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– Scharley…

– Vale, vale, tranquilízate, no tortures a tu delicada conciencia. Devolveremos el caballo a su legítimo propietario. Con la condición de que lo encontremos. De lo cual, ojalá, espero que nos guarden los dioses.

Su deseo evidentemente no llegó a sus destinatarios o no fue escuchado, porque la trocha se llenó de pronto de hombres que llegaron a pie y jadeando y señalaban con el dedo al caballo…

– ¿A vosotros se os ha escapado el bayo? -sonrió Scharley con buenos modos-. ¿Lo estáis buscando? Pues tenéis suerte. Galopaba hacia el norte con todas sus fuerzas. Apenas alcancé a detenerlo.

Uno de los recién llegados, un hombre grande y con barbas, lo contempló con sospecha. A juzgar por sus ropas destrozadas y su desastrosa apariencia era, como el resto, un aldeano. Y como el resto, iba armado con un grueso palo.

– Sujetáraislo -dijo, arrancándole a Scharley las riendas-, sus se agradece. Y agora versus con Dios.

Los otros se acercaron, rodeándoles en un prieto círculo perfumado por los asfixiantes e insoportables hedores típicos de la agricultura. No eran siervos, sino pobres de aldea: pecheros, renteros y pastores a cuenta ajena. Discutir con ellos acerca del hallazgo no tenía sentido, Scharley lo comprendió al punto. Sin decir palabra se abrió paso por entre la gente. Reynevan lo siguió.

– Eh. -Un pastor rechoncho y que olía muy mal agarró de pronto al demérito de la manga-. ¡Compadre Gamrat! ¿Y así los sortais? ¿Sin preguntar quién carajo son? ¿Y no serán por un casual los huidos? ¿Los dos que buscan los de Strzegom? ¿Y que por prenderlos dan dineros? ¿No serán éstos?

Los aldeanos murmuraron. El compadre Gamrat se acercó, lúgubre como la mañana de Todos los Santos, apoyándose en una vara de fresno.

– Igual lo son -bufó con enfado-. Igual no lo son…

– No lo son, no lo son -aseguró Scharley con una sonrisa-. ¿No lo sabéis? A aquéllos ya los atraparon. Y pagaron la recompensa.

– Me paece que mentís.

– Suelta la manga, paisano.

– Y si no, ¿qué?

El demérito lo miró por un instante a los ojos. Luego, con un brusco tirón, le hizo perder el equilibrio y dando una media vuelta lo golpeó en la espinilla, justo bajo la rodilla. El pastor cayó con fuerza y Scharley, de un corto golpe desde arriba, le rompió la nariz. El hombre se agarró el rostro, la sangre brotaba abundante entre sus dedos, llenando de manchas escarlatas la parte delantera de su jubón.

Antes de que los aldeanos pudieran reaccionar, Scharley le arrancó la vara al compadre Gamrat y lo golpeó con ella en la sien. El compadre Gamrat puso los ojos en blanco y cayó en brazos del mozo que estaba a su lado, al tiempo que el demérito golpeaba también a éste. Giró como un abejorro, atizando con el bastón a diestro y siniestro.

– ¡Huye, Reinmar! -gritó-. ¡Pies en polvorosa!

Reynevan espoleó al caballo, dividió a la multitud, pero no acertó a huir. Los aldeanos saltaron como perros, por los dos costados, colgándose de las riendas. Él golpeó como un loco con los puños, pero lo arrancaron de la silla. Golpeó cuanto pudo y dio patadas como una muía, pero también llovieron los golpes sobre él. Oía los gritos rabiosos de Scharley y el seco crujido de los cráneos sobre los que caían los golpes de la vara de fresno.

Lo arrojaron al suelo, lo sujetaron allí y lo aplastaron. La situación era desesperada. Aquello con lo que intentaba luchar no era ya una banda de campesinos, sino un monstruoso ser de muchas cabezas, una hidra de cien pies y cien puños, resbaladiza por la suciedad, que apestaba a estiércol, orina y leche cortada.

Por encima del griterío de la turba y del zumbido de la sangre en sus oídos escuchó de pronto gritos de guerra, el galopar y el relinchar de caballos, y el suelo tembló bajo los cascos. Chasquearon los chuzos, se escucharon gritos de dolor y el monstruo de muchas manos que lo asfixiaba se deshizo en los elementos que lo componían. Los hasta un momento antes agresivos aldeanos conocían ahora en su propio pellejo lo que era la agresión. Los jinetes que cabalgaban por la trocha los rodeaban con sus caballos y los apaleaban sin piedad, con tanta fuerza que las zamarras volaban hechas pedazos. Quien pudo huyó al bosque, pero ninguno de ellos se escapó sin probarlo.

Al cabo se hizo algo el silencio. Los jinetes tranquilizaron a sus caballos, que rebufaban, trotaron por el campo de batalla, buscando a quien dar de palos todavía. Se trataba de una banda bastante pintoresca, gentes con las que había que contar y no se debía bromear, se veía a primer golpe de vista, tanto por la ropa y los atalajes como por sus jetas, las cuales clasificarlas como de proscritas y bandidescas no hubiera causado problema alguno ni siquiera a un fisonomista poco avezado.

Reynevan se levantó. Y se encontró frente a frente con el morro de una yegua de color manzana sobre la que, flanqueada por dos jinetes, iba una robusta, redonda y simpática mujer vestida con un jubón de hombre y con una boina sobre unos cabellos rubio claro. De bajo un haz de plumas de abejaruco que adornaban la boina lo miraban unos ojos avellanados, duros, penetrantes e inteligentes.

Scharley, el cual parecía no haber sufrido mayores lesiones, estaba de pie a un lado y tiró los restos de la vara de fresno.

– Por las ánimas benditas -dijo-. No creo a mis ojos. Y sin embargo no es esto espejismo, no es ilusión. Su merced Dzierzka von Skalka en persona. Bien dice el refrán: el mundo es un pañizuelo…

La yegua color manzana agitó la cabeza, tintinearon los anillos de la boquilla. La mujer la palmeó el cuello, guardaba silencio, contemplando al demérito con una mirada penetrante de sus ojos avellanados.

– Desmejorado estás -dijo por fin-. Y un tanto se te encanecieron los cabellos, Scharley. Hola. Y ahora, vayámonos.

– Estás desmejorado, Scharley.

Estaban sentados a una mesa en un blanco y amplio cuarto lateral de la posada. Una ventana daba al jardín, a torcidos perales, arbustos de endrinas y colmenas rodeadas de abejas. Por la otra ventana se veía un cercado donde habían conducido a los caballos y formado una manada. Entre más de cien rocines predominaban los pesados dextrarii silesios, corceles para jinetes armados de pesada armadura. Había también castellanos, sementales de sangre española, había caballos granpolacos para lanceros, había también caballos de trabajo y de tiro. Entre el bureo de los cascos y de los relinchos, se oían de vez en cuando los gritos y maldiciones del palafrenero, los caballerizos y la escolta de las jetas proscritas.

– Estás desmejorado -repitió la mujer de ojos avellanados-. Y algo como nieve te ha cubierto la testa.

– Qué le vamos a hacer -respondió Scharley con una sonrisa-. Tacitisque senescimus anni Aunque a vos, Dzierzka von Skalka, parece que los años os incrementan la belleza y el encanto.

– No me martirices. Y no me titules, que harás que me sienta un vejestorio. Y ya no soy Von Skalka. Cuando la diñó Von Skalka retomé mi apellido de doncella. Dzierzka de Wirsing.

– Cierto, cierto. -Scharley movió la cabeza-. Así que Zbylut von Skalka, el Señor lo tenga en su gloria, se despidió del mundo. ¿Qué tiempo hace de ello, Dzierzka?

– Para los Inocentes hará dos años.

– Cierto, cierto. Yo por mi parte, en ese tiempo…

– Lo sé -lo cortó ella, lanzó una mirada penetrante a Reynevan-. Aún no me has presentado a tu compañía.

– Soy… -Reynevan dudó por un instante, decidiendo por fin que Lanzarote de la Carreta podría ser, con respecto a Dzierzka de Wirsing, tan poco educado como peligroso-. Soy Reinmar de Bielau.

La mujer guardó un instante de silencio, atravesándolo con la mirada.

– Ciertamente -concedió con énfasis al fin-. El mundo es un pañizuelo… ¿Queréis comer biermousse? Aquí tienen uno excelente. Cuantas veces me detengo aquí, lo como. ¿Queréis probarlo?