos del clérigo. Y el que los conociera le permitía hacer de él su informante.
– Sigue hablando.
– El tal caballero recién llegado, el cual, hablando en plata, no mostró en presencia del obispo ni humildad ni siquiera embarazo, dio relación de las pesquisas acerca de las muertes de los señores Bart de Karczyn y Peter von Bielau. Y la tal relación fue tal que su excelencia el sufragáneo no aguantó en cierto momento y comenzó a reírse…
Otto Beess alzó las cejas sin decir palabra.
– Dijo el tal caballero que culpables son los judíos, puesto que en las cercanías del lugar de ambos crímenes podía olerse el foetor judaicus, el verdadero hedor de los judíos… Como de todos es sabido, para librarse de ese tufo beben los hebreos sangre cristiana. El crimen, continuó el caballero, sin importarle que el venerable Tylman casi estallaba de la risa, lleva pues toda las trazas de ser un crimen ritual y los culpables han de ser buscados en las aljamas más cercanas, sobre todo en la de Brzeg. puesto que al rabino de Brzeg se lo vio en los alrededores de Strzelin, y además en compañía del joven Reinmar de Bielau… Lo que ya sabe vuestra excelencia…
– Lo sé. Sigue hablando.
– Ante tal dictum el venerable sufragáneo Tylman declaró que eso era un cuento, que ambas personas murieron a causa de espada. Que el señor Albrecht von Bart fortachón era y espadachín consumado. Que ningún rabino de Brzeg o de cualquiera otro lugar podría con el señor de Bart ni siquiera si se hubieran pegado por el Talmud. Y volvió a reírse hasta que se le saltaron las lágrimas.
– ¿Y el caballero?
– Dijo que si no habían sido los judíos los que habían matado a los dos buenos señores Bart y Pedro de Bielau, entonces lo habría hecho el diablo. Lo que en suma era lo mismo.
– ¿Y qué dijo a ello el obispo Conrado?
– Su señoría -respondió el clérigo- atravesó con la mirada al venerable Tylman, enfadado, como se veía a todas luces, de su regocijo. Y habló al punto. Muy severo, serio y oficial, me ordenó escribirlo…
– Congeló las pesquisas -lo adelantó el canónigo, pronunciando muy lentamente las palabras-. Simplemente congeló las pesquisas.
– Como si hubierais estado delante. Y el venerable sufragáneo Tylman se quedó sentado y no dijo ni palabra, mas el gesto lo tenía extraño. El obispo Conrado se dio cuenta y dijo, con furia, que la razón estaba de su parte, que la historia lo corroboraría y que esto era ad maiorem Dei gloriam.
– ¿Así dijo?
– Con estas palabras. Por eso no vayáis con este asunto al obispo, venerable padre. No arreglaréis las cosas. Y aparte de ello…
– ¿Aparte de ello qué?
– Dijo al obispo el tal caballero que él exigía ser informado si alguien, en lo tocante a los dos crímenes, invocara, realizara peticiones o pidiera que continuaran las pesquisas.
– Él exige -repitió Otto Beess-. ¿Y que dijo a esto el obispo?
– Asintió con la cabeza.
– Asintió con la cabeza -repitió el canónigo, asintiendo a su vez con la cabeza-. Vaya, vaya. Conrado, un Piasta de Olesnica, asintió con la cabeza.
– Lo hizo, venerable padre.
Otto Beess miró de nuevo el cuadro, al martirizado Bartolomé, del que los armenios arrancaban largas tiras de piel con ayuda de enormes tenazas. Si había que creer La leyenda áurea de Jacob da Vorágine, pensó, en el lugar del martirio se alzó un maravilloso olor a rosas. Seguro. Las torturas apestan. En los lugares de tortura hay hedor, tufo, fetidez. En todos los lugares de tortura y ejecución. También en el Gólgota. Allí también, me juego la cabeza, no hubo rosas. Hubo, qué acertado, foetor judaicus.