Выбрать главу

– Por favor, muchacho. Toma.

El clérigo, como de costumbre, primero tomó la bolsa, luego retiró la mano bruscamente, como si lo que el canónigo le ofreciera fuera un escorpión.

– Venerable padre… -balbucee)-. Yo no… No por un puñado de oro… Sino por…

– Toma, hijo, toma -lo interrumpió el canónico con una sonrisa protectora-. Te he dicho ya en otras ocasiones que un informador ha de tener su recompensa. Cuídate sobre todo de aquéllos que informan gratis. Por la idea. Por el miedo. Por el odio y la envidia. Ya te lo he dicho antes: más que por la traición, a Judas se lo desprecia porque traicionó barato.

La tarde era soleada y cálida, una agradable variación después de algunos días de lluvia. Brillaba al sol la torre de la iglesia de María Magdalena, brillaban los tejados de las casas. Guibert Bancz se estiró. Se había quedado helado en casa del canónigo. La habitación era oscura, las paredes exudaban frío.

Aparte de la sede en la casa capitular de la Isla de la Catedral, el prepósito Otto Beess tenía otra casa en Wroclaw, en la calle de los Zapateros, no lejos de la plaza del mercado, allí solía recibir a aquéllos cuyas visitas no debían ser conocidas, entre ellos, por supuesto, a Guibert Bancz. Así que Guibert Bancz se propuso aprovechar la ocasión. No le apetecía volver a la Isla, era poco probable que el obispo lo necesitara antes de las vísperas. Y desde la calle de los Zapateros no había más que un paso hasta cierta taberna conocida del clérigo en el Mercado de los Pollos. En aquella taberna se podía gastar algo del dinero recibido del canónigo. Guibert Bancz creía a pie firme que librándose del dinero se libraba del pecado.

Mordisqueando una rosquilla que compró en un puesto callejero, se metió en un oscuro callejón con la intención de acortar el camino. Reinaba el silencio y no había nadie, tanto que sus pies espantaron a las ratas asombradas de la aparición del ser humano.

Escuchó el susurro de unas plumas y un aleteo. Se dio la vuelta y vio un enorme treparriscos que se apoyaba desmañadamente en un friso sobre una ventana tapiada. Dejó caer la rosquilla, retrocedió bruscamente, dio un salto atrás.

Ante sus ojos el pájaro se deslizó pared abajo, sujetándose con las garras. Pareció disolverse. Creció. Y cambió su forma. Bancz quiso gritar, pero no acertó a extraer ni un sonido de su encogida garganta.

Allí donde hacía un momento había habido un treparriscos, ahora estaba el caballero conocido del clérigo. Alto, delgado, de cabello moreno, vestido de negro, con penetrante mirada de pájaro.

Bancz abrió de nuevo la boca y de nuevo no consiguió extraer de ella nada excepto un chirrido. El caballero Treparriscos se acercó con ligereza. Cuando estuvo muy cerca sonrió, encogió los labios, enviando al clérigo un beso muy erótico. Antes de que el clérigo comprendiera lo que estaba pasando, captó con el ojo el brillo de un filo, recibió un pinchazo en el vientre, la sangre fluyó por el muslo. Recibió un segundo pinchazo, en el costado, el puñal crujió contra las costillas. Su espalda se dio contra el muro, la tercera punzada casi lo clavó a la pared.

Ahora hubiera podido por fin gritar y lo hubiera hecho, pero no pudo. El treparriscos se acercó y, de un largo tajo, le cortó la garganta.

Unos mendigos hallaron el cadáver que yacía en un charco negro. Antes de que apareciera la guardia de la villa acudieron también los mercaderes y comerciantes del Mercado de los Pollos.

El espanto flotaba sobre el lugar del crimen. Un espanto horroroso, que aplastaba, que revolvía las tripas. Un espanto terrible.

Tan terrible, que hasta el momento en que llegó la guardia, nadie se atrevió a robar la bolsa de dinero que le asomaba al muerto de la boca rajada y hecha más grande con el cuchillo.

– Gloria in excelsis Deo -entonó el canónigo Otto Beess, bajando las manos unidas e inclinando la cabeza ante el altar-. Et in térra pax hominibus bonae uoluntatis…

Los diáconos estaban de pie a ambos costados, se unieron al cántico con voz contenida. Otto Beess, prepósito del capítulo de Wroclaw, continuaba celebrando la misa. Continuaba de forma mecánica, rutinaria. Con los pensamientos en otro lugar.

Laudamus te, benedicimus te, adoramus te,

glorificamus te, gradas agimus tibi…

Habían matado al clérigo Guibert Bancz. A pleno día, en el centro de Wroclaw. Y el obispo Conrado, que congeló las pesquisas sobre el asesinato de Peterlin von Bielau, también con toda seguridad congelará las investigaciones sobre el asunto de su secretario. No sé que está pasando. Mas hay que cuidar de la propia seguridad. Nunca, en ningún caso, dar pretexto ni ocasión. Ni dejarse sorprender.

El cántico se elevaba hasta los altos techos de la catedral de Wroclaw.

Agnus Dei, Filius Patris, qui tollis peccata mundi, miserere nobis; qui tollis peccata mundi, suscipe deprecationem nostram…

Otto Beess se arrodilló ante el altar.

Espero, pensó, mientras hacía la señal de la cruz, espero que Reynevan tuviera tiempo… Que esté ya en lugar seguro. Lo espero de verdad…

– Miserere nobis…

La misa continuaba.

Cuatro jinetes galopaban por la carretera, junto a una cruz de piedra, una de las muchas que en Silesia servían de recordatorio de crimen y arrepentimiento. El viento arreciaba, la lluvia golpeaba, el barro salpicaba bajo los cascos. Kunz Aulock, llamado Kirieleisón, maldijo, limpiándose el agua del rostro con un guante mojado. Stork de Gorgowitz lo imitó debajo de su capucha, por la que todavía fluía el agua con más fuerza. Walter de Barby y Sybko de Kobelau ya no tenían ganas ni de maldecir. Al galope, pensaban, cuanto antes bajo algún techo, a alguna posada, al calor, lugar seco y cerveza caliente.

El barro salpicó desde sus cascos manchando a una figura que ya de por sí estaba suficientemente manchada, encogida junto a la cruz y cubierta con una capa. Ninguno de los jinetes prestó atención a la figura.

Tampoco Reynevan alzó siquiera la cabeza.

Capítulo noveno

En el que aparece Scharley.

El prior del monasterio de los carmelitas de Strzegom era delgado como un esqueleto; su complexión, su seco cutis, su barba desmañadamente afeitada y su larga nariz lo hacían parecido a una garza desplumada. Cuando miró a Reynevan, entrecerró los ojos, cuando volvió a leer la carta de Otto Beess, alzó el papel hasta una distancia de dos pulgadas de la nariz. Las manos huesudas y grises le temblaban constantemente, la boca se torcía cada dos por tres a causa del dolor. Sin embargo, el prior no era viejo. Se trataba de una enfermedad que Reynevan conocía y había visto, una enfermedad que carcomía como la lepra, sólo que invisible, desde el interior. Una enfermedad contra la que eran inútiles todos los medicamentos y hierbas, contra la que sólo la magia más potente producía resultados. Aunque, ¿qué más daba el que produjera resultados? Incluso si alguien sabía cómo curar, no iba a curar a nadie, porque los tiempos eran tales que el enfermo recién sanado podía llegar a denunciar al médico.

El prior lo arrancó de sus pensamientos con un carraspeo.

– ¿Y no más que para tal cosa, mozuelo -alzó la carta del canónigo de Wroclaw-, anduviste esperando mi regreso? ¿Cuatro días enteros? ¿Sabiendo que el padre guardián quedaba como plenipotenciario en tanto el tiempo de mi ausencia?