El preparado caballejo resultó ser aquel gallardo bayo palefrois, el mismo que habían hallado en la trocha. Reynevan, el cual al principio más bien había dudado de las profecías de las brujas del bosque, ahora se quedó pensativo. Scharley saltó al caballo y galopó por el corral. El demérito mostró un talento más: guiado por mano firme y fuertes rodillas, el bayo trotó como un reloj, alzando las patas bellamente y manteniendo la cabeza alta, mientras que en la elegante y relajada posición de Scharley el mayor conocedor y maestro de la hípica no hubiera hallado nada que criticar. Los mozos de establo y la soldadesca de la escolta aplaudieron. Hasta la bien controlada Dzierzka de Wirsing chasqueó la lengua.
– No sabía que tan buen cabalgador era -murmuró-. Ciertamente, no le faltan talentos.
– Cierto.
– Por tu parte, pariente -se dio la vuelta-, ten cuidado. Persiste la caza de emisarios husitas. Ahora se mira con más atención a forasteros y viajeros y a quienes se mira se los delata al punto. Puesto que quien no delata, él mismo cae bajo sospecha. Y tú no sólo eres forastero y viajero, sino que además tu nombre y apellido se hicieron tan famosos en la Silesia que cada vez más gente tiene los oídos prestos a oír Bielau. Invéntate algo. Llámate… Humm… Para que tu nombre al menos quede y no te equivoques por un casual… Que sea entonces… Reinmar von Hagenau.
– Pero si así se llamó un famoso poeta… -sonrió Reynevan.
– No refunfuñes. Y al cabo, tiempos son éstos difíciles. ¿Quién en tales tiempos podrá recordar el apellido de un poeta?
Scharley terminó su demostración con un galope corto pero muy enérgico, y luego sujetó al caballo de tal forma que hasta saltó la grava. Cabalgó, obligando al bayo a un paso tan bailón que de nuevo le aplaudieron.
– Una bestia gallarda -dijo, palmeando al rocín en el cuello-. Y brava. Una vez más, Dzierzka, gracias. Adiós.
– Adiós. Y que Dios os guarde.
– Hasta la vista.
– Hasta la vista. Ojalá que en mejores tiempos.
Capítulo decimosegundo
En el cual, en la vigilia de San Gil, que cae en viernes, Reynevan y Sckarley comen el almuerzo del tiempo de ayuno en un monasterio de benedictinos. Tras la colación exorcizan a un diablo. Con consecuencias completamente inesperadas.
Oyeron el monasterio antes de verlo porque, escondido en el bosque, resonaron de pronto profundas y melodiosas sus campanas. Antes de que se disipara el sonido de las campanas, aparecieron entre las hojas de los alisos y los ojaranzos los tejados de un edificio rodeado por un muro, que se reflejaba en el agua de unos estanques, poblados de lentejas e isoetes, pero serenos como espejos, apenas agitados a veces por unos círculos concéntricos causados por el movimiento de grandes peces al alimentarse. En los juncales croaban las ranas, graznaban los patos, chillaban y chapoteaban las pollas de agua.
Los caballos iban al paso por un camino flanqueado de árboles que coronaba un dique reforzado.
– Allí -señaló Scharley, de pie sobre los estribos-. Allí tenemos un monasterio. Me gustaría saber de qué regla. Dice el conocido versillo:
Bernardus valles, montes Benedictus amabat,
Oppida Franciscus, celebres Dominicus urbes.
«Mas aquí parece que alguien ama los pantanos, los estanques y los diques. Aunque con toda seguridad no es amor a los estanques y los diques, sino más bien a las carpas. ¿Qué piensas, Reinmar?
– Yo no pienso.
– ¿Pero una carpa te comerías? ¿O una tenca? Hoy es viernes y los monjes han tocado a nonas. ¿No irán a comer alguna cosilla?
– Lo dudo.
– ¿Por qué y qué cosa?
Reynevan no respondió. Miró el portón semiabierto del monasterio, del que salió un caballo pío con un monje en la silla. El monje lanzó al caballo a un fuerte galope nada más cruzar el portón, lo que terminó mal. Aunque el caballo pío distaba de ser un andaluz o el dextrarius de un lancero, resultó ser fogoso y resabiado, y el monje -benedictino, como se veía por su hábito- no pecaba al menos de habilidad como jinete. Para colmo se había subido al pío calzado con unas sandalias que ni a tiros se querían quedar en los estribos. Habiendo circulado como un cuarto de legua, el caballo se dobló y el monje voló de la silla y dio volteretas junto a un sauce, mostrando sus muslos al desnudo. El pío retozó, relinchó, satisfecho de sí mismo, tras lo cual, a paso ligero, corrió por el dique en dirección a los dos viajeros. Al pasar a su lado, Scharley lo cogió de las riendas.
– ¡Mira no más a este centauro! -dijo-. Bridas de soga, una gualdrapa por silla y las cinchas de harapos. No sé si acaso las reglas de San Benito de Nursia permiten el montar a caballo o no. Mas algo así debiera estar prohibido.
– Tenía prisa. Se veía claramente.
– Eso no es excusa.
Al monje, como antes al monasterio, lo escucharon antes de verlo. Estaba sentado entre las bardanas y, con la cabeza apoyada en las rodillas, lloraba amargamente, sollozaba de tal modo que partía el corazón.
– Vaya, vaya -habló Scharley desde lo alto de su montura-. No hay por qué derramar lágrimas, hermano. No se perdió nada. El caballejo no ha huido, aquí lo tenemos. Y ya aprenderá el hermano a montar a caballo. Tiempo, por lo que veo, tendréis muchísimo.
Ciertamente, Scharley tenía razón. El monje era un monjillo. Un novicio. Un chavalillo al que le temblaban las manos, los labios y el resto de la cara a causa de los sollozos.
– El hermano… Deodato… -gimió-. El hermano… Deodato… Va a morir… Por mi culpa…
– ¿Qué?
– Por mi culpa… Va a morir… Fallé… Fallé…
– ¿Ibas a por el galeno? -se imaginó Reynevan al punto-. ¿Para un enfermo?
– El hermano… -sollozó el muchacho-. Deodato… Por mi culpa…
– ¡Habla más claro, hermano!
– ¡Un mal espíritu -gritó el monjillo, alzando sus ojos enrojecidos- ha entrado en el hermano Deodato! ¡Y lo poseyó! Y el abad me mandó que con la lengua fuera… que corriera presto con la lengua fuera a Swidnica, a los hermanos canónigos… ¡a por un exorcista!
– ¿No había en el monasterio mejor jinete?
– No había… Puesto que yo soy el más joven… ¡Ay de mí, infortunado!
– Más bien afortunado -dijo Scharley con gesto serio-. Cierto, más bien afortunado. Busca, muchacho, entre la hierba tus sandalias y corre al monasterio. Anuncíale al abad la buena nueva. Que vuestro monasterio está protegido por la gracia de Dios. Que te encontraste en el dique al maestro Benignus, conocido exorcista al que de seguro un ángel lo envió en esta dirección.
– ¿Vos, buen señor? Sois vos…
– Corre, he dicho. Ve al abad con la lengua fuera. Anúnciale que llego.
– Dime que he oído mal, Scharley. Dime que te equivocaste al hablar. Que no dijiste en absoluto lo que dijiste hace un instante.
– O sea, ¿el qué? ¿Que voy a exorcizar al hermano Deodato? Pues lo voy exorcizar, por supuesto. Con tu ayuda, muchacho.
– Oh, no, eso no. Conmigo no cuentes. Yo ya tengo sin ello problemas de sobra. No necesito nuevos.
– Yo tampoco. En vez de ello me son necesarios comida y dinero. Comida lo mejor ahora mismo.
– Es la idea más tonta de todas las ideas tontas posibles -afirmó Reynevan, pasando la mirada por el huerto del monasterio bañado por el sol-. ¿Eres consciente de lo que haces? ¿Sabes cuál es el castigo para quien se hace pasar por clérigo? ¿Por exorcista? ¿Por algún maldito magister Benignus?
– ¿Qué es eso de hacerme pasar? Soy clérigo. Y exorcista. Es una cuestión de fe y yo creo. Creo en que lo voy a conseguir.
– Te estás burlando de mí.
– Para nada. Comienza a prepararte espiritualmente para la tarea.