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– En lo tocante a la muerte de Peterlin -siguió al cabo, bajando la voz-, dudas hay. Y bastante serias. Porque habéis de saber que una extraña epidemia se extiende por la Silesia. Una rara peste ha caído sobre patronos y mercaderes, que tampoco respeta a las nobles cabezas. Mueren las personas de enigmática muerte…

– El señor Bart -murmuró Reynevan-. Don Bart de Karczyn…

– El señor Von Bart. -Ella había escuchado el nombre y asintió-. Y anteriormente don Czambor de Heissenstein. Y antes que él dos plateros de Otmuchów, he olvidado los sus nombres. Thomas Gernrode, maestro del gremio de los talabarteros de Nysa. Don Fabián Pfefferkorn de la sociedad mercantil de Niemodlin, mercader de plomo. Y últimamente, no hace ni una semana, Nicolás Neumarkt, mercator de paños de Swidnica. Una verdadera peste…

– Dejadme que lo adivine -habló Scharley-. Ninguno de los mentados murió de viruela. Ni de vejez.

– Lo adivinaste.

– Seguiré adivinando: no llevas una escolta más numerosa de lo habitual por casualidad. No por casualidad está compuesta por bandidos armados hasta los dientes. ¿Adonde te diriges, has dicho?

– No lo he dicho -cortó-. He traído a colación el tal asunto para que comprendierais cuan importante es. Para que comprendierais que lo que está pasando en la Silesia no es culpa, ni aún queriéndolo, de los Sterz. Ni se le puede cargar con ello a Kunz Aulock. Puesto que comenzó mucho antes de que prendieran al joven señor de Bielau en la cama de la señora de Sterz. Merece la pena que lo recordéis. Yo ya no tengo más que decir.

– Demasiado has dicho para no terminar. -Scharley no bajó los ojos-. ¿Quién mata a los mercaderes silesios?

– Si lo supiéramos -los ojos de Dzierzka de Wirsing ardieron con amenaza-, ya no mataría. Mas no temáis, lo sabremos. Vosotros manteneos lejos de esto.

– ¿Os dice algo -introdujo Reynevan- el nombre de Horn? ¿Urban Horn?

– No -respondió, y al punto Reynevan supo que mentía. Scharley lo miró y en sus ojos Reynevan leyó la recomendación de no seguir preguntando.

– Manteneos lejos -repitió Dzierzka-. No es cosa segura. Y vosotros tenéis, de creer los rumores, suficientes apuros propios. Las gentes dicen que los Sterz están harto emperrados en prenderos. Que Kirieleisón y Stork rondan como lobos, que están ya tras la pista. En fin, que don Guncelin von Laasan puso precio a dos picaros…

– Rumores -la interrumpió Scharley-. Habladurías.

– Puede ser. Pese a ello, más de uno ha acabado en el cadalso. Así que aconsejaría mantenerse bien lejos de los caminos reales. Y en vez de ir a Bardo, adonde al parecer os encamináis, aconsejaría también alguna otra villa, más lejana. Por ejemplo, Bratislava. O Esztergom. Buda, en fin.

Scharley hizo una atenta reverencia.

– Valioso consejo -dijo-. Se agradece. Mas la Hungría esta lejos, je… Y yo voy a pie… Sin caballo…

– No mendigues, Scharley. No va contigo… ¡Joder!

Otra vez se levantó, se acercó a la ventana, otra vez lanzó improperios contra alguien que trataba con descuido a los caballos.

– Salgamos -dijo, colocándose el pelo, el busto ondulando-. Como no aguaite yo misma, los hideputas me despeazan a los caballos.

– Bonita manada -apreció Scharley cuando salieron-. Hasta para los establos de Skalka. No pocos dineros te aguardan. Si los vendes.

– No hay de qué preocuparse. -Dzierzka de Wirsing miró a sus rocines con agrado-. Hay demanda de castellanos, itera de animales de trabajo. En tratándose de caballos, los señores caballeros se olvidan de cerrar la bolsa. Sabéis cómo es eso: en la aceifa todos quieren alardear de su caballo propio y su propia mesnada.

– ¿Qué aceifa?

Dzierzka carraspeó, miró a su alrededor. Luego frunció los labios.

– Por las intenciones del arreglo de este mundo.

– Ah -adivinó Scharley-. Los bohemios.

– De ello mejor no hablar en voz alta. -La tratante de caballos. torció los labios aún más-. Al parecer el obispo de Wroclaw se ha echado con ganas sobre los herejes locales. En el camino, de cada villa que pasamos, cargadas estaban las horcas bajo el peso de los ahorcados. Y de cenizas las hogueras.

– Mas nosotros no somos herejes. ¿Qué hemos de temer?

– Cuando se castran caballos -dijo Dzierzka con conocimiento del asunto-, no estorba cuidar los propios güevos.

Scharley no dijo nada. Estaba ocupado en observar a unos cuantos hombres armados que estaban sacando de una choza un carro cubierto con una lona negra de pez. Engancharon dos caballos al carro. Luego, espoleados por un gordo sargento, los hombres sacaron y cargaron bajo la lona un gran cofre cerrado con candado. Por fin, salió de la taberna un individuo alto con una gorra de castor y una capa con cuello de castor.

– ¿Quién es? -se interesó Scharley-. ¿Un inquisidor?

– Cerca has estado -respondió Dzierzka de Wirsing a media voz-. Es el alcabalero. Recauda el impuesto.

– ¿Qué impuesto?

– Especial, de una vez. Para la guerra. Contra los herejes.

– ¿Los bohemios?

– ¿Es que hay otros? -Dzierzka volvió a torcer el morro-. Mas el impuesto lo acordaron los señores en las cortes de Frankfurt. Las fortunas mayores de dos mil gúldenes han de pagar un gulden, las menores, medio. Todo escudero de familia noble ha de dar tres gúldenes, un caballero cinco, un barón diez… Todos los sacerdotes han de dar cinco de cada cien de sus ingresos anuales, los que no tengan ingresos, dos grosches…

Scharley mostró sus blancos dientes en una sonrisa.

– Con toda seguridad habrán declarado falta de ingresos todos los sacerdotes. Con el mencionado obispo vratislaviano a la cabeza. Y sin embargo cuatro fuertes mozos fueron precisos para alzar la cajilla. Por su parte, conté sólo ocho de escolta. Extraña que tan serio peso lo vigile tan poca gente.

– La escolta se cambia -le aclaró Dzierzka-. En todo el recorrido. El caballero al que pertenezca el señorío ha de poner los infantes. Por eso ahora hay tan pocos. Esto es, Scharley, como con el paso de los judíos por el mar Rojo. Los judíos han pasado, los egipcios todavía no han llegado…

– Y el mar ya se ha apartado. -Scharley también conocía el chiste-. Entiendo, en fin, Dzierzka, hay que despedirse. Gracias muchas por todo.

– Luego me lo agradecerás. Porque ahora haré que te preparen un caballejo. Para que no tengas que mortificarte los pies. Y para que tengas alguna posibilidad cuando te alcancen los perseguidores. Ni se te ocurra pensar que lo hago por misericordia y bondad de corazón. Me devolverás el dinero cuando puedas. Cuarenta gúldenes renanos. No pongas esa cara. ¡Es un precio como de hermana! Agradecido debieras estar.

– Y lo estoy. -El demérito sonrió-. Lo estoy, Dzierzka. Muchísimas gracias. Siempre se puede contar contigo. Y para que no se piense que soy un aprovechado, he aquí un regalo para ti.

– Unas bolsitas. -Dzierzka afirmó el hecho con voz gélida-. No son feas. Cosidas con hilo de plata. Y con perlas. Y hasta son bonitas. Aunque falsas. Mas, ¿por qué razón me das tres?

– Porque soy generoso. Y eso no es todo. -Scharley bajó la voz, miró alrededor-. Has de saber, Dzierzka, que el aquí presente Reinmar tiene ciertas… hummm… habilidades. Poco comunes, por no decir… mágicas.

– ¿Eh?

– Scharley exagera. -Reynevan se enfureció-. Soy médico, no mago…

– Justo -le quitó la palabra el demérito-. Si necesitaras algún elixir o filtro… De amor, pongamos… Un afrodisiaco… Algo para la potencia…

– Para la potencia -repitió ella pensativa-. Humm… Podría venir bien…

– Pues mira. ¿No lo dije?

– … para los sementales -terminó Dzierzka de Wirsing-. Yo, para el amor, me basto sola. Y aún me las pinto bien gallardamente sin nigromancias.

– Por favor, dadme recado de escribir -dijo Reynevan al cabo de un momento de silencio-. Escribiré una receta.