– En verdad -Scharley bajó los ojos, modesto como una novicia- que no puede medírseme con records. El mayor número de diablos que me fuera dado expulsar de una tacada ha sido de nueve.
– Cierto -el abad se ensombreció visiblemente- que no es mucho. Oí hablar que los dominicos…
– Yo también lo oí -lo interrumpió Scharley-. Mas no lo viera. Aparte de ello, he hablado yo de diablos de primera clase, y es bien conocido que todo diablo de primera clase tiene a su servicio a por lo menos trescientos diablejos menores. Éstos, sin embargo, un exorcista que se precie no los cuenta, puesto que si se expulsa al caudillo también huyen los vasallos. Mas si se hubieran de contar todos con los métodos de los hermanos predicadores, pudiera muy bien resultar que sin esfuerzo estuviera yo en parangón con ellos.
– Pudiera ser -reconoció el abad, pero no muy seguro.
– Por desgracia -añadió Scharley con voz fría y un poco como a desgana-, tampoco puedo dar garantías por escrito. Pido que tengáis esto en cuenta para que después no me vengáis con quejas.
– ¿Qué?
– San Martín de Tours -tampoco ahora le temblaron los párpados a Scharley- tomaba de cada diablo exorcizado un documento firmado con su propio nombre diabólico, comprometiéndose a que el citado demonio ya no se iba a atrever a poseer a la citada persona nunca más. Muchos santos y obispos de claro nombre consiguieron después lo mismo, mas yo, modesto exorcista, no soy capaz de arrancar tal documento.
– ¡Y puede que sea mejor! -El abad se persignó, los otros hermanos también-. ¡Madre de Dios, reina del Cielo! ¿Un pergamino firmado por la mano del Malo? ¡Qué abominación! ¡Y pecado! No lo queremos, no lo queremos…
– Y bien que no lo queráis -lo cortó Scharley-. Mas primero el deber y luego el placer. ¿Está ya el paciente en la capilla?
– Con toda seguridad.
– ¿Y de qué modo -habló de pronto uno de los hermanos benedictinos más jóvenes, que hacía largo rato que no apartaba la vista de Scharley- podéis explicar, maestro, que el hermano Deodato yace como un tronco, apenas respira y no menea ni un dedo, cuando sin embargo todos casi de los doctos libros por vos citados dicen que el poseído suele de extraordinaria manera agitar las extremidades y que el diablo platica y grita a través suyo sin pausa? ¿No sea acaso esto una contradicción?
– Toda enfermedad -Scharley miró al monje desde arriba-, y entre ellas la posesión, es obra de Satán, destructor de la obra divina. Toda enfermedad está causada por alguno de los cuatro Ángeles Negros del Maclass="underline" Mahazel, Azazel, Azrael o Samael. El que el poseído no vomite, no grite, sino que yazca como un muerto atestigua precisamente que lo poseyó alguno de los demonios vasallos de Samael.
– ¡Cristo Jesús! -se persignó el abad.
– Mas yo conozco remedio para los tales demonios -añadió Scharley-. Vuelan ellos por el aire y poseen al hombre en silencio y a escondidas, por el aliento, es decir la insufflatio. Por ese mismo camino, esto es, a través de la exsufflatio, mandaré al diablo salir del enfermo.
– ¿Y cómo es esto posible? -El joven monje no cejaba-. ¿Un diablo en una abadía, donde hay campanas, misa, breviario y santidad? ¿Posee a un monje? ¿Cómo es posible?
Scharley se vengó con una dura mirada.
– Como nos enseña San Gregorio Magno, doctor de la Iglesia -dijo severo y con ímpetu-, una monja tragó una vez al diablo junto con una hoja de lechuga del huerto conventual. Puesto que menospreció la obligación de la oración y de la señal de la cruz antes de consumirla. ¿No le sucedería por un casual parecida peripecia al hermano Deodato?
Los benedictinos bajaron la cabeza, el abad carraspeó.
– Pudiera ser -murmuró-. El hermano Deodato podía ser muy mundano, muy mundano y poco consciente del deber.
– Por ello mismo pudo haberse convertido con facilidad en botín para el Malo -concluyó Scharley con sequedad-. Conducidnos a la capilla, reverendo.
– ¿Qué os será necesario, maestro? ¿Agua bendita? ¿Una cruz? ¿Cuadros de santos? ¿El Benediccional?
– Sólo agua bendita y una Biblia.
La capilla emitía frío y estaba sumida en una semitiniebla, apenas iluminada por la resplandeciente aureola de una vela y la oblicua columna de luz coloreada que atravesaba la vidriera. En aquella luz, sobre un catafalco cubierto con un lienzo, yacía el hermano Deodato. Tenía idéntico aspecto que hacía una hora en la enfermería del convento, cuando Reynevan y Scharley lo habían visto por vez primera. Tenía el rostro cerúleo y agarrotado, amarillento como un hueso del tétanos cocido, nacidas las mejillas y los labios, ojos cerrados y su aliento era tan leve que casi no se advertía. Lo habían colocado de tal modo que sobre el pecho tenía cruzadas las manos, que estaban marcadas con las heridas de las sangrías, y entrelazados en los dedos inmóviles, un rosario y una estola violeta.
A algunos pasos del catafalco, apoyando la espalda en la pared, estaba sentado en el suelo un hombre enorme, con el pelo cortado al cero, de ojos nublados y rostro de niño poco desarrollado. El gigante aquél tenía dos dedos de la mano derecha en la boca mientras que con la izquierda apretaba contra su barriga una perolilla de barro. Cada cierto tiempo, el fortachón se sorbía los mocos de forma asquerosa, alzaba la sucia y pegajosa perolilla de su no menos sucia y pegajosa túnica, se limpiaba los dedos en la tripa, los metía en la perolilla, arrancaba un poco de miel y se la llevaba a la boca. Tras lo cual el ritual volvía a repetirse.
– Es un huérfano. -El abad se adelantó a sus preguntas, al contemplar el gesto de desagrado de Scharley-. Un expósito. Lo bautizamos con el nombre de Sansón, que le cuadra a su porte y fortaleza. Es el servidor del monasterio, un tanto retrasado… Mas mucho quiere al hermano Deodato, va tras él como un perrillo… No se aleja ni un paso… Así que hemos pensado…
– Está bien, está bien -lo interrumpió Scharley-. Que se quede donde está, pero en silencio. Comencemos. Maestro Reinmar…
Reynevan, imitando a Scharley, se puso una estola al cuello, juntó las manos, inclinó la cabeza. No sabía si Scharley estaba fingiendo o no, pero él por su parte rezaba con pasión y sinceridad. Estaba, para qué decir más, asustadísimo. Scharley, sin embargo, parecía completamente seguro de sí mismo, se mostraba tan en su papel que parecía emanar de él la autoridad.
– Rezad -les ordenó a los benedictinos-. Recitad el Domine sánete.
Él se puso junto al catafalco, se persignó, hizo la señal de la cruz sobre el hermano Deodato. Dio una señal, Reynevan regó al poseído con agua bendita. El poseído, se entiende, no reaccionó.
– Domine sánete, Pater omnipotens -el murmullo de la oración de los monjes vibraba con el eco multiplicado por la bóveda estrellada-, aeterne Deus, propter tuam largitatem et Filii tui…
Scharley se limpió la garganta con un fuerte carraspeo.
– Offer nostras preces in conspectu Altissimi -recitó en alta voz, despertando aún mayores ecos- ut cito antiapent nos misericordiae Domini, et apprehendas draconem, serpentem antiquum, qui est diabolus et satanás, ac ligatum mutas in abyssum, ut non seducat amplius gentes. Hinc tuo confisi praesidio ac tutela, sacri ministerii nostri auctoritate, ad infestationes diabolicae fraudis repellendas in nomine Iesu Christi Dei et Domini nostri fidentes et securi aggredimur.
– Domine -a una señal, Reynevan se unió a él- exaudí orationem meam.
– Et clamor meus ad te veniat.
– Amén.
– Princeps gloriosissime caelestis militiae, sánete Michael Archangele, defende nos in praelio et colluctatione. Satanás! Ecce Crucem Domini, fugue partes adversad Apage! Apage! Apage!