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Ciertamente, De Barby y Stork le atizaron al viejo unas cuantas patadas de despedida, le escupieron, se subieron al caballo y al cabo los cuatro galopaban, repiqueteando y alzando polvo, en dirección a Jaworowa Góra y Swidnica.

– No nos ha delatado -suspiró Reynevan-. Lo golpearon y lo patearon y no nos ha delatado. Pese a tus burlas, nos ha salvado la limosna dada a un pobre. La misericordia y la generosidad…

– Si Kirieleisón, en vez de tirar del palo, le hubiera dado un scotus, el abuelo nos habría delatado en un santiamén -comentó Scharley con voz gélida-. Vamos. Por desgracia, otra vez cruzando los más incultos campos. Por lo que recuerdo, alguien aquí se vanagloriaba no ha mucho de haber perdido a los perseguidores y haber borrado las huellas.

– ¿Y no sería lo justo -Reyneval dejó pasar el sarcasmo, miró cómo el viejo buscaba la gorra a cuatro patas-, no sería lo justo agradecérselo? ¿Darle algo de propina? Dispones de algunos grosches producto de un robo, Scharley. Muestra algo más de misericordia.

– No puedo. -En los ojos de botella del demérito se encendió una chispa de burla-. Y precisamente de misericordia se trata. Le di al viejo una moneda falsa. Si intenta gastar una, tan sólo le darán de palos. Si lo atrapan con algunas más, lo colgarán. Así que misericordiosamente le ahorraré tal destino. Al bosque, Reinmar, al bosque. No perdamos tiempo.

Cayó una lluvia corta y cálida, y cuando terminó, el húmedo bosque comenzó a sumirse en la niebla. Los pájaros no cantaban. Reinaba el silencio. Como en la iglesia.

– Ese silencio de tumba tuyo -habló por fin Scharley, que iba andando junto al caballo- parece señalar algo. Desaprobación, quizá. Déjame que adivine… ¿Se trata del viejecillo?

– Cierto, de él. Tu proceder no fue correcto. Poco ético, para hablar delicadamente.

– Ja. Alguien que acostumbra a joder mujeres ajenas comienza a hablar de moralidad.

– No compares, haz el favor, son cosas que no son comparables.

– Eso te parece a ti, que no se pueden comparar. Aparte de ello, mi en tu opinión incorrecto proceder fue dictado únicamente por mi preocupación por ti.

– Ciertamente, es difícil entenderlo.

– Te lo aclararé cuando haya ocasión. -Scharley se contuvo-. Por ahora, sin embargo, propondría concentrarse en cosas un tanto más importantes. No tengo ni pajolera idea de dónde estamos. Me he perdido en esta puñetera niebla.

Reynevan se dio la vuelta, miró al cielo. De hecho, el pálido brillo del sol, que hacía un momento era visible a través de la niebla y que les estaba mostrando la dirección, ahora había desaparecido por completo. El denso vaho de la niebla colgaba tan bajo que desaparecían en él hasta las puntas de los árboles más altos. Junto a la tierra, la niebla anegaba los lugares de tal modo que los juncos y los arbustos parecían surgir de un océano de leche.

– En vez de quebrarte los sesos con la suerte de pobres viejos -habló de nuevo el demérito- y emocionarte con dilemas morales, debieras utilizar tus talentos para encontrar el camino.

– ¿Cómo?

– Ahórrame el gesto de cordero degollado. Sabes de sobra de qué estoy hablando.

Reynevan también consideraba que iban a ser necesarios los nudos, sin embargo no se bajó del caballo, vaciló. Estaba molesto con el demérito y quería que se diera cuenta. El caballo bufó, ronqueó, meneó la cabeza, pateó con el casco delantero, el eco de sus pasos se perdió sordo en la espesura cubierta de niebla.

– Percibo humo -afirmó de pronto Scharley-. Por aquí, en algún lugar, hay un fuego. Leñadores o carboneros. Les preguntaremos el camino. Y tus nudos mágicos los dejaremos para mejor ocasión. Tus demostraciones también.

Se movió a paso vivo. Reynevan apenas pudo ir tras él, el caballo seguía remoloneando, se negaba a moverse, bufaba intranquilo, aplastaba con sus cascos champiñones y rúsulas. El suelo, cubierto con una gruesa alfombra de hojas podridas, comenzó de pronto a hundirse, sin saber cómo se encontraron en un profundo barranco. Las paredes del barranco estaba cubiertas de árboles torcidos, inclinados, cubiertos de musgo, sus raíces al aire, liberadas por la tierra caída, tenían el aspecto de monstruosos tentáculos. Reynevan sintió un escalofrío en la espalda, se encogió en la silla. El caballo bufó.

Escuchó una maldición de Scharley por delante de él, en la niebla.

El demérito estaba en un lugar en el que el barranco se dividía en dos direcciones.

– Por aquí -dijo al cabo, con convencimiento, iniciando la marcha.

El barranco se volvía a dividir, se encontraban en un laberinto de cañadas, mientras que el olor del humo, le parecía a Reynevan, llegaba desde todos lados a la vez. Scharley, sin embargo, siguió avanzando derecho y seguro, acelerando el paso sin miedo, hasta comenzó a silbar. Y dejó de hacerlo tan pronto como había empezado.

Reynevan entendió por qué. En el mismo momento en que bajo los cascos del caballo hubo un crujido de huesos.

El caballo relinchó como un loco, Reynevan bajó de un salto, agarró las riendas con las dos manos, justo a tiempo; el bayo, relinchando por el pánico, lo miró con ojos llenos de miedo, retrocedió, pisando con sus pesados cascos, destrozando cráneos, pelvis y tibias. Los pies de Reynevan se enredaron entre las destrozadas costillas de una caja torácica humana, la destrozó a base de rabiosos pisotones. Temblaba de asco. Y de miedo.

– La Muerte Negra -dijo Scharley junto a él-. La peste de mil trescientos ochenta. Entonces morían aldeas enteras, la gente huía a los bosques, mas allí también los alcanzaba la epidemia. A los difuntos se los enterraba en los barrancos, como aquí. Luego alguna fiera desenterraría los cuerpos y desparramaría los huesos…

– Volvamos… -carraspeó Reynevan-. Volvamos lo más deprisa posible. No me gusta este sitio. No me gusta esta niebla. Ni el olor de este humo.

– Miedoso eres como moza -se burló Scharley-. Los muertos…

No terminó. Se escuchó un pitido, un silbido y unas risas, tales que hasta cayeron de rodillas. Por encima del barranco, arrastrando consigo chispas y trenzas de humo, pasó volando una calavera. Antes de que se recuperasen, pasó volando otra, silbando aún más horriblemente.

– Volvamos -dijo Scharley con voz sorda-. Lo más deprisa posible. No me gusta este sitio.

Reynevan estaba completamente seguro de que volvían por sus propias huellas, por el mismo camino por el que habían llegado. Y sin embargo, al cabo se dieron de bruces con la vertical pared del barranco. Scharley, sin decir palabra, se dio la vuelta, dobló por un segundo barranco. A los pocos pasos también allí los detuvo una pared vertical, cubierta de una maraña de raíces.

– Voto al diablo -dijo Scharley, dándose la vuelta-. No entiendo…

– Y yo -gimió Reynevan- me temo que sí…

– No hay salida -bramó el demérito, cuando de nuevo se toparon con un callejón cerrado-. Hemos de volver y atravesar el cementerio. Deprisa, Reinmar. Una, dos.

– Espera. -Reynevan se inclinó, miró, buscando hierbas-. Hay otra forma…

– ¿Ahora? -lo interrumpió Scharley en alta voz-. ¿Sólo ahora? ¡Ahora no hay tiempo!

Sobre el bosque pasó volando con un silbido otra cometa de calavera y Reynevan estuvo al punto de acuerdo con el demérito. Pasaron por el osario. El caballo relinchó, tiró de la testa, se asustó. El olor del humo era cada vez más fuerte. Ya se podía percibir el perfume de las hierbas que había en él. Y algo más, algo inaprensible, nauseabundo. Atemorizador.

Y luego vieron la hoguera.

La hoguera ardía junto a un árbol caído, entre sus enormes raíces. Sobre el fuego había un caldero negro de hollín y que vomitaba nubes de vapor. A su lado había un montón de calaveras. Sobre las calaveras estaba tendido un gato negro. En una posición perezosa, típica de gato. Reynevan y Scharley se quedaron de pie como paralizados. Hasta el caballo dejó de relinchar.