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– A Strzegom llegaste por el camino de Swidnica. Hay muchas posibilidades de que nos encontremos allí cara a cara con los que te están buscando.

– Los he perdido. Estoy seguro…

– Ellos cuentan con esa seguridad -lo cortó el demérito-. De tu relato se puede colegir que quienes te persiguen son profesionales. No es fácil perderlos. En camino, Reynevan. Será mejor que antes de que caiga la noche nos encontremos lo más lejos posible de Strzegom y del señor Von Laasan.

– De acuerdo. Será mejor.

La noche los alcanzó entre los bosques, la oscuridad los sorprendió en los alrededores de cierto poblado, el humo se retorcía allí sobre la paja de los tejados y se desenvolvía por los alrededores, mezclándose con la niebla que subía desde los prados. Al principio tenían intención de pernoctar en el pajar de la más cercana de las chozas, enterrados en el cálido heno, pero los perros los sintieron y comenzaron a ladrar de forma tan rabiosa que renunciaron a sus propósitos. Ya casi a ciegas encontraron al borde del bosque un chozo de pastor medio derruido.

En el bosque había todo el tiempo algo que susurraba, algo que piaba, algo que chillaba y gruñía, de vez en cuando se encendían en las tinieblas los pálidos fanales de unos ojos. Seguramente eran los de alguna marta o algún tejón, pero Reynevan, para más seguridad, echó al fuego el último acónito recogido en el cementerio de Wawolnica y añadió algo de pampajarito que había recogido antes de que se hiciera de noche, murmurando al mismo tiempo un hechizo en voz baja. De que aquél hechizo fuera el adecuado o de que lo recordara bien, no estaba completamente seguro.

Scharley lo miró con curiosidad.

– Sigue hablando -dijo-. Cuéntame, Reinmar.

Reynevan ya le había contado a Scharley todos sus problemas durante la «confesión» en el monasterio carmelita, también allí le había narrado a grandes rasgos sus planes e intenciones. Por entonces el demérito no había dicho nada. Por esa razón todavía lo sorprendió más su reacción ahora, cuando comenzaron a hablar de los detalles.

– No querría -dijo, removiendo el fuego con un palito- que el mismo principio de nuestra agradable amistad se viera empañado por la falta de claridad y la insinceridad. Sinceramente y sin rodeos te diré, Reinmar, que tu plan para lo único que vale es para metérselo a un perro en el culo.

– ¿Qué?

– A un perro en el culo -repitió Scharley, modulando la voz como un predicador-. Para eso sirve el plan que me has presentado hace un instante. Siendo un joven avispado e instruido no puedes no saberlo tú mismo. No puedes tampoco contar con que yo vaya a tomar parte en algo así.

– El canónigo Otto Beess y yo te sacamos de detrás de las rejas. -Reynevan, aunque estaba ardiendo de rabia, controló su voz-. No por amistad, desde luego, sino sólo para que tomaras parte. Siendo un demérito avispado no podías no saberlo, allá en el monasterio. Y sin embargo, es ahora cuando me comunicas que no vas a tomar parte. Así que yo también te lo digo sinceramente y sin rodeos: vuélvete a la prisión de los carmelitas.

– Yo sigo estando en la prisión de los carmelitas. Al menos oficialmente. Mas creo que tú eso no lo entiendes.

– Lo entiendo. -Reynevan recordó de pronto la conversación con el carmelita dispensador de arenques-. Comprendo perfectamente también que necesitas la penitencia, porque tras la penitencia nullum crimen, recuperas la gracia y los privilegios. Mas también entiendo que el canónigo Otto te tiene en su mano. Basta con que anuncie que escapaste de los carmelitas y entonces serás un fugitivo para el resto de tu vida. No podrás regresar a tu orden y a tu bonito monasterio. Por cierto, ¿qué orden es y qué monasterio? ¿Puede saberse?

– No se puede. En esencia, querido Reynevan, has comprendido de qué se trata. Cierto, me dejaron salir de los carmelitas un tanto extraoficialmente, de modo que la penitencia aún continúa. Y es verdad que gracias al canónigo Beess la estoy cumpliendo en libertad, por lo que hay que alabar al canónigo, puesto que yo amo la libertad. ¿Por qué iba el piadoso canónigo a arrebatarme lo que me había dado? Al fin y al cabo estoy cumpliendo con mi compromiso.

Reynevan abrió los labios, pero Scharley lo interrumpió de inmediato, y además con énfasis.

– Tu cuentecillo de amor y crimen, aunque conmovedor, digno ciertamente de un Chrétien de Troyes, a mí no me ha conseguido conmover. No me vas a convencer, muchacho, de que el canónigo Otto Beess te enviara a mí para que te ayudara a liberar de su opresión a doncellas en apuros y como cofrade en una venganza de familia. Yo conozco al canónigo. Es un hombre sabio. Te envió a mí para que te salvara. Y no para que ambos pusiéramos la cabeza bajo el hacha. Así que cumpliré lo que el canónigo espera de mí. Te salvaré de tus perseguidores. Y te llevaré seguro hasta Hungría.

– No me iré de Silesia sin Adela. Y sin vengar a mi hermano. No oculto que me vendría bien ayuda, que contaba con ella. Contigo. Mas si no es así, qué se le va a hacer. Ya me las apañaré solo. Tú, en tu lugar, haz lo que desees. Vete a Hungría, a la Rus, a Palestina, a donde quieras. Alégrate de esa libertad que tanto amas.

– Gracias por la sugerencia -respondió Scharley con voz fría-. Pero no la voy a seguir.

– Ah. ¿Y por qué?

– Porque está claro que tú solo no eres capaz. Perderías la cabeza. Y entonces el canónigo se acordaría de la mía.

– Ja. Entonces, si lo que te importa es tu cabeza, no tienes salida.

Scharley calló largo rato. Reynevan, sin embargo, ya lo iba conociendo y no contaba con que aquello fuera el final.

– En lo que se refiere a tu hermano -habló por fin el hasta no hacía mucho prisionero del Carmelo-, voy a mantenerme en mis trece. Aunque no fuera más que por la razón de que no estás seguro de quién lo matara. ¡No me interrumpas! Una venganza de familia es cosa seria. Y tú, como me has reconocido, no tienes ni testigos ni pruebas. Lo único de que disponemos son suposiciones y posibilidades. ¡Te he pedido que no me interrumpas! Escucha. Cabalgaremos, esperaremos, reuniremos información, conseguiremos pruebas, acumularemos medios. Entonces formaremos una partida. Te ayudaré. Si me escuchas, te prometo que saborearás la venganza como se debe saborear. En frío.

– Mas…

– Aún no he terminado. En lo que se refiere a tu elegida, Adela, tu plan sigue siendo para el culo de un perro, mas en fin, yendo hasta Ziebice no damos mucha vuelta. Y allí se aclararán muchas cosas.

– ¿Qué es lo que quieres decir con esto? ¡Adela me ama!

– ¿Acaso alguien ha dicho lo contrario?

– ¿Scharley?

– Dime.

– ¿Por qué tanto el canónigo como tú os empeñáis en que vaya a Hungría?

– Porque está muy lejos.

– ¿Y por qué no a Bohemia? También está lejos. Y yo conozco Praga, tengo amigos allí…

– ¿Qué te pasa, qué no vas a la iglesia? ¿No escuchas los sermones? Praga y la Bohemia entera es un caldero con pez hirviendo, se puede hacer uno una buena quemadura. Y dentro de algún tiempo puede ponerse todavía más divertido. La insolencia de los husitas ha rebasado todas las fronteras, una herejía tan descarada no la aguantan ni el Papa, ni el Luxemburgués, ni el elector de Sajonia, ni los landgraves de Meissen y Turingia, buff, a toda la Europa le sienta como sal en los ojos el cisma husita. Y a no tardar habrá de lanzarse toda la Europa hacia Bohemia en una cruzada.

– Ya ha habido cruzadas antihusitas -advirtió ácido Reynevan-. Ya se lanzó contra Bohemia toda la Europa. Y los husitas le dieron una buena. De cómo le dieron me contó no hace mucho un testigo.

– ¿Fidedigno?

– Se puede decir que hasta proverbial.

– ¿Y qué más da? Le dieron y de ello extrajo consecuencias. Ahora se preparará mejor. Te repito: el mundo católico no aguantará a los husitas. Es sólo cuestión de tiempo.