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– ¡Amén!

El hermano Deodato no dio señales de vida en el catafalco. Scharley se limpió la frente discretamente con la punta de la estola.

– En fin -no bajó los ojos ante las interrogantes miradas de los benedictinos-, ya hemos superado el prólogo. Y una cosa sabemos: que no tenemos que vernos aquí con un vasallo diabólico cualquiera, puesto que uno así ya habría huido. Habrá que usar bombardas de mayor calibre.

El abad frunció el ceño y se removió intranquilo. El gigante Sansón, sentado en el suelo, se rascó la sien, sorbió los mocos, carraspeó, se tiró un pedo, despegó con esfuerzo de su barriga la perolilla de miel y miró dentro para comprobar cuánta quedaba.

Scharley pasó por los monjes una mirada que en su propia opinión era inteligente y apasionada al mismo tiempo.

– Como nos enseñan las Escrituras -dijo-, al satán lo caracteriza el orgullo. No otra cosa sino el inmensurable orgullo condujo a Lucifer a rebelarse contra el Señor, por el orgullo fue castigado con su encierro en las calderas infernales. ¡Y el diablo sigue siendo orgulloso! El primer mandamiento del exorcista es, por ello, el herir al diablo en su orgullo, vanidad y amor propio. En pocas palabras: insultarlo como es debido, maldecirlo, denigrarlo, humillarlo. Ha de abochornárselo y entonces se escabullirá corrido.

Los monjes esperaron, seguros de que aquello no era todavía el final. Y tenían razón.

– De modo que ahora comenzaremos a humillar al diablo -siguió Scharley-. Si alguno de los hermanos es de delicado natural ante palabras gruesas, que se aleje presto. Acércate, maestro Reinmar, recita las palabras del Evangelio de Mateo. Vosotros por vuestra parte, hermanos, orad.

– Entonces Jesús reprendió al demonio y lo hizo salir del muchacho, que quedó sano desde aquel momento. Después los discípulos hablaron aparte con Jesús, y le preguntaron: ¿Por qué no pudimos nosotros expulsar al demonio? -recitó Reynevan-. Porque sois hombres de poca fe…

El murmullo de la oración recitada por los benedictinos se mezclaba con la recitación. Por su parte, Scharley arregló la estola en su cuello, se puso al lado del inmóvil y exánime hermano Deodato y extendió las manos.

– ¡Diablo repugnante! -gritó de tal modo que Reynevan tartamudeó y el abad dio un respingo-. ¡Te ordeno que salgas de inmediato de este cuerpo, fuerza impura! ¡Fuera de este cristiano, tú, sucio, gordo y seboso cerdo, bestia entre todas las bestias la más bestial, vergüenza del Tártaro, vómito del Sheol! ¡Yo te expulso, mugriento gorrino judío, a tu estercolero del infierno donde ojalá te ahogues en mierda!

– Sancta Virgo virginem -susurró el abad- ora pro nobis…

– Ab insidiis diaboli -le contestaron los monjes- libera nos…

– ¡Tú, viejo cocodrilo! -gritaba Scharley, enrojeciendo-. ¡Basilisco moribundo, macaco de mierda! ¡Sapo hinchado, asno cojo de culo hendido, tarántula enredada en su propia tela! ¡Camello escupido! ¡Tú, miserable gusano aferrado a una carroña apestosa en el mismo fondo del Gehenna, tú, repugnante escarabajo escondido en las boñigas! ¡Escucha cómo te llamo por tu verdadero nombre: scrofa stercorata et paedicosa, cerda impura y piojosa, oh tú malvado entre los malvados, tonto entre los tontos, stultus stultorwn rexl ¡Tú, obtuso carbonero! ¡Tú, zapatero borracho! ¡Tú, cabrón de huevos hueros!

El hermano Deodato en su camastro ni siquiera tembló. Aunque Reynevan lo regó de agua bendita con pasión, las gotas fluían impotentes por la tez paralizada del anciano. Los músculos de las mandíbulas de Scharley temblaron con fuerza. Se acerca la culminación, pensó Reynevan. No se equivocó.

– ¡Sal de este cuerpo! -gritó Scharley-. ¡Tú, catamito jodido por el culo!

Uno de los hermanos benedictinos más jóvenes huyó, tapándose las orejas, tomando el nombre del Señor en vano. Otros estaban o muy pálidos o muy rojos.

El fortachón pelado tosió y gimió intentando meter en la perolilla de la miel la mano entera. Era aquella empresa imposible, la mano era dos veces mayor que la perolilla. El gigante alzó la vasija a gran altura, echó la cabeza para atrás y abrió la boca, pero la miel no fluyó, había demasiado poca.

– ¿Y qué hay del hermano Deodato, maestro? -se atrevió a balbucear el abad-. ¿Qué hay del mal espíritu? ¿Acaso ya saliera?

Scharley se inclinó sobre el exorcizado, apoyó casi la oreja en sus pálidos labios.

– Está ya casi en la cima -valoró-. Ahora mismo lo echamos. Hemos, sin embargo, de espolearlo con hedores. Al diablo lo afecta el hedor. Venga, hermanos, traed un cubo de estiércol, una sartén y una lamparilla de aceite. Vamos a embadurnarle al poseído estiércol reciente bajo la nariz. De hecho, todo lo que huela mal sirve. Azufre, cal, asafétida… Y lo mejor de todo, pescado podrido. Puesto que ya lo dice el libro de Tobías: incensó iecore pisas fugabitur daemonium.

Algunos hermanos corrieron a realizar el pedido. El fortachón sentado junto a la pared se hurgó con el dedo en la nariz, se miró el dedo, lo limpió en la pernera. Después de lo cual volvió a su tarea de arrebañar los restos de miel de la perolilla. Con el mismo dedo. Reynevan sintió cómo la cola de castor que habían comido se le acercaba a la garganta impulsada por una deliciosa ola de salsa de rábano.

– Maestro Reinmar -la fuerte voz de Scharley le hizo volver en sí-. No cejemos en nuestro empeño. El Evangelio de San Marcos, por favor, en el parágrafo correspondiente. Rezad, hermanos.

– Y había en la sinagoga de ellos un hombre con espíritu inmundo, el cual dio voces, diciendo: ¡Ah!, ¿qué tienes con nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, el Santo de Dios. Y Jesús le riñó, diciendo: Enmudece, y sal de él. Y el espíritu inmundo, haciéndole pedazos, y clamando a gran voz, salió de él… -leyó Reynevan, obediente.

– Surde et mute spiritus ego tibi praecipio -repitió Scharley con voz amenazadora y autoritaria, inclinado sobre el hermano Deodato- exi ab eol Imperet tibi dominus per angelum et leonem! Per deum vivum! Justitia eius in saecula saeculorum! ¡Que su poder te expulse y te obligue a salir junto con toda tu banda!

»Ego te exorciso per caracterum et verborum sanctum! Impero tibi per clavem salomonis et nomen magnum, tetragrammaton!

El fortachón devorador de miel tosió de pronto, se llenó de babas y le salieron los mocos. Scharley se limpió el sudor de la frente.

– Difícil y arduo es este casus -explicó, evitando la mirada del abad, que cada vez estaba más llena de sospecha-. Habrá que usar argumentos aún más fuertes.

Durante un instante reinó un silencio tal que se podía oír el desesperado zumbar de una mosca a la que una araña había atrapado en su tela en el rincón de una ventana.

– ¡Por el Apocalipsis -se escuchó en el silencio la voz de barítono de Scharley, ya un tanto ronca- por el que el Señor reveló los hechos que habrán de acaecer y confirmó los tales hechos por boca de un ángel enviado por Él, te conjuro, satán! Exorciso te, flumen immundissimum, draco maleficus, spiritum mendacii!

«¡Por los siete candelabros de oro y por el candelabro que se yergue en medio de los siete! ¡Por la voz que es la voz entre muchas que dice: yo soy aquél que murió y aquél que resucitó, aquél que vive y que vivirá eternamente, el que guarda la llave de la muerte y del infierno, te ordeno, sal, espíritu impuro que conoces el castigo de la condenación eterna!

Tampoco ahora hubo resultado alguno. En los rostros de los benedictinos se dibujaban sentimientos diversos, muy diversos. Scharley inspiró profundamente.

– ¡Que te venza Agyos como venció a Egipto! ¡Que te lapiden, como Israel lapidó a Achan! ¡Que te pateen con sus pies y te cuelguen en sus bieldos como colgaron a los cinco reyes amorianos! ¡Que te asiente el Señor un clavo en la frente y te clave el tal clavo con el martillo, como le hizo la mujer Jael a Sisera! ¡Que te sean arrancadas la cabeza y ambas manos como al maldito Dagon! ¡Que te corten el rabo junto a tu mismísimo culo diabólico!