Scharley estaba luchando con un monstruo.
Enorme, humanoide, pero cubierto por una espesa pelambrera negra, el engendro debía de haber atacado inesperadamente por detrás, agarrando a Scharley en la presa horrible de unas garras peludas y afiladas. Como tenía el cuello doblado de tal forma que la barbilla se le clavaba en el pecho, el demérito no gritaba ya, sólo gemía, intentando alejar la cabeza del alcance de unas mandíbulas dentadas y babeantes. Luchaba, pero sin resultado: el monstruo lo sujetaba con un abrazo como de mantis religiosa, inmovilizándole del todo un brazo y limitando mucho el movimiento del otro. Peso a ello, Scharley se retorció como un hurón y golpeó a ciegas con el codo en el morro de lobo, intentó pisarle, darle patadas, pero todos estos intentos los impedían los pantalones que llevaba bajados por debajo de las rodillas.
Reynevan se quedó como un poste, paralizado de terror e indecisión. Sin embargo, Sansón se lanzó a la lucha sin dudarlo.
El gigante, como se vio de nuevo, sabía moverse con la rapidez de una pitón y la gracia de un tigre. En tres saltos se plantó junto a los luchadores, con precisión pero también con fuerza lo golpeó al monstruo con el puño directamente en sus morros de lobo, agarró al asombrado engendro por sus orejas peludas, lo apartó de Scharley, lo hizo girar, le asestó una patada que lo lanzó contra el tronco de un pino, en el que el monstruo estrelló la testa con un sordo estampido de tal modo que hasta llovieron las agujas. El cráneo de un ser humano habría estallado como un huevo con un golpe tal, mas el lobizón se incorporó de inmediato, aulló y se lanzó hacia Sansón. No atacó, como se podía esperar, con las garras y las mandíbulas, sino que regó al gigante con una lluvia de rapidísimos golpes y patadas que hasta escapaban a la vista. Sansón paró y rechazó todos, con una rapidez y una agilidad increíbles para alguien de su estatura.
– Pelea… -jadeó Scharley, al que Reynevan estaba intentando levantar-. Pelea… como un dominico.
Habiendo rechazado una serie de golpes y hallando el momento oportuno, Sansón pasó al contraataque. El lobizón aulló, un golpe le había alcanzado directamente en la nariz, se tambaleó a causa de una patada en la rodilla, de un trompazo en el pecho voló hacia el tronco del pino. Hubo un sordo estampido, pero también esta vez el cráneo resistió. El monstruo bramó y avanzó, inclinando la testa, embistió como si fuera un toro, con intención de derribar al gigante del propio impulso. El intento no tuvo éxito, Sansón ni tembló ante la acometida, abrazó al lobizón, estuvieron un instante tal y como Teseo y el Minotauro, jadeando, empujándose y hollando la hojarasca con sus pies. Por fin, Sansón pudo más. Derribó al monstruo y lo aporreó con el puño, y su puño era como un ariete. Hubo un estampido sordo, porque el pino seguía todavía allí donde estaba. Ahora Sansón no dio tiempo al monstruo para que atacara. Saltó sobre él, lanzando unos cuantos puñetazos precisos y potentes, después de los cuales el lobizón cayó a cuatro patas. Pero Sansón ya se encontraba detrás de él. Las nalgas del ser, peladas y rojas, constituían un blanco ideal, no se las podía fallar, y las botas de Sansón eran pesadas. El lobizón, pateado, aulló y voló, estrellándose ya por cuarta vez contra el tronco del desgraciado pino. Sansón sólo le permitió incorporarse hasta que de nuevo las nalgas se pusieron a tiro. Y le volvió a dar una patada, dotando a su golpe de aún mayor impulso. El lobizón rodó por la pendiente, cayó con un chufido al río, salió de él como un ciervo, chapoteó por el pantano, atravesó unas matas con un chasquido y se perdió en el bosque. Sólo aulló una vez, desde lejos. Más bien patéticamente.
Scharley se levantó. Estaba pálido. Le temblaban las manos y las piernas. Pero se dominó con rapidez. Comenzó a maldecir por lo bajini, tocándose y masajeándose el cuello.
Sansón se le acercó.
– ¿Estás entero? -preguntó-. ¿Intacto?
– A traición me acometió ese hideputa -se defendió el demérito-. Por detrás me salió… Las costillas me las ha afectado un tanto… Mas así y todo habría podido con él. Si no hubiera sido por estos pantalones… habría podido…
Reflexionó ante la significativa mirada de los otros.
– Mal me iba -reconoció-. A poco no me quebró el cuello… Gracias por la ayuda, compadre. Salvaste mi vida. Pude, por qué no decirlo, haber perdido la vida.
– La vida igual no la hubieras perdido -lo interrumpió Sansón-, mas el culo, entero no lo habrías sacado. Por aquí se conoce a este licántropo, toda la región lo conoce. Ya como hombre tenía gusto por las perversiones, en figura de lobo también se le quedaron. Ahora acecha a los que se bajan los pantalones y descubren sus partes débiles. Acostumbra, el cabrón, a venir por detrás, privar de movimiento… Y luego… Entiendes, creo…
Scharley entendió sin duda, porque se estremeció visiblemente. Y luego sonrió y le tendió la diestra al gigante.
La luna llena brillaba con hermosura, el riachuelo que corría por el fondo de la cañada relucía bajo su luz como el mercurio en el alambique de un alquimista. El fuego ardía con fuerza, lanzaba ascuas, crepitaban los leños y las ramas.
Scharley no emitió ni una burla, ni una palabra de desaprobación. Se limitó a agitar la cabeza y a dar un par de suspiros con los que algunas veces expresó sus reservas en torno a la empresa. Mas no negó su participación. Reynevan tomó parte en ella con entusiasmo. Y optimismo. Prematuro.
A petición del extraño gigante repitieron todo el ritual de exorcismos de los benedictinos, puesto que según Sansón no se podía excluir que de este modo se consiguiera una nueva transformación, es decir, que él volviera a su ser y el idiota monacal de nuevo a su enorme cuerpo. Así que repitieron el exorcismo, intentando no olvidar nada. Ni citas del evangelio, ni de la oración de San Miguel Arcángel, ni del Picatrix, traducido por el sabio rey de Castilla y de León. Ni de Isidoro de Sevilla, ni de Cesar de Heisterbach. Ni de Rábano Mauro, ni de Michail Psellos.
No se olvidaron de repetir las invocaciones, a Acharon, Ehey y
Homus, y las de Phalego, Ogo, Pophiel y el terrible Semaphor. Intenta
ron todo, sin ahorrar el «jobsa, hopsa», ni el «hax, pax, max» ni el «hau-hau-hau». Reynevan, con tremendo esfuerzo, recordó también y repitió las sentencias arábigas -o pseudoarábigas- arrancadas de
Averroes, Avicena y Abu Bekr Mohamed ibn Zacariah al-Razi, conoci
do en el mundo occidental como Razes.
Todo para nada.
No se podía sentir ningún temblor ni movimiento de Fuerza. No
pasó nada ni nada sucedió, a no ser los graznidos de los pájaros del bosque y los relinchos de los caballos, espantados por los gritos de los exorcistas. El extraño seguía siendo Sansón, gigante de los benedictinos. Incluso si se aceptaba que, en lo relativo a los mundos invisibles, a los cosmos y seres paralelos, no se hubieran equivocado Duns Scoto, Rábano Mauro ni Moisés de León junto con el resto de los cabalistas, no se pudo llegar a parecida transformación. Curiosamente, el menos desilusionado parecía ser el propio interesado.
– Se confirma la tesis -dijo- de que en los hechizos de magia la importancia de las palabras y en general de los sonidos es escasa. Lo decisivo es la predisposición espiritual, la determinación, el esfuerzo de voluntad. Me parece que…
Se detuvo como esperando una pregunta o un comentario. No lo hubo.
– No tengo otra salida -terminó- que seguir con vosotros. Os tendré que acompañar. Esperando que se repita otra vez lo que alguno de vosotros, o ambos, consiguió por casualidad en la capilla del monasterio.
Reynevan miró con desasosiego a Scharley, pero el demérito guardaba silencio. Estuvo callado largo tiempo, colocándose el vendaje de hojas de zaragatona que Reynevan le había puesto alrededor de su arañado y magullado cuello.