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Reynevan se limitó a asentir con la cabeza. Referirse a la exigencia de entregar la carta al propio prior en persona era algo tan evidente que no merecía ser mencionado. Y si se trataba de los cuatro días transcurridos en la aldea junto a Strzegom, tampoco valía la pena hablar de ello, pues habían pasado sin saber cómo. A la manera de sueños. Desde la tragedia de Balbinów, Reynevan se sentía todavía como en sueños. Embotado, confuso y apenas medio consciente.

– Estuviste esperando -afirmó el hecho el prior- para darme la carta en propia mano. ¿Y sabes qué, mozuelo? Que muy bien que esperaras.

Reynevan no contestó nada tampoco. El prior volvió a la carta, acercándosela casi hasta la misma nariz.

– Sí… -dijo por fin, alargando las palabras, alzando la vista y guiñando los ojos-. Sabía que habría de llegar el día en que el venerable canónigo me recordara mi deuda. Y se acordara del pago. Con un interés de usurero. El cual, hablando claro, la Iglesia prohibe cobrar. Pues bien lo dice el Evangelio de Lucas: prestad sin esperar a nada. ¿Crees sin paliativos en lo que manda creer la Santa Madre Iglesia, mozuelo?

– Sí, reverendo padre.

– Ésa es una virtud digna de alabanza. Sobre todo en los tiempos que corren. ¿Sabes dónde estás? ¿Sabes qué es este lugar? ¿Aparte de monasterio?

»No lo sabes -supuso el prior a partir de su silencio-. O finges hábilmente que no lo sabes. Esto es una casa de deméritos. Seguro que tampoco sabes lo que sea una casa de deméritos o finges no saberlo con la misma habilidad. Te lo diré: es una cárcel.

El prior guardó silencio, juntó las manos, miró a su interlocutor. Reynevan, se entiende, hacía ya mucho que había adivinado de lo que se trataba, pero no quería revelarlo. No quería quitarle al carmelita el placer que era evidente que le producía el conducir la conversación de aquella manera.

– ¿Sabes -continuó el monje al cabo- qué es lo que se permite pedirme en esta carta su excelencia el canónigo?

– No, reverendo padre.

– Ese desconocimiento te disculpa en cierto modo. Pero puesto que yo sé, a mí no me puede disculpar nada. Por eso, si rechazo su petición, mi acción será disculpada. ¿Qué dices a eso? ¿Acaso mi lógica no es digna de un Aristóteles?

Reynevan no contestó. El prior guardó silencio. Durante mucho tiempo. Luego prendió la carta del canónigo al fuego de una vela, le dio la vuelta de tal modo que las llamas estallaron y la tiró al suelo. Reynevan vio cómo el papel se retorcía, se ennegrecía y se desintegraba. Ahí, convirtiéndose en cenizas, está mi esperanza. Tardía, al fin y al cabo, sin sentido, vana. Puede que sea mejor así. Que suceda lo que haya de suceder.

El prior se levantó.

– Ve al hermano dispensador -dijo corto y seco-. Que te dé de comer y de beber. Luego te metes en nuestra iglesia. Allí encontrarás a quien tienes que encontrar. Se darán las órdenes precisas, podréis abandonar el monasterio sin obstáculos. El canónigo Beess en su carta remarcó que ambos os disponéis a comenzar un viaje a tierras lejanas. Por mi parte añado que está bien que sean lejanas. Se cometería un terrible error si fueran demasiado cercanas. Y se volviera demasiado pronto.

– Os lo agradezco, excelencia.

– No agradezcas. Si acaso a alguno de vosotros os asaltara el pensamiento de pedirme que os bendiga para el camino antes de iros, olvidadlo.

La pitanza en el monasterio de los carmelitas de Strzegom era, ciertamente, propia de una cárcel. Reynevan, sin embargo, estaba demasiado decaído y apático como para degustar nada. Y además, para qué hablar, se encontraba demasiado hambriento como para hacerle ascos al arenque salado, a unas gachas sin grasa y a una cerveza que sólo se diferenciaba del agua por el color, y esto no mucho. ¿O es que estaban precisamente en tiempo de ayuno? No lo recordaba.

Así que comió con viveza y aplicación, cosa que el viejo dispensador contempló con evidente gusto, sin duda acostumbrado a encontrarse con mucho menor entusiasmo por parte de sus huéspedes. Apenas Reynevan había dado cuenta de un arenque, el sonriente monje le regaló con otro sacado directamente del barril. Reynevan decidió aprovechar aquel acto de amistad.

– Vuestro monasterio es una verdadera fortaleza -habló con la boca llena-. Y no es de asombrarse, puesto que sé para lo que sirve. Mas guardia armada no tenéis. De los que aquí andan penitenciando, ¿no huyó ninguno nunca?

– Ay, hijo, hijo. -El dispensador meneó la cabeza ante su inocente estupidez-. ¿Huir? ¿Y para qué? No olvides quién penitencia aquí. A cada uno dellos algún día se le acabará la penitencia. Y aunque ciertamente ninguno dellos penitencia aquí pro nihilo, el fin de la penitencia borra la culpa. Nullum crimen, todo vuelve a la norma. ¿Y un huido? Estaría poniendo el punto final a sus días.

– Entiendo.

– Eso está bien, porque no me está permitido hablar acerca dello. ¿Más gachas?

– Con gusto. Y los tales penitentes, por curiosidad, ¿por qué cosa penitencian? ¿Por qué pecados?

– No me está permitido hablar dello.

– No de personas concretas pregunto. Sólo así, en general.

El dispensador tosió y miró a su alrededor temeroso, sin duda, de los testigos, puesto que en una casa de deméritos hasta las sartenes y las ristras de ajos colgadas de las paredes de la cocina podían tener oídos.

– Ay -dijo en voz baja, limpiándose en el hábito las manos manchadas de grasa de los arenques-. Por diversas cosas penitencian, hijo, por diversas. Más que nada curas pecaminosos. Y monjes. A los que los votos se les hicieron demasiado pesados. Tú mismo te lo imaginas: voto de obediencia, de humildad, de pobreza… También de abstinencia y moderación… Como se dicen, plus bibere, quam orare. También, por desgracia, del voto de pureza…

– Femina -adivinó Reynevan- instrumentum diaboli?

– Si sólo fueran féminas… -suspiró el dispensador, alzando los ojos-. Ah, ah… Una inmensidad de pecado, una inmensidad… No se puede negar… Mas hay aquí asuntos más serios… Ay, más serios… Pero hablar de ello no me está permitido. ¿Has terminado de comer, hijo?

– Terminé. Gracias. Estaba muy rico.

– Pasa por aquí cuantas veces quieras.

El interior de la iglesia estaba extraordinariamente oscuro, el brillo de las velas y la luz de las delgadas ventanas alcanzaba sólo al mismo altar, al tabernáculo, al crucifijo y al tríptico que representaba una Depositio Christi. El resto del presbiterio, toda la nave, los emporios de madera y la sillería estaban hundidos en una turbia semioscuridad. Puede que sea a propósito, se le ocurrió a Reynevan, puede que sea para que durante las oraciones los deméritos no se vean el rostro los unos a los otros, para que no intenten adivinar los pecados y errores de los otros. Y compararlos con los propios.

– Estoy aquí.

Una voz sonora y profunda, que le llegó de una parte cubierta entre la sillería, en ella se apreciaban, era difícil librarse de aquella impresión, la gravedad y la dignidad. Pero con toda seguridad esto era obra del eco, resonando contra los artesonados del techo que se columpiaban entre las paredes de piedra. Reynevan se acercó.

La parte superior de un confesionario que exhalaba un débil olor a incienso y a aceite de lino la coronaba una imagen de la santa Ana con María en una rodilla y Jesús en la otra. Reynevan veía la imagen porque había un candil encendido. Como sólo iluminaba la imagen, el candil sumía los alrededores en unas tinieblas todavía más negras, por ello Reynevan sólo percibía los contornos del hombre que estaba dentro del confesionario.

– Así que a ti -dijo el hombre, despertando un nuevo eco- he de agradecer la oportunidad de recuperar mi libertad de movimientos, ¿no? Gracias entonces. Aunque me da a mí que más bien debiera agradecérselo a cierto canónigo de Wroclaw, ¿no es verdad? Y a los acontecimientos que tuvieron lugar… Venga, di, para que las cosas lleven su orden. Para que yo pueda estar seguro del todo de que hablo con la persona adecuada. Y de que esto no es un sueño.