Выбрать главу

– No voy a tomar parte en algo así.

– ¿Y por qué? Eres médico, ¿no? Hay que ayudar al que sufre.

– A él. -Reynevan señaló en dirección a la enfermería de la que acababan de salir y en la que yacía el hermano Deodato-. A él no se le puede ayudar. Es un letargo. El monje está aletargado. En coma. ¿No has oído que los monjes han dicho que lo intentaron despertar pinchándolo en el talón con un cuchillo al rojo? Así que se trata de algo parecido al grana mal, la gran enfermedad. Tocado por el mal está aquí el cerebro, spiritus animalis. He leído sobre ello en el Canon medicinae, de Avicena, también en Razes y Averroes… Y sé que no se puede curar. No se puede más que esperar…

– Cierto, se puede esperar -lo interrumpió Scharley-. ¿Mas por qué con las manos cruzadas? ¿Sobre todo si se puede actuar? ¿Y ganar dinero con ello? ¿Sin perjuicio para nadie?

– ¿Sin perjuicio? ¿Y la ética?

– No acostumbro a hablar de filosofía con la tripa vacía. -Scharley se encogió de hombros-. Hoy por la tarde, sin embargo, cuando esté saciado y embriagado, te elucidaré los principia de mi ética. Y te asombraré con su sencillez.

– Esto puede acabar mal.

– Reynevan. -Scharley se dio la vuelta con brusquedad-. Voto al diablo, piensa positivamente.

– Precisamente eso hago. Pienso que va a acabar mal.

– Pues piensa lo que quieras. Mas ahora haz la merced de cerrar el pico, que se acercan.

Ciertamente, el abad se estaba acercado, asistido de algunos monjes. El abad era bajito, redondo y rechoncho, sin embargo su aspecto bonachón y honesto lo destruía una boca deformada en una mueca y unos ojos astutos. Los cuales saltaban ágiles de Scharley a Reynevan. Y de vuelta.

– ¿Y qué decís? -preguntó, guardando las manos bajo el escapulario-. ¿Qué le pasa al hermano Deodato?

– Tocado por el mal -anunció Scharley, abriendo los labios con orgullo- está el spiritus animalis. Es algo parecido al grana mal, la gran enfermedad, descrita por Avicena, hablando pronto y maclass="underline" el Toju Va Boju. Habéis de saber, reverende pater, que la cosa no tiene buen aspecto. Pero se intentará.

– ¿Qué se intentará?

– Expulsar del poseído al mal espíritu.

– ¿Tan seguro estáis -el abad torció el cuello- de que es una posesión?

– Seguro -la voz de Scharley era muy fría- que no se trata de una cagalera. La cagalera tiene otros síntomas.

– Mas vosotros -la voz del abad seguía manteniendo una nota de sospecha- no sois clérigos.

– Lo somos. -Scharley no movió ni una pestaña-. Ya se lo expliqué al hermano de la enfermería. Y que llevamos ropas de seglar, es un camuflaje. Para burlar al diablo. Para pillarlo por detrás, por así decirlo.

El abad los escudriñó con ojos astutos. Ay, qué mal, qué mal, pensó Reynevan, tonto no es. Esto puede terminar verdaderamente mal.

– De modo que -el abad no apartaba la vista de Reynevan, sondeándole-, ¿cómo vais a proceder? ¿Siguiendo a Avicena? ¿O quizá según las recomendaciones de San Isidoro de Sevilla contenidas en su famosa obra cuyo título…? Oh, no me acuerdo… Mas vos, ilustrado exorcista, con toda seguridad lo sabéis…

– Etymologiae. -Tampoco esta vez a Scharley le temblaron los párpados-. Ciertamente, usaré de la ciencia contenida en ellas. Del mismo modo que del De natura rerum, del mismo autor. Y del Dialogus magnas visionum atque miraculorum de Cesar de Heisterbach. Y del De universo de Rábano Mauro, el arzobispo de Maguncia.

La mirada del abad se suavizó un tanto, pero se veía que no lo había abandonado del todo la sospecha.

– Que entendéis de letras es difícil de negar -dijo, con retintín-. Habéis sabido demostrarlo. ¿Y ahora qué? ¿Pediréis pitanza por delante? ¿Y bebida? ¿Y la paga por adelantado?

– De paga no se ha de hablar. -Scharley se incorporó tan orgullosamente que a Reynevan lo embargó una verdadera admiración-. No se ha de hablar de grosches, puesto que yo no soy mercader ni usurero. Me contentaré con una limosna, alguna dádiva modesta, y no por adelantado, sino una vez terminada la tarea. En lo que se refiere a la pitanza y la bebida, os recordaré, reverendo padre, las palabras del evangelio: los malos espíritus se expulsan sólo con oración y ayuno.

El rostro del abad se iluminó y la dureza hostil desapareció de sus ojos.

– Ciertamente -dijo-, veo que hemos topado con cristianos derechos y temerosos de Dios. Y ciertamente os digo: el evangelio es el evangelio pero, con perdón, no se mete uno en faena con las tripas vacías. Os invito al prandium. A un modesto prandium pascual puesto que hoy es feria sexta, viernes. Hay aleta de castor en salsa…

– Vos primero, venerable padre abad. -Scharley tragó saliva con sonoridad-. Vos primero.

Reynevan se limpió la boca y ahogó un eructo. La aleta de castor, o sea, la cola, cocida en salsa de rábano resultó ser, servida con grano de alforfón, una verdadera delicia. Reynevan había oído hablar de aquella especialidad, sabía que en algunos monasterios se comía durante el ayuno pascual, puesto que por causas desconocidas y perdidas en la oscuridad de los siglos se la consideraba algo parecido al pescado. Era sin embargo una delicatessen bastante rara, no todas las abadías tenían en sus alrededores colas de castor ni todas disponían del privilegio de su captura. Sin embargo, el gran gozo de la degustación del riquísimo plato había quedado deslucido por el pensamiento lleno de desasosiego de la tarea que les estaba esperando. Mas, pensó, mientras arrebañaba escrupulosamente la escudilla con un pedazo de pan, lo que me he comido, eso ya no me lo quita nadie.

Scharley, quien en un abrir y cerrar de ojos había dado cuenta de una porción bastante pequeña -puesto que era tiempo de ayuno-, peroraba poniendo gesto de gran ilustrado.

– En lo que se refiere a la posesión diabólica -relataba-, diversas son las opiniones de las autoridades en la materia. Las más importantes, de las que no me atrevo a dudar, las conocen también vuesas mercedes, son los santos padres y doctores de la Iglesia: sobre todo Basilio, Isidoro de Sevilla, Gregorio de Nazianz, Cirilo de Jerusalén y Efraím el Sirio. Con toda seguridad os son conocidas las obras de Tertuliano, Orígenes y Lactancio. ¿Cierto?

Algunos de los benedictinos presentes en el refectorio asintieron con entusiasmo, otros bajaron la cabeza.

– Son éstas sin embargo fuentes de general conocimiento y por ello un exorcista que se precie no puede limitar a ellas su ciencia.

Los monjes asintieron de nuevo, mientras comían con aplicación los últimos restos de alforfón y de salsa que quedaban en las escudillas. Scharley se incorporó, carraspeó.

– Yo -anunció, no sin orgullo- conozco los Dialogus de energía et operatione daemonum de Michael Psellos. Conozco fragmentos del Exorcisandis obsessis a daemonio, obra del Papa León III, ciertamente hay provecho cuando los sucesores de Pedro toman la pluma. Leí repetidas veces el Picatrix, traducido del árabe por Alfonso el Sabio, el ilustrado rey de León y Castilla. Conozco las Orationes contra daemoniacum y Flagellum daemonum. Conozco también el Libro de los secretos de Enoch, mas en esto no hay de lo que alabarse puesto que todos lo conocen. Por su parte mi asistente, el bravo maestro Reinmar, ha profundizado incluso en los libros sarracenos, aunque consciente era del peligro que conlleva el contacto con la necromancia pagana.

Reynevan enrojeció. El abad sonrió amistosamente, tomándolo como una prueba de modestia.

– ¡Ciertamente! -proclamó-. Vemos que son vuesas mercedes varones letrados y versados exorcistas. Curioso estoy por saber qué número de diablos tenéis en vuestro haber.