Scharley sonrió, mostrando sus blancos dientes a las recogedoras de lino que marchaban en dirección contraria. Eran éstas gallardas rapazas con camisas sobradamente desabrochadas que dejaban contemplar mucho de sus sudorosos y polvorientos encantos. Las rapazas eran más de una docena, pero Scharley les sonrió a todas una tras otra, con lo que Reynevan perdió la esperanza de escuchar una respuesta.
– La pregunta era de naturaleza filosófica -lo asombró el demérito, apartando la vista del redondo culito de la última de las recogedoras que subía y bajaba bajo la falda bañada en sudor-. A tales no acostumbro a contestar estando sobrio. Mas te lo prometo: te contestaré antes de que se ponga el sol.
– No sé si lo aguantaré. Igual estallo antes, de curiosidad.
Scharley no respondió, en vez de ello apresuró el paso de tal modo que Reynevan tuvo que obligar al caballo a un ligero trote. De este modo se encontraron rápidamente junto a la puerta de Swidnica. Al otro lado de ella, detrás de una banda de sucios peregrinos mascando a la sombra y de pordioseros cubiertos de pulgas, estaba ya Strzegom con sus calles estrechas, embarradas y apestosas llenas de gente.
Adondequiera que les dirigiera aquel camino y con el objetivo que fuera que lo estuvieran recorriendo, lo cierto era que Scharley lo conocía, puesto que los conducía seguro y sin vacilación. Atravesaron una callecilla en la que chasqueaban tantos telares que de seguro que era la calle de los Tejedores o de los Pañeros. Al poco se encontraron en una placita sobre la que se alzaba la torre de una iglesia. Por la placita -se podía ver y oler- no hacía mucho que había pasado una manada de vacas.
– Mira -dijo Scharley deteniéndose-. Una iglesia, una taberna, un burdel y en el medio, entre ellos, un montón de mierda. He aquí una parábola de la vida humana.
– Y decías -Reynevan hasta sonrió- que no filosofabas estando sobrio.
– Después de tan largo periodo de abstinencia -Scharley dirigió inequívocamente sus pasos hacia un callejón, en dirección a un puesto lleno de barriletes y jarras- hasta el mismo olor de una buena cerveza sirve para embriagarme. ¡Eh, buen hombre! ¡Rubia de Strzegom, por favor! ¡Del sótano! Si no te importa pagar, muchacho, puesto que yo, como dicen las Escrituras, argentum et aurum non est mihi.
Reynevan bufó, pero echó sobre la tabla unos cuantos halleres.
– ¿Me voy a enterar por fin de qué asunto fue el que te trajo hasta aquí?
– Te enterarás. Mas sólo cuando haya bebido por lo menos tres de estos asuntos.
– ¿Y luego? -Reynevan frunció el ceño-. ¿A la recién mencionada mancebía?
– No lo excluyo. -Scharley alzó la jarra-. No lo excluyo, muchacho.
– ¿Y qué más? ¿Tres días de libaciones para celebrar la libertad recuperada?
Scharley no respondió, pues estaba bebiendo. Sin embargo, antes de que levantara la jarra, le lanzó una mirada con los ojos fruncidos y aquel fruncimiento podía significar cualquier cosa.
– En verdad fue un error -comentó Reynevan serio, con la mirada clavada en la nuez del demérito, que se movía según iba tragando-. Puede que fuera un error del canónigo. O puede que mío, por haberle hecho caso. Por haberme juntado contigo.
Scharley bebía sin hacerle caso.
– Por suerte -siguió Reynevan-, se puede acabar fácilmente con todo esto. Y poner punto final.
Scharley retiró la jarra de los labios, suspiró, se lamió la espuma del labio superior.
– Quieres decirme algo -adivinó-. Habla, pues.
– Nosotros dos -dijo Reynevan frío- simplemente no tenemos nada que ver el uno con el otro.
El demérito hizo un gesto para que le sirvieran otra cerveza, por un momento aparentó no estar interesado más que en la jarra.
– Ciertamente, somos un poco diferentes -reconoció, y dio un trago-. Yo, por ejemplo, no acostumbro a joder hembras ajenas. Si buscamos bien, seguro que encontramos todavía una o dos diferencias más. Eso es normal. Nos crearon a imagen y semejanza, pero el Creador se cuidó de que tuviéramos características individuales. Y alabado sea por ello.
Reynevan agitó las manos, cada vez más enfadado.
– Estoy pensando -estalle)- si no despedirme en nombre del Creador. Aquí, ahora mismo. Para que nos fuéramos cada uno por su lado. Porque la verdad es que no sé en qué me puedes venir bien. Temo que en nada.
Scharley lo miró por encima de la jarra.
– ¿Venir bien? -repitió)-. ¿En qué? Fácil es saberlo. Grita: «¡Ayuda, Scharley!» y la ayuda te será dada.
Reynevan se encogió de hombros y se dio la vuelta con intención de irse. Chocó con alguien. Ese alguien golpeó con tanta fuerza a su caballo que el caballo reculó, lo empujó a un lado y cayó sobre el estiércol.
– ¿Cómo andas con esa pinta, belitre? ¿Adonde vas con ese jamelgo? ¡Esto es una villa y no tu puta aldegüela!
El que lo había empujado e insultado era uno de tres jóvenes hombres de ricos vestidos, a la moda y con elegancia. Los tres eran extraordinariamente parecidos: cada uno llevaba un fez de fantasía sobre unos cabellos peinados con plancha y unos jubones guateados, con unos calados tan densos que sus mangas parecían enormes orugas. Iban vestidos también con unos modernos y ajustados pantalones parisinos llamados miparti, que llevaban las perneras en colores contrastados. Cada uno de ellos portaba un bastón torneado con pomo.
– Jesús, María y todos los santos -dijo el galán, haciendo un molinete con el bastón-. ¡Qué villanos andurrean por esta Silesia, qué salvajes incultos! ¿No habrá quien les enseñe algo de cultura?
– Habremos de tomarnos nosotros mismos ese trabajo -dijo el otro, con idéntico acento galo-. Y conducirlos a Europa.
– Cierto -lo siguió el tercer chulillo, vestido con miparti de color celeste y rojo-. Para principiar, como introducción, le vamos a ondular la piel a la europea a este paleto. ¡Venga, señores, a los palos! ¡Y que nadie haga el vago!
– ¡Hola! -gritó el propietario del puesto de cerveza-. ¡Nada de peleas, señores mercaderes! ¡Que llamo a la guardia!
– Cierra el pico, borrico silesio, o te damos a ti también.
Reynevan intentó levantarse, pero no lo consiguió. Un palo le acertó en el hombro, el segundo le asestó un fuerte golpe en la espalda, el tercero se dirigió a las nalgas. Decidió que no había por qué esperar a más golpes.
– ¡Ayuda! -gritó-. ¡Scharley! ¡Ayuda!
Scharley, que estaba contemplado el incidente con mediano interés, soltó su jarra y se acercó sin apresuramiento.
– Muy divertido.
Los galanes lo miraron y, como a una orden, estallaron en risas. Ciertamente, Reynevan tenía que reconocer que, con sus ropajes rabicortos y bizarros, el demérito no tenía precisamente un aspecto imponente.
– Cristo Jesús -bufó el primer galán, al parecer bastante piadoso-. ¡Pero qué graciosas figuras se encuentra uno en este confín del mundo!
– Éste debe de ser el tonto del pueblo -valoró el segundo-. Se ve por lo raro de sus ropas.
– No es el hábito el que hace al monje -le respondió frío Scharley-. Idos de aquí, si hacéis el favor. Y deprisa.
– ¿Qué?
– Aléjense los señores, por favor -repitió Scharley-. Es decir, idos bien lejos. No tiene que ser a París. Basta con la otra punta del pueblo.
– ¿Qué…?
– Sean tan amables los señores de irse de aquí -repitió Scharley despacio, con paciencia y claridad, como si hablara con niños-. Y de dedicarse a lo que sea que suelan dedicarse. A la sodomía, por ejemplo. Porque en caso contrario los señores serán golpeados y ello concienzudamente. Y antes de que ninguno de los señores alcance a decir credo in Deum patrem omnipotentem.
El primer chulillo meneó el bastón. Scharley evitó el golpe hábilmente, agarró el palo y lo giró, el chulillo dio una voltereta y cayó sobre el barro. Con el bastón, que le había quedado en la mano, el demérito atizó un golpe en la cabeza al otro galán, mandándolo contra el mostrador del cervecero y con un palo rápido como el rayo le dio en la mano al tercero. En aquel momento se levantó el primero y se lanzó contra Scharley, bramando como un bisonte herido. El demérito, sin visible esfuerzo, detuvo la carga con un golpe que hizo doblarse al galán por la mitad. Al mismo tiempo, Scharley lo golpeó con fuerza con el codo en los ríñones y una vez caído le dio una patada en la oreja, se diría que sin ganas. Pero el golpeado se retorció como un gusano y ya no se levantó.