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– Dieciocho de julio, año dieciocho.

– ¿Dónde?

– Wroclaw. Ciudad Nueva…

– Por supuesto -confirmó al cabo el hombre-. Por supuesto que en Wroclaw. ¿Dónde podría ser, si no allí? Vale. Acércate. Y adopta la posición adecuada.

– ¿Qué?

– Arrodíllate.

– Me han matado a un hermano -dijo Reynevan, sin moverse del sitio-. A mí mismo me amenaza la muerte. Me persiguen, tengo que huir. Y antes tengo que resolver algunos asuntos. Y algunas cuentas pendientes. El padre Otto me aseguró que tú podrías ayudarme. Precisamente tú, quienquiera que seas. Pero no tengo intenciones de arrodillarme ante ti… ¿Cómo he de llamarte? ¿Padre? ¿Hermano?

– Llámame como quieras. Incluso tío. Me es completamente igual.

– No estoy para risas. Te dije, me mataron a un hermano. El prior dice que podemos irnos de aquí. Vayámonos entonces, dejemos este triste lugar, pongámonos en camino. Y en el camino te contaré lo que sea preciso. Y tan sólo lo que sea preciso.

– Te pedí -el eco de la voz del hombre resonó con aun mayor gravedad- que te arrodillaras.

– Y yo te dije: no pienso confesarme.

– Seas quien seas -dijo el hombre-, tienes dos caminos para elegir. Uno hacia mí, de rodillas. El otro por la puerta del monasterio. Sin mí, ha de entenderse. No soy un mercenario, muchacho, ni un esbirro a sueldo para solucionar tus asuntillos y venganzas. Soy yo, métetelo en la cabeza, quien decide qué es preciso saber y de qué forma. Al fin y al cabo, el problema está en la confianza mutua. Tú no confias en mí, así que, ¿cómo voy a confiar yo en ti?

– El que salgas de la cárcel me lo puedes agradecer a mí, precisamente -le respondió con descaro-. Y al padre Otto. Métete esto en la cabeza y no intentes hacerte el importante. Y poner condiciones. Porque no soy yo, sino tú, el que tiene que elegir. O vienes conmigo o te sigues pudriendo aquí. La decisión…

El hombre lo interrumpió golpeando sonoramente con los nudillos en la madera del confesionario.

– Has de saber -dijo al cabo- que las decisiones difíciles no son una novedad para mí. Pecas de orgullo al suponer que ello me da miedo. Esta mañana ni siquiera sabía de tu existencia; esta tarde, si fuera necesario, podría olvidarme de que existes. Te lo repito por última vez: o una confesión como muestra de confianza o adiós. Date prisa con tu elección, no queda mucho tiempo para la sexta. Y aquí se observa con rigor la liturgia de las horas.

Reynevan apretó los puños, luchando con unas terribles ganas de darse la vuelta y salir, salir al sol, al aire fresco, al verde y al espacio. Por fin, se contuvo. La razón venció.

– Ni siquiera sé -consiguió decir, mientras se arrodillaba sobre la pulida madera- si eres sacerdote.

– Eso no importa -en la voz del hombre del confesionario resonaba algo que parecía burla-. A mí sólo me interesa la confesión. No esperes la absolución.

– Ni siquiera sé cómo llamarte.

– Tengo muchos nombres -le llegó desde el otro lado de la rejilla, bajito, pero muy claro-. El mundo me conoce por diferentes nombres. Ahora que tengo la oportunidad de volver al mundo… habrá que elegir alguno… ¿Wilibald von Hirsau? Quizás, humm… ¿Benignus de Aix? ¿Pawel de Tinz? ¿Cornelius van Heemskerck? O puede… puede… ¿Maestro Scharley? ¿Qué te parece, muchacho, maestro Scharley? Va, venga, no pongas esa cara. Simplemente Scharley. ¿Te parece?

– Sí. Vayamos al grano. Scharley.

Apenas los imponentes portones dignos de una fortaleza del monasterio carmelita de Strzegom se cerraron tras ellos con estruendo, apenas ambos se alejaron de los mendigos y pedigüeños aposentados junto a la entrada, apenas estuvieron a la sombra de los álamos del camino, Scharley dejó estupefacto a Reynevan total y completamente.

El hasta hacia poco demérito y prisionero, todavía un minuto antes sumido en un silencio fascinante, enigmático, amargo y lleno de dignidad, rompió de pronto en una risa homérica, dio saltos de cabra, se tiró de espaldas sobre la hierba y se arrastró por ella como un gusano, gritando y riéndose alternativamente. Por fin, ante los ojos del asombrado Reynevan, su reciente confesor dio una voltereta, se levantó e hizo en dirección a la puerta un gesto enormemente obsceno con el brazo doblado. Y apoyó este gesto con una larga letanía de insultos e injurias extraordinariamente indecentes. Algunos iban dirigidos al prior en persona, otros al castillo de Strzegom, otros a la orden de los carmelitas como un todo y algunos eran de carácter general.

– No juzgaba -Reynevan tranquilizó al caballo, que se había asustado por la actuación- que hubiera sido tan terrible para ti.

– No juzguéis y no seréis juzgados. -Scharley se limpió la ropa-. Eso en primer lugar. En segundo, abstente piadosamente de hacer cualquier comentario. Por lo menos de momento. En tercero, apresurémonos a ir a la ciudad.

– ¿A la ciudad? ¿Y para qué? Pensaba…

– No pienses.

Reynevan se encogió de hombros, espoleó al caballo por el camino. Fingió volver la cabeza, pero no pudo evitar el observar disimuladamente al hombre que iba andando junto al caballo.

Scharley no era muy alto, incluso un poquito más bajo que Reynevan, pero este detalle carecía de importancia porque el hasta hacía poco demérito era ancho de hombros, de robusta constitución y seguramente fuerte, lo que se podía concluir por los recios y musculosos antebrazos que le salían de unos guantes demasiado pequeños. Scharley no había estado dispuesto a dejar el carmelo vestido con hábito, y la ropa que le habían dado era un tanto rara.

El rostro del demérito poseía unos rasgos bastante toscos, por no decir bastos. Eran sin embargo unos rasgos vivos, que cambiaban sin tregua, que adoptaban toda la gama de expresiones. Una nariz torcida y virilmente grande portaba signos de haber sido quebrada alguna vez, la punta de la barbilla llevaba huellas de una cicatriz aún visible. Los ojos de Scharley, verdes como el cristal de las botellas, eran muy extraños. Cuando se los miraba, la mano se aseguraba maquinalmente de que el monedero estaba en su sitio y los anillos en sus dedos. El pensamiento se iba con desasosiego a las mujeres e hijas que se habían dejado en casa, y la fe en la virtud femenina quedaba reducida a la ingenuidad que de por sí era. De pronto se perdía toda esperanza de recuperar el dinero prestado, la aparición de cinco ases en la baraja dejaba de asombrar, el sello auténtico al pie de un documento comenzaba a tener un aspecto de inmunda falsedad y se comenzaba a oír un sospechoso ruido en los pulmones del caballo comprado a peso de oro. Esto era lo que se sentía cuando se miraba a los ojos de color verde botella de Scharley. En su mirada había decididamente mucho más de Hermes que de Apolo.

Pasaron junto a una gran superficie de huertos en los arrabales, luego junto a la capilla y el hospital de San Nicolás. Reynevan sabía que el hospicio lo regentaban los sanjuanistas, sabía también que la orden tenía una bailía en Strzegom. Al punto recordó al duque Kantner y su orden de dirigirse a Mala Olesnica. Y comenzó a preocuparse. Pues podía ser que se relacionase aquella vía con los sanjuanistas, por lo que aquel camino por el que iba no era el camino de un lobo perseguido. Dudaba que el canónigo Otto Beess alabara su elección. En aquel momento Scharley dio señal por vez primera de su agudeza. O también de su rara habilidad para leer el pensamiento.

– No hay motivo para preocuparse -dijo vivaracho y alegre-. Strzegom tiene más de dos mil habitantes, desapareceremos entre ellos como un pedo en una tormenta de nieve. Aparte de ello, estás bajo mi protección. Al fin y al cabo me he comprometido a ello.

– Todo el tiempo -respondió Reynevan al cabo del largo rato que necesitó para salir de su asombro-. Todo el tiempo me estoy preguntando cuánto significa para ti ese compromiso.