– Por supuesto. -Los ojos de Scharley brillaron-. Por supuesto. Gracias, Dzierzka.
Dzierzka de Wirsing dio una palmada, al punto aparecieron los servidores y se pusieron a trajinar. La tratante de caballos debía de ser allí una persona conocida y apreciada, pensó Reinmar, con toda seguridad debía de haberse hospedado con su manada más de una vez, más de un gulden debía de haber dejado en aquella posada no lejos del camino de Swidnica, junto a una aldea cuyo nombre no recordaba. Y que no tenía tiempo de recordar puesto que acababan de servir la comida. Durante un rato Scharley y él sorbieron la sopa, pescaron cuadradlos de queso blanco y trabajaron arduo con las cucharas de madera de tilo, deprisa pero con ritmo, para evitar entrechocarse en el cazuelo. Dzierzka se mantuvo en un silencio lleno de tacto, los miraba, acariciando su jarra llena de fría cerveza.
Reynevan respiró hondo. No había comido nada caliente desde la comida con el canónigo Otto en Strzelin. Scharley, por su parte, clavó los ojos tan significativamente en la jarra de Dzierzka que al poco le trajeron también a él una jarra derramando espuma.
– ¿Adonde os lleva el Señor, Scharley? -habló por fin la mujer-. ¿Y por qué andas dándote de palos con unos pecheros por los bosques?
– Vamos en peregrinación a Bardo -mintió con descaro el demérito-. A Santa María de Bardo, a rezar por la intención de que se arregle el mundo. Y nos atacaron sin dar razón alguna. Ciertamente está el mundo lleno de indignidad y por los caminos y los bosques más fácil es encontrarse picaros que priores. Los tales plebeyos nos atacaron, repito, sin motivo, llevados de una pulsión pecaminosa de hacer el mal. Mas nosotros perdonamos a nuestros deudores…
– A los campesinos -Dzierzka interrumpió su torrente de palabras- los contraté yo para que nos ayudaran a buscar al alazán que había huido. Que gente son de mala condición, lo concedo. Mas luego chamullearon algo de unos huidos y no sé qué de unas recompensas…
– Fantasías de cabezas huecas y blandos sesos -suspiró el demérito-. Quién será capaz de adivinar…
– Anduviste encerrado en la penitencia monacal, ¿verdad?
– Verdad.
– ¿Y qué?
– Y nada. -El rostro de Scharley ni tembló-. Un aburrimiento. Cada día igual que el anterior. En círculo. Matutinum, laudes, prima, tercia, luego Barnabás, sexta, nona, luego Barnabás, víspera, collationes, completas, Barnabás…
– Deja de dar esquinazo. -Dzierzka lo interrumpió de nuevo-. Bien sabes de qué hablo, di pues: ¿fugástete? ¿Te persiguen? ¿Precio han puesto a tu cabeza?
– ¡Dios nos guarde! -Scharley adoptó un gesto como de indignado por la suposición-. Me dejaron libre. Nadie me persigue, nadie me acosa. Soy un hombre libre.
– Cómo pude olvidarlo -respondió ella con énfasis-. Mas en fin, sea, habré de creerlo. Y si lo creo… entonces la consecuencia de ello está clara.
Scharley alzó las vejas por encima de la cuchara que estaba lamiendo, mostrando su curiosidad. Reynevan se removió intranquilo en el banco. Como resultó, con razón.
– La consecuencia de ello está clara -repitió, mirándolo, Dzierzka de Wirsing-. Entonces es el joven señor Reinmar de Bielau quien es objeto de persecución y acoso. Que no lo acertara al punto, rapaz, es cosa de que en tales menesteres pocas veces yerras si apuestas por Scharley. Ay, ay, encontró el zapato su horma…
Se levantó de pronto, se acercó a la ventana.
– ¡Eh, tú! -gritó-. ¡Sí, tú! ¡Arrapiezo de mierda! ¡Metepatas con escrófulas! ¡Polla torcida! ¡Si aporreas otra vez al caballo, mandaré que te arrastren por la plaza!
Volvió a la mesa, unió los brazos por bajo su bamboleante busto.
– Perdonad. Mas de todo he de cuidar yo misma. No más aparto el ojo, ya están liándola, los caganíos éstos. ¿Dónde estábamos? Ah, sí. Que os habéis juntado dos buenas piezas.
– Así que lo sabes.
– Por supuesto. Corren rumores por doquier. Kirieleisón y Walter de Barby rondan por los caminos. Wolfher Sterz cabalga por Silesia junto con seis hombres, busca, pregunta, amenaza… No es menester cargar los hombros, Scharley, y tú te inquietas sin razón, muchacho. Conmigo estáis seguros. Nada me importan los escándalos de amores ni las disputas de familia, los Sterz no me son ni parientes ni amigos. Al contrario que tú, Reinmar Bielau. Puesto que tú y yo, quizá esto te maraville, estamos emparentados. No abras tanto la boca. En fin, yo soy de domo Wirsing, de los Wirsing de Reichwalde. Y los Wirsing de Reichwalde están emparentados a través de los Zedlitz con los Nostitz. Y tu abuela era una Nostitz.
– Eso es cierto. -Reynevan venció su asombro-. En verdad, señora, estáis puesta en parentescos…
– Alguna cosilla sé -lo cortó la mujer-. A tu hermano, Peter, lo conocía bien. Amigo era de Zbylut, el mi esposo. No una sino muchas veces fue huésped nuestro en Skalka. Acostumbraba a montar caballos de las cuadras de Skalka.
– Habláis en tiempo pasado. -Reynevan se entristeció-. Entonces, sabéis ya…
– Lo sé.
El silencio que reinó durante un instante lo quebró Dzierzka de Wirsing.
– Lo lamento sinceramente -dijo, y su serio rostro confirmó su sinceridad-. Lo que acaeció en Balbinów es también para mí una tragedia. Conocía y amaba a tu hermano. Siempre lo valoré por su cordura, su mirada serena, porque nunca hizo de sí un noble creído. Qué más hay que decir que, gracias al ejemplo de Peterlin, mi Zbylut cobró algo de razón. Bajó al suelo la nariz que antes, en gesto de señoritingo, tenía mirando al cielo, y vio cómo tenía los pies. Y principió a criar caballos.
– ¿Así fue?
– Ciertamente. Antes Zbylut de Skalka era un señor, un noble, de una familia de la Pequeña Polonia bien conocida, hasta al parecer parientes lejanos de los mismos Melsztynski. Caballero con escudo propio, de ésos que ya conocéis: en el pecho las armas de Leliwa y bajo la Leliwa, los pantalones remendados. Y he aquí que Peter de Bielau, otro miles mediocris, orgulloso mas pobre, métese en negocios, construye el tinte y el batán y hace venir a maestros de Gante y de Ypres. Sin atañerle lo que digan otros caballeros, gana dinero. ¿Y qué? Al poco es un verdadero noble, poderoso y rico, y los gentilhombres que de él se burlaban inclínanse ahora ante él y babean sonrientes para que les haga la merced de prestarles algunos cuartos…
– Peterlin. -Los ojos de Reynevan lanzaron destellos-. ¿Peterlin prestaba dinero?
– Sé lo que te sospechas. -Dzierzka lo miró con expresión sagaz-. Mas lo dudo. Tu hermano sólo prestaba a gentes por él bien conocidas y de confianza. Por la usura se las puede ver uno con la Iglesia. Peterlin cobraba intereses pequeños, hasta incluso la mitad de lo que cobran los judíos. Mas no es fácil defenderse de una acusación. Y en lo que respecta a tus sospechas… Ja, ciertamente no faltan quienes, por no poder o no querer satisfacer una deuda, prestos están a matar. Mas las gentes a las que tu hermano prestaba no se cuentan entre ellos. Así que ésta es una pista falsa, pariente.
– Sin lugar a dudas. -Reynevan apretó los labios-. No hay porqué multiplicar las sospechas. Yo sé quién y por qué mató a Peterlin. En lo que a ello respecta no albergo duda alguna.
– Estás pues en minoría -dijo la mujer con voz gélida-. Pues la mayoría las tiene.
De nuevo Dzierzka de Wirsing interrumpió el silencio.
– Corren rumores -repitió-. Mas sería gran locura, una estupidez incluso, lanzarse a la venganza y el desquite fundamentándose en tales tontunas. Digo esto para el caso de que por albur no albergarais intención alguna de encaminaros a Nuestra Señora de Bardo sino que tuvierais intenciones y planes bien distintos.
Reynevan hizo como si su atención estuviera completamente absorbida por una mancha de agua en el suelo. Scharley tenía un gesto inocente como el de un niño.
Dzierzka no apartó de ambos sus ojos almendrados.