Los dos restantes se miraron el uno al otro y como a una orden sacaron los puñales. Scharley los amenazó con un dedo.
– No lo aconsejo -dijo-. ¡Los cuchillos cortan!
Los chulillos no obedecieron su recomendación.
A Reynevan le parecía que observaba el incidente con atención. Sin embargo, debió de haber algo que no advirtiera, porque no comprendió cómo había pasado lo que pasó. Al contrario que los galanes, que se lanzaban a por él agitando los brazos como molinos, Scharley parecía estar casi inmóvil. Sin embargo, los movimientos que realizó cuando lo alcanzaron eran tan rápidos que escapaban a la vista. Uno de los chulillos cayó de rodillas, inclinó la cabeza casi hasta el suelo y uno tras otro fue escupiendo los dientes en el barro. El otro se sentó y gritó.; Abriendo la boca todo lo que podía, gritaba y lloraba, agudo, modulado, incansable, exactamente como un bebé hambriento. Seguía teniendo su puñal en la mano, pero el cuchillo de su amigo estaba clavado en su muslo, profundamente, hasta la empuñadura dorada.
Scharley miró al cielo, extendió las manos como si quisiera decir «¿no lo había advertido?». Se quitó su ridículo y ajustado jubón. Se j acercó al que escupía los dientes. Con habilidad lo agarró del codo, lo j hizo incorporarse, lo agarró de la manga y con unas cuantas patadas muy precisas sacó al galán de su jubón guateado. Después de lo cual se lo puso él mismo.
– No es el hábito el que hace al monje -dijo, lento y con deleite-, sino la humana dignidad. Pero sólo un hombre bien vestido se siente verdaderamente digno.
Luego se inclinó y le arrancó al chulillo la bolsa de dinero que llevaba cosida al cinturón.
– Rica ciudad, la de Strzegom -dijo-. Rica ciudad. El dinero, vedlo vosotros mismos, está tirado por las calles.
– En vuestro lugar… -dijo, con voz un tanto temblorosa, el propietario del puesto de cerveza-. En vuestro lugar yo huiría, señor. Éstos son ricos mercaderes, huéspedes del poderoso señor Guncelin von Laasan. Bien está lo que les ha pasado, por las riñas que de continuo provocan… Mas mejor es que huyáis, porque don Guncelin…
– … gobierna la villa -terminó Scharley, quitándole el saquete al último de los galanes-. Gracias por la cerveza, buen hombre. Vamos, Reinmar.
Se fueron. El galán del cuchillo en el muslo los despidió con su chillido desesperado, incansable, de bebé.
– ¡Uaa-uaa! ¡Uaa-uaa! ¡Uaa-uaa! ¡Uaa-uaa!
Capítulo décimo
En el que tanto Reynevan como los lectores tienen ocasión de conocer mejor a Scharley, lo que tiene lugar tanto gracias a la común jornada como a los disparejos acaecimientos que la acompañan. Al final aparecen tres brujas, totalmente clásicas, totalmente canónicas y totalmente anacrónicas.
Habiéndose sentado cómodamente en un mocho de árbol cubierto de liquen, Scharley contempló las monedas que acababa de derramar sobre la gorra, sacándolas de la bolsa. No escondía su desagrado.
– A tenor de la ropa y sus formas -refunfuñó-, se hubiera dicho que eran pudientes nuevos ricos. Mas en la bolsa, mira tú mismo, muchacho, vaya mugre. ¡Un cubo de basura! Dos écus, unos cuantos sueldos parisinos recortados, catorce grosches, mediogrosches, pfenniges de Magdeburgo, scotus y chelines prusianos, denarios y taleros, más finos que una hostia, no sé qué otra mierda que ni siquiera consigo reconocer, lo más seguro que falsos. Que me lleven los diablos si no vale más este saquete, cosido con hilos de plata y perlas. No obstante, un saquete no es dinero contante y sonante, ¿dónde lo voy a empeñar? Y estas monedas no alcanzan ni siquiera para un mal caballo. Así los coma la lepra, la ropa de esos bellacos también valía más. Tenía que haberlos dejado en pelotas.
– Entonces -advirtió Reynevan bastante agriamente- en vez de mandar a doce en nuestra persecución el señor Von Laasan habría mandado con toda seguridad a cien. Y no por uno, sino por todos los caminos.
– Mas mandó a doce, así que no divaguemos.
Ciertamente, poco más de media hora después de que ambos dejaran Strzegom por la puerta de Jawor, salieron galopando por el camino una docena de jinetes con los colores de Guncelin von Laasan, noble, señor del castillo de Strzegom y señor de hecho de la villa. Scharley, sin embargo, demostrando una vez más su perspicacia, ordenó a Reynevan poco después de salir que se metieran en el bosque y se escondieran en la espesura. Ahora estaban esperando para asegurarse de que los perseguidores no volvían.
Reynevan suspiró y se sentó junto a Scharley.
– El resultado de haber trabado conocimiento contigo -dijo- es que si esta mañana me perseguían tan sólo los Sterz y los esbirros que ellos habían contratado, ahora por la tarde me pisan los talones además Von Laasan y una mesnada de Strzegom. De miedo pensar en lo que vaya a pasar de aquí en adelante.
– Tú fuiste quien pidió ayuda. -El demérito se encogió de hombros-. Y yo al fin y al cabo me había comprometido a cuidarte y protegerte. Ya lo había dicho, mas tú sin embargo no quisiste recordarlo, incrédulo Tomás. ¿Acaso la prueba de la vista no te convenció? ¿O tienes que tocar también la herida?
– Si hubiera venido antes la guardia -dijo Reynevan con enojo- o los compadres de los apaleados, ciertamente, habría habido qué tocar. O estaría colgando a esta hora. Y tú, mi protector y defensor, estarías colgando a mi lado. En la soga de al lado.
Scharley no respondió, tan sólo se encogió otra vez de hombros y separó las manos. Reynevan sonrió pese a su voluntad. Seguía sin confiar en el extraño demérito y seguía sin entender de dónde salía la confianza que tenía en él el canónigo Otto Beess. No sólo seguía sin acercarse a Adela, sino que, al contrario, se alejaba de ella. A la lista de lugares a los que no podía volver se había añadido Strzegom. Sin embargo, Scharley, para qué decir más, le impresionaba un poco. Reynevan, con los ojos del alma, veía ya cómo Wolfher Sterz se arrodillaba y escupía los dientes uno tras otro. Cómo Morold, que en Olesnica había agarrado de los cabellos a Adela, se sentaba y gritaba: «Uaaua-uaaua».
– ¿Dónde aprendiste a luchar así? ¿En el monasterio?
– En el monasterio -confirmó Scharley sereno-. Créeme, muchacho, los monasterios están llenos de profesores. Casi toda persona que está allí sabe hacer algo. Basta con tener ganas de aprenderlo.
– ¿Con los deméritos, en el Carmelo, era parecido?
– Aún mejor, en lo que se refiere a las ciencias, claro. Teníamos mucho tiempo con el que no sabíamos qué hacer. Sobre todo si a uno no le gustaba el hermano Bernabé. El hermano Bernabé, cisterciense, aunque guapo y suave como una moza, moza no era, hecho que a algunos de nosotros nos estorbaba un tanto.
– Ahórrame los detalles, por favor. ¿Y qué hacemos ahora?
– Siguiendo el ejemplo de los hijos de Aymon -Scharley se levantó y se desperezó-, nos vamos a subir los dos a tu bayo Bayard. Y nos dirigiremos hacia el sur, hacia Swidnica. Campo a través.
– ¿Por qué?
– Pese a habernos hecho con tres bolsas, seguimos teniendo carencia de argentum et aurum. En Swidnica hallaré un antidotum contra esto.
– Preguntaba que por qué campo a través.