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– Nos separa -comenzó al cabo, con la boca llena-, como es fácil de apreciar, la experiencia y el conocimiento de la vida. Por eso, lo que tú haces instintivamente, llevado sólo por una tendencia sencilla y hasta infantil de satisfacer tus impulsos, yo lo llevo a cabo de modo consciente y planificado. Mas en la base yace lo mismo. La convicción, completamente acertada por otra parte, de que lo que cuenta es mi bien y mi satisfacción, mientras que a todo lo demás, en tanto en cuanto no afecte a mis intereses ni a mi bien, lo puede partir un rayo, puesto que qué me puede importar a mí si no me sirve. No me interrumpas. Los encantos de tu amada Adela eran para ti como un caramelo para un niño. Para poder lamer y chupar, te olvidaste de todo, no contaba más que tu propio y exclusivo placer. No, no intentes venirme aquí con amores, citar a Petrarca y a Wolfram von Eschenbach. El amor también es placer, y además, uno de los más egoístas que conozco.

– No quiero oír esto.

– In summa -continuó impertérrito Scharley-, nuestros programas existenciales no se diferencian en nada, puesto que se apoyan en el siguiente principium: todo lo que hago me tiene que servir a mí. Mi propio bien, mi propia dicha, comodidad y felicidad son lo único importante, el resto que se lo lleve el diablo. Lo que nos diferencia, sin embargo…

– ¿Hay diferencia entonces?

– … es la capacidad de pensar con perspectiva. Yo, pese a la tentación constante, me abstengo en la medida de lo posible de joder mujeres ajenas, puesto que mi capacidad de pensar con perspectiva me dice que no sólo no me traerá provecho, sino que lo contrario: me meterá en problemas. A los pobres como al viejecillo de anteayer no los malcrío con regalos no por causa de la avaricia, sino porque tal generosidad no da nada, sino que hasta perjudica… Las perras se pierden y se gana uno fama de tonto y de primo. Y como que de primos y de tontos infinitus est numerus, yo saco lo que se puede. Y sin hacerles rebaja a los benedictinos. Ni a otras órdenes. ¿Entendido?

– Lo que entiendo -Reynevan dio un mordisco a la manzana- es por qué estabas en la trena.

– No has entendido nada. Pero no es tiempo de enseñanzas, largo es el camino hasta Hungría.

– ¿Y voy a llegar allí? ¿Entero?

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Pues que te escucho y te escucho y cada vez más me voy sintiendo como un primo. El cual puede resultar en cualquier momento ofrecido como víctima en el altar de tu propia comodidad. Como parte de ese resto que se puede llevar el diablo.

– Mira, mira -se alegró Scharley-, así que vas haciendo progresos. Comienzas a razonar razonablemente. Dejando a un lado el sarcasmo inmotivado, comienzas ya a entender la regla básica de la vida: la regla de la confianza limitada. Que te enseña que el mundo está constantemente acechando, que nunca deja pasar ocasión de causarte humillación, dolor o perjuicio. Que sólo está esperando que te bajes los pantalones para darte por culo.

Reynevan bufó.

– De lo cual -no se dejó arredrar el demérito- se extraen dos conclusiones. Primo: no confies nunca en nadie y nunca creas en intenciones honradas. Secundo: si tú mismo has causado a alguien dolor o perjuicio, no te lamentes. Simplemente fuiste más rápido, actuaste preventivamente…

– ¡Cállate!

– ¿Qué significa cállate? Digo la verdad más absoluta y reconozco el derecho de la libertad de palabra. La libertad…

– ¡Que te calles, joder! He oído algo. Alguien anda por aquí…

– ¡Seguro que un lobizonülo! -Scharley estalló en risas-. ¡Un horrible hombre lobo, terror de los alrededores!

Cuando habían dejado el monasterio, los atentos monjes les habían advertido y pedido que tuvieran cuidado. En los alrededores, dijeron, especialmente durante los periodos de luna llena, andurreaba desde hacía algún tiempo un peligroso lykanthropos, o sea hombre lobo, o sea lobizón, o sea un hombre transformado por una fuerza demoniaca en un monstruo parecido a un lobo. Las advertencias divirtieron extraordinariamente a Scharley, quien durante unas cuantas buenas leguas se había reído hasta reventar y se había burlado de los supersticiosos monjes. Reynevan tampoco creía demasiado en hombres lobo o lobizones, pero no se reía.

– Escucho -dijo, poniendo la oreja- los pasos de alguien. Alguien se está acercando, sin duda alguna.

Un arrendajo chilló alarmado entre los arbustos. Los caballos relincharon. Las ramas crepitaron. Scharley se hizo sombra a los ojos con la mano, el sol poniente cegaba con su brillo.

– Que el diablo… -murmuró por lo bajo-. Esto es lo que nos faltaba, ciertamente. Mira quién nos está dando la bienvenida.

– Podría… -tartamudeó Reynevan-. Es…

– El gigante de los benedictinos -Scharley le confirmó su sospecha-. El coloso monacal, el Beowulf comedor de miel. El rebañador de perolas de bíblico nombre. ¿Cómo era? ¿Goliat?

– Sansón.

– Sansón, cierto. No le prestes atención.

– ¿Qué hace aquí?

– No le prestes atención. Puede que se vaya. Por su camino, cualquiera que éste sea.

No daba la sensación, sin embargo, de que Sansón tuviera intención de irse. Antes al contrario, parecía como si hubiera puesto punto final a su camino, se había sentado en un tronco que estaba a tres pasos. Y así sentado, volvía hacia ellos su apretada y obtusa faz. Sin embargo, tenía la faz limpia, mucho más limpia que la última vez que lo vieran, también habían desaparecido los mocos secos de debajo de su nariz. También el hábito que llevaba era nuevo y pulcro. Pese a ello, el gigante seguía difundiendo un leve aroma a miel.

– En fin -Reynevan carraspeó-, la cortesía obliga…

– Lo sabía -lo cortó Scharley y suspiró-. Sabía que lo ibas a decir. ¡Eh, tú! ¡Sansón! ¡Matador de filisteos! ¿Tienes hambre?

«¿Tienes hambre? -Scharley, sin esperar a su reacción, agitó en dirección al coloso un pedazo de morcilla, exactamente como si estuviera azuzando a un perro o un gato-. ¡Eh! ¿Me entiendes? ¡Eh, aquí, eh, aquí! ¡Michi-michi! ¡Ñam, ñam! ¿Quieres comer?

– Gracias -dijo de pronto el gigante, con voz inesperadamente clara y consciente-. Pero no lo necesito. No tengo hambre.

– Raro es este asunto -murmuró Scharley, inclinándose sobre la oreja de Reynevan-. ¿De dónde ha salido? ¿Vino detrás de nosotros? Pero si al parecer anda siempre con el hermano Deodato, nuestro reciente enfermo… Estamos a más de una milla del monasterio, para llegar aquí tiene que haberse puesto en marcha nada más irnos. Y andar a buen paso. ¿Con qué objetivo?

– Pregúntaselo.

– Se lo preguntaré. Cuando llegue el momento. Por ahora, para mayor seguridad, hablemos en latín.

– Bene.

El sol fue bajando cada vez más sobre el oscuro bosque, las grullas que volaban hacia el sur se chillaron unas a otras su llamada, las ranas comenzaron su ruidoso concierto en los pantanales junto al río. Y en un claro seco al borde del bosque, como si fuera el aula de una universidad, se escucharon las palabras de Virgilio.

Reynevan, por no se sabe qué vez ya, aunque ciertamente por primera vez en latín, contaba su reciente historia y describía sus peripecias. Scharley escuchaba, o fingía escuchar. El coloso monacal, Sansón, contemplaba con mirada torva no se sabe qué cosa, y su obtusa fisonomía seguía sin mostrar emoción de importancia.

La historia de Reynevan era, ha de entenderse, tan sólo introducción para algo más relevante: un nuevo intento de engatusar a Scharley en una acción ofensiva contra los Sterz. Cosa clara, no sirvió de nada. Tampoco cuando Reynevan comenzó a tentar al demérito con la perspectiva de ganancias monetarias, sin tener por otro lado ni idea de dónde habría de sacar aquellos dineros. El problema tenía sin embargo un carácter puramente académico, ya que Scharley rechazó la oferta. Comenzó así una disputa en la que ambos oponentes usaron con liberalidad de citas de los clásicos, desde Tácito hasta el Eclesiastés.