El león muerto, las abejas y la miel, pensó Reynevan, la adivinanza que Sansón les puso a los filisteos. Sansón y la miel… ¿Qué significa esto? ¿Qué simboliza? ¿Quién es el tal Vagabundo?
– Te llama tu hermano. -La voz suave de la médium lo electrizó-. Tu hermano te llama: ve y vuelve. Ve, salta por encima de la montaña. No pierdas tiempo.
Se volvió todo oídos.
– Dice Isaías: reunidos, presos en la mazmorra, encerrados en la cárcel. El amuleto… y la rata… El amuleto y la rata. Yin y Yang, Keter y Malkut. Sol, serpiente y pez. Se abren, se abre la puerta del infierno, en ese momento se derrumba la torre, la turris fulgurata se viene abajo, la torre herida por el rayo. La Narrenturm se deshace en polvo, entierra al loco bajo sus escombros.
Narrenturm, repitió para sí Reynevan. ¡La Torre de los Locos! ¡Dios mío!
– Adsumus, adsumus, adsumus! -gritó de pronto la muchacha, estirándose con fuerza-. ¡Estamos! ¡De la saeta que vuela por el día, sagitta volante in die, guárdate, guárdate! ¡Guárdate del miedo de la noche, guárdate de los seres que habitan en la noche, guárdate del demonio que destruye al sur! Y que grita: Adsumus! ¡Guárdate del Treparriscos! ¡Teme a los pájaros nocturnos, teme a los mudos murciélagos!
Aprovechando la distracción de la pelirroja, Jagna se acercó con cuidado a la damajuana, bebió unos grandes tragos. Tosió y carraspeó.
– Guardaos también -gritó- del bosque de Birnam.
La pelirroja la hizo callar de un codazo.
– Mas los hombres -la adivinadora lanzó un fuerte suspiro- arderán, se quemarán en el paso de fuego. Por error. A causa de un parecido en el nombre.
Reynevan se inclinó hacia ella.
– ¿Quién mató…? -preguntó en voz baja-. ¿Quién tiene la culpa de la muerte de mi hermano?
La pelirroja siseó con rabia, advirtiendo, lo amenazó con el puño. Reynevan sabía que estaba haciendo lo que no se debía hacer, que se arriesgaba a interrumpir el trance sin retorno posible. Pero repitió la pregunta. Obtuvo respuesta de inmediato.
– La culpa la tiene el mentiroso. -La voz de la muchacha cambió de tono a otro más bajo y ronco-. El mentiroso o el que dice la verdad. Dice la verdad. Miente o dice la verdad. Y esto dependiendo de qué opinión tenga de ello. Chamuscado, requemado, abrasado. No abrasado, porque muerto. Muerto enterrado. En poco tiempo desenterrado. Antes de que pasen tres años. Expulsado de la tumba. Buried at Lutterworth, remains taken up and cast out… Navega, navega por un río de cenizas de huesos quemados… De Avon en el Severn, de Severn al mar, del mar al océano… Huid, huid, salvad la vida. Quedan tan pocos de los nuestros.
– Un caballo -introdujo de pronto Scharley sin vergüenza alguna-. Para huir necesito un caballo. Me gustaría…
Reynevan lo hizo callar con un gesto. La muchacha lo miró con ojos ciegos. Él dudó de que fuera a contestar. Se equivocaba.
– Un bayo… -bufó-. Un bayo será.
– Y yo todavía querría… -intentó Reynevan, pero se detuvo, viendo que ya era el final. Los ojos de la muchacha se cerraron, la cabeza le cayó sin fuerza. La pelirroja la sujetó, la depositó delicadamente en el suelo.
– No os retendré más -dijo al caho-. Id por el barranco, doblando sólo a la izquierda, siempre a la izquierda. Encontraréis un bosque de robles, luego una pradera, en ella una cruz de piedra. Frente a la cruz comienza un sendero. Os llevará hasta el camino a Swidnica.
– Gracias, hermana.
– Cuidaos. Quedan tan pocos de los nuestros.
Capítulo decimoprimero
En el que las raras profecías comienzan a cumplirse de formas no menos raras, y Scharley se encuentra con una antigua conocida. Y revela nuevos y hasta ahora ocultos talentos.
Al otro lado del robledal, junto al cruce del camino con el sendero, se elevaba entre altas hierbas una pétrea cruz penitencial, uno de los muchos recuerdos de un crimen que había en Silesia. A juzgar por las señales de erosión y de vandalismo, un crimen antiguo, muy antiguo, puede que más antiguo que el poblado cuyos restos se veían no lejos de allí, en forma de colinas y hondonadas densamente cubiertas de hierba.
– Una penitencia muy tardía -comentó Scharley desde detrás de Reynevan-. Que duró generaciones. Hasta hereditaria, diría yo. El tallar una cruz así lleva la tira de tiempo, así que al final la suele instalar ya el hijo, por lo general, dándole vueltas en la cabeza a quién sería el individuo al que el difunto se cargara y qué fue lo que le movió a éste a arrepentirse en su vejez. ¿Verdad, Reinmar? ¿Qué piensas?
– Yo no pienso.
– ¿Sigues estando enfadado conmigo?
– No lo estoy.
– Ja, entonces vayamos. Nuestras nuevas amistades no mintieron. La trocha frente a la cruz, aunque con toda seguridad recuerda los tiempos de Bolek el Bravo, nos llevará sin duda alguna hasta el camino de Swidnica.
Reynevan espoleó al caballo. Seguía callado, pero esto no estorbaba a Scharley.
– Reconozco que me has impresionado, Reinmar de Bielau. Con las brujas, quiero decir. Echar al fuego un puñado de yerbajos, balbucear chorradas y hechizos, trenzar ramos puede hacerlo, seamos sinceros, cualquier charlatán y cualquier vieja curandera. Pero tu levitación, vaya, no es moco de pavo. Reconócelo, ¿dónde estudiaste en Praga, en la Universidad Carolingia o con los hechiceros bohemios?
– Lo uno -Reynevan sonrió al recordar- no quita lo otro.
– Entiendo. ¿Y todos allí levitaban durante las lecciones?
Sin esperar respuesta, el demérito corrigió su posición sobre las ancas del caballo.
– Sin embargo, no puedo evitar asombrarme -continuó- de que estés huyendo, escondiéndote de tus perseguidores de forma más propia de una liebre que de un mago. Los magos, incluso si han de huir, lo hacen con mayor clase. Medea, por ejemplo, huyó de Corinto en una carroza de la que tiraba un dragón. Atlantes volaba en un hipogrifo. Morgana creaba espejismos. Viviana… No recuerdo lo que hacía Viviana.
Reynevan no dijo nada. Y tampoco él se acordaba.
– No tienes que responder -retomó Scharley con un tono aún mayor de burla en su voz-. Comprendo. Demasiado poco conocimiento y experiencia, no eres más que un simple estudiante de las ciencias ocultas, un simple aprendiz de brujo. Un pollito sin plumas de la magia del que sin embargo surgirá alguna vez un águila blanca, un Merlín, Alberich o Mauris. Y entonces, pobres de…
Se detuvo al ver en el camino lo mismo que Reynevan.
– Nuestras amigas las brujas -susurró- no mintieron, ciertamente. No te muevas.
En mitad de la trocha, con la cabeza baja y mordisqueando hierba, había un caballo. Un gallardo animal de monta, un ligero palefrois de finas cuartillas. De capa de color marrón oscuro, con cola y crines aún más oscuras.
– No te muevas -repitió Scharley, descabalgando con cuidado-. Puede que no se repita una ocasión así.
– Ese caballo -dijo Reynevan con énfasis- es propiedad de alguien. Pertenece a alguien.
– Cierto. A mí. Si no lo espantas. Así que no lo espantes.
A la vista del demérito, que se acercaba despacito, el caballo alzó mucho la cabeza, meneó las crines, lanzó un agudo relincho, sin asustarse sin embargo, permitió que le agarrara de la brida que llevaba. Scharley le acarició los ollares.
– Es propiedad de otra persona -repitió Reynevan-. De otra, Scharley. Habrá que devolvérselo a su propietario.
– Señor, señor… -murmuró bajito Scharley-. Eh, eh… ¿De quién es este caballo? ¿Dónde está el propietario? ¿Ves, Reinmar? Nadie ha dicho nada. Y por tanto res nullis cedit occupanti