Ay, pensó Reynevan, esto va a acabar mal. Esto va a acabar mal.
– ¡Espíritu infernal! -Scharley extendió las manos con un brusco movimiento sobre el hermano Deodato, que seguía sin dar señales de vida-. ¡Yo te conjuro por Acharan, Ehey, Homus, Athanatos, Ischiros, Aecodes y Almanach! ¡Te conjuro por Arathon, Bethor, Phalego y Ogo, por Pophiel y por Phul! ¡Te conjuro por los poderosos nombres de Shmiel y Shmul! ¡Te conjuro por el más terrible de los nombres: el nombre del poderosísimo y horroroso Semaphor!
Semaphor no funcionó mejor que Phul ni Shmul. No se podía disimular aquello. También Scharley lo veía.
– ¡Jobsa, hopsa, afia, alma! -gritó como un loco-. ¡Meloch, Berot, Not, Berib et vos omnesl ¡Hemen etan! ¡Hemen etan! ¡Hau! ¡Hau! ¡Hau!
Se ha vuelto loco, pensó Reynevan. Y ahora nos van a comenzar a pegar. Ahora se van a dar cuenta de que todo esto no es más que tontería y parodia, no pueden ser tan tontos. Ahora se va a terminar todo con una paliza de aupa.
Scharley, sudando de la leche y ronco de narices, atrapó su mirada y murmuró una clara petición de ayuda, apoyando la petición con un gesto bastante brusco aunque a hurtadillas. Reynevan alzó los ojos al techo. Cualquier cosa, pensó, intentando recordar los viejos libros y las conversaciones con brujos amigos, cualquier cosa es mejor que ese «hau, hau, hau».
– ¡Hax, pax, max! -aulló, agitando las manos-. ¡Aberor super aberer! ¡Aie Saraye! ¡Aie Saraye! ¡Albedo rubedo, nigredo!
Scharley, respirando pesadamente, le agradeció con la mirada, con un gesto le ordenó continuar. Reynevan respiró hondo.
– ¡Tumor, rubor, calor, dolor! Peripsum, et cum ipso, et in ipso! ¡Jobsa, hopsa, et vos omnesl Et cum spiritu tuol ¡Melach, Malach, Molach!
Ahora nos van a pegar, pensó febrilmente, y puede que hasta a dar de patadas. Ahora, enseguida, en un instante. No hay solución. Hay que ir a por todas. En árabe. Ayúdame, Averroes. Sálvame, Avicena.
– ¡Kullu-al-shaitanu-alradyim! -gritó-. ¡Fa-ana-sajum Tarish! ¡Qasura al-Zoba! ¡A-ahmar, Baraqan al-Abayad! ¡Al-shaitan! ¡Khar-al-Sus! ¡Al ouar! ¡Mochen al relil! ¡El feurdsh! ¡El feurdsh!
La última palabra, como recordaba nebulosamente, significaba «cono» y no tenía demasiado que ver con el exorcismo. Era consciente de la enorme estupidez que estaba cometiendo. Por ello le sorprendió aún más el resultado.
Le embargó de pronto la sensación de que el mundo se había congelado por un instante. Y entonces, en el más absoluto silencio, en aquel congelado tableau de benedictinos con sus oscuros hábitos y el fondo de las grises paredes, algo comenzó de pronto a temblar, algo sucedió, algo interrumpió la mortecina calma con movimiento y sonido.
El gigante de ojos torpes sentado junto a la pared arrojó con brusquedad, asco y repugnancia la sucia y pegajosa perolilla de la miel. La perolilla golpeó contra el suelo pero no se rompió, sino que siguió rodando, llenando el silencio de un sordo pero estruendoso golpeteo.
El gigante se puso ante los ojos los dedos, pegajosos de la miel. Los contempló durante un instante y en su faz bañada por la luna se dibujó primero la incredulidad y luego el miedo. Reynevan lo miró, respirando pesadamente. Sintió sobre sí la mirada apremiante de Scharley, pero ya no se sentía capaz de expulsar de sí ni una palabra. Es el fin, pensó. El fin.
El fortachón, aún mirando sus dedos, sollozó. Desgarradoramente.
Y entonces, el hermano Deodato, tendido en su camastro, gimió, tosió, carraspeó y agitó los pies. Después de lo cual maldijo de forma bastante mundana.
– Santa Eufrasia… -clamó el abad, poniéndose de rodillas. Los otros monjes siguieron su ejemplo. Scharley abrió los labios, pero los cerró conscientemente al punto. Reynevan se puso las manos en las sienes, sin saber si rezar o huir.
– Joder… -croó el hermano Deodato, sentándose-. Cuidado que tengo seco el gaznate… ¿Qué pasa? ¿Me he perdido la cena? Me cago en vosotros, hermanos… Pues si no quería más que echarme un sueñecillo… Pero si os pedí que al poco me despertarais…
– ¡Milagro! -gritó uno de los monjes arrodillados.
– ¡El Reino de Dios ha llegado! -Otro se tumbó con los brazos en cruz sobre el suelo-. Igitur pervenit in nos regnum Dei!
– Alleluia!
El hermano Deodato, sentado en el camastro, pasaba la vista a su alrededor, de sus arrodillados confráteres a Scharley con la estola al cuello, de Reynevan al gigante Sansón, que seguía contemplando sus manos y tripa, del abad, que estaba orando, a los monjes que en aquel momento estaban entrando con un cubo de mierda y una sartén de cobre.
– ¿Pero es que nadie -preguntó el hasta hacía poco poseído- me va a explicar qué es lo que está pasando?
Capítulo decimotercero
En el que, tras dejar el monasterio benedictino, Scharley instruye a Reynevan en los principios de su filosofía existencial, que se resume en la tesis -simplificada- de que basta con tener los pantalones bajados y un instante de descuido para que alguien te dé por el culo. Al poco la vida confirma esta máxima en toda su extensión y con todo detalle. De la desgracia le salva a Scharley alguien a quien el lector ya conoce, o mejor dicho, piensa que conoce.
El exorcismo en los benedictinos -aunque en suma coronado por el éxito- reforzó aún más la falta de aprecio de Reynevan por Scharley, una falta de aprecio surgida, por así decirlo, a primera vista, y que había ganado peso después del incidente con el anciano pedigüeño. Reynevan ya había llegado a entender que dependía del demérito y que sin él estaba perdido. Sobre todo, la operación liberadora de su amada Adela no tenía ninguna posibilidad de llegar a buen puerto en solitario. Entendiendo lo que se quisiera y dependiendo lo que se dependiera, el caso es que el desagrado existía, lo exasperaba y le hacía enfadarse como una uña rota, como un diente quebrado, como una astilla bajo la uña. Y la actitud y la conversación de Scharley no hacían más que acrecentarlo.
La pelea -o mejor dicho, la disputa- comenzó la tarde después de haber dejado el monasterio, a una distancia escasa, por lo que dijo el demérito, de Swidnica. Paradójicamente, Reynevan mencionó los picarescos exorcismos de Scharley y se los recriminó mientras estaban consumiendo las dádivas que habían conseguido gracias a dicha picaresca. En el momento de la partida, los agradecidos benedictinos les dieron un grueso paquete que contenía, como se vio luego, pan de centeno, una docena de manzanas, algunos huevos duros, un hato de salchichas ahumadas al enebro y una gruesa morcilla de sangre de Polonia.
En un lugar donde un paredón en parte destrozado embalsaba y desviaba el río, en un llano seco al borde del bosque, los viajeros se sentaron y comieron, contemplando cómo el sol bajaba cada vez más hacia las copas de los pinos. Y disputando. Reynevan se exaltó un tanto excesivamente alabando las normas éticas y reprendiendo la picaresca. Scharley lo puso de inmediato en su lugar.
– No acepto -anunció, al tiempo que escupía la cascara de un huevo mal pelado- lecciones de moralidad de alguien que acostumbra a joder mujeres ajenas.
– ¿Cuántas veces me harás repetirte -se enfadó Reynevan- que no es lo mismo? ¿Que no se puede comparar?
– Se puede, Reinmar, se puede.
– Me gustaría verlo.
Scharley apoyó el pan sobre la barriga y cortó otra rebanada.