– En fin -dijo al cabo-, te debo algo. Dejando a un lado las dudas que, compadre, no has conseguido limpiar del todo, si quieres acompañarnos en nuestra jornada, no me opondré. Quién seas me importa un pito. Pero has sabido demostrar que en el camino más serás de utilidad que no un estorbo.
El gigante se inclinó en silencio.
– Debiéramos pues poder viajar bien y alegremente en compañía -siguió el demérito-. Naturalmente, si quisieras abstenerte en la ostentación exagerada de glosar en público tu proveniencia extraterrestre. De hecho debieras, perdona la sinceridad, abstenerte de glosar absolutamente nada. Puesto que tus expresiones colisionan de forma bastante embarazosa con tu apariencia.
El coloso volvió a inclinarse.
– Quién de verdad seas, repito, en suma me es igual, no espero confesiones ni confidencias ni las exijo. Mas me gustaría saber cómo llamarte.
– Por qué preguntas por mi nombre: es un secreto -citó Reynevan por lo bajo, recordando a las tres brujas del bosque y su profecía.
– Ciertamente -sonrió el gigante-. Nomen meum, quod est mirabile… Una coincidencia curiosa y con toda seguridad nada casual. Al fin y al cabo es el Libro de los Jueces. Las palabras de la respuesta que obtuvo a sus preguntas Manoch… padre de Sansón. Así que quedémonos con Sansón, es un nombre como cualquier otro. Y el apellido, en fin, el apellido puedo debérselo a tu propia inventiva y fantasía, Scharley… Aunque reconozco que me dan arcadas sólo de pensar en la miel… Cuando me acuerdo del despertar, allí, en la capilla, con la pegajosa cazuela en las manos… Mas lo acepto. Sansón Mieles, para serviros.
Capítulo decimocuarto
En el que se describen acontecimientos que tienen lugar la misma tarde que el capítulo precedente, mas en otro lugar: en una gran ciudad, a unas ocho millas -a vuelo de pájaro- en dirección nororiental. Un vistazo a un mapa de Silesia, a lo que el autor cordialmente invita al lector, aclarará de qué ciudad se trata.
El treparriscos que estaba posado sobre el campanario de la iglesia espantó a las chovas. Los negros pajarillos se echaron a volar, graznando con fuerza, se lanzaron hacia abajo, hacia los tejados de las casas, girando como cenizas producidas por un incendio. Las chovas tenían ventaja numérica y no se dejaban expulsar fácilmente de la torre. Nunca habrían capitulado ante un treparriscos común y corriente. Pero aquél no era un treparriscos común y corriente, las chovas lo reconocieron en el acto.
Un fuerte viento soplaba sobre Wroclaw, arrastraba oscuras nubes desde la zona del Sleza, se arrugaban ante su ímpetu las aguas azul grisáceo del Oder, se balanceaban las ramas de los sauces de la isla Slodowa, ondulaban los arbustos que separaban los brazos muertos del río. El treparriscos estiró las alas, chilló retador a las chovas que giraban sobre los tejados, se lanzó al aire, giró alrededor de la torre y se posó sobre una cornisa. Se introdujo por la abertura de una ventana, entró en el oscuro abismo del campanario, bajó volando hacia abajo, en una espiral imposible, siguiendo los escalones de madera. Aterrizó, se sentó, agitando las alas y estirando las plumas, sobre el pavimento de la nave de la iglesia, casi al instante cambió de apariencia, transformándose en un hombre de cabellos morenos y vestido de negro.
Desde el altar se acercó, seguido por el golpeteo de sus sandalias y murmurando para sí, el ostiario, un viejecillo de tez pálida como un pergamino. Treparriscos se enderezó con orgullo. El ostiario, al verlo, palideció aún más, se santiguó, bajó la cabeza y retrocedió rápido hacia la sacristía. Sin embargo, el golpeteo de sus sandalias había alarmado a aquél al que Treparriscos quería ver. De bajo unas arquerías que cubrían una capilla surgió sin hacer ruido un alto caballero con una corta barba puntiaguda, envuelto en una capa con el signo de una cruz roja y una estrella. La iglesia vratislaviense de San Martín pertenecía a los hospitalarios cum Cruce et Stella, su hospicio se encontraba junto a la iglesia.
– Adsumus -saludó Treparriscos a media voz.
– Adsumus -respondió despacio el Cruzado de la Estrella, cruzando los brazos-. En nombre del Señor.
– En nombre del Señor. -Treparriscos, en inconsciente talante de ave, encogió la cabeza y los hombros-. En nombre del Señor, hermano. ¿Cómo van las cosas?
– Estamos de continuo en alerta -habló en voz baja el hospitalario-. Sigue viniendo gente. Anotamos concienzudamente todas sus denuncias.
– ¿Y la Inquisición?
– No sospechan nada. Acaban de abrir precisamente cuatro nuevos lugares de denunciación, en cuatro iglesias: en San Adalberto, San Vicente, San Lázaro y en Nuestra Señora de la Arena, no se han dado cuenta de que existen también los nuestros. En esos mismos días y horas, los lunes, jueves y domingos, desde las…
– Sé cuándo -lo interrumpió con brusquedad Treparriscos-. He venido entonces en el momento adecuado. Señálame el confesionario, hermano. Me sentaré, escucharé, me enteraré de lo que se oye por entre el populacho.
No habían pasado ni tres padrenuestros cuando ya se arrodillaba el primer cliente delante del ventanuco.
– … y el hermano Tito no tiene respeto por la autoridad… Una vez, Dios le perdone, le gritó al mismo prior que cantaba la misa en estado de embriaguez, y el prior nomás que un traguillo se había echado al coleto, pues qué es si no un cuartillo para tres. Pero el hermano Tito no tiene respeto… Entonces el prior ordenó que se le tuviera un ojo encima… Y en secreto, Dios le perdone, mandó revisar su celda… Y se encontraron libros y panfletos, los cuales bajo la cama tenía guardados. No es fácil creerlo… Trialogus de Wiclif… De ecclesia de Hus… Las obras de los lolardos y los valdenses… Y amas la Postilla apocalypsim, escrita por Pedro de Oliva, aquel maldito herético, apóstol de los begardos y los joaquinitas, que quien lo tiene y lo lee de seguro que es begardo a escondidas. Y puesto que la autoridad manda que se denuncie a los begardos… pues yo lo denuncio… Dios me perdone…
– Con sumisión denuncio que Gastón de Vaudenay, trovador, que se ha ganado la gracia del conde de Glogów, es un borrachuzo, putero, cabrón, hereje y ateo. Con sus míseros versos alienta el peor de los gustos de la plebe, no se sabe qué es lo que en él ven, por qué prefieren sus ritmos primitivos a los míos… quiero decir, a los de nuestra tierra. A este vagabundo se lo debiera expulsar, ¡que se vuelva a su Provenza, aquí no necesitamos modelos culturales foráneos!
– … él había encubierto que un hermano tenía en el extranjero, en Bohemia. Y ciertamente es algo que ha de encubrirse, puesto que su hermano, que antes del año diecinueve era diácono en San Esteban en Praga, sigue ahora siendo sacerdote, mas en Tabor, junto al Prokop, barbas lleva, la santa misa en mitad de un campo y sin alba ni ornato canta y empero imparte la comunión en ambas especies. ¿Acaso un buen cristiano, pregunto, encubre el tener tal hermano? ¿Acaso puede ser buen cristiano alguien con un hermano así?
– …y gritaba que antes vería el vicario su propia oreja que un diezmo de su parte, y que a estos bestiales curas bien se los podía llevar la peste y que hacen falta husitas contra ellos y que vinieran de Bohemia lo más presto posible. Así gritaba, maldiciendo sobre todas las reliquias. Y aún diré que hasta ladrón es, que me robara mi cabra… Dice que no es verdad, que es su cabra, mas yo bien conozco a mi cabra, porque, fijarsus, tiene una mancha negra en la punta de la oreja…
– Yo, vuesa merced, acuso a Magda… mi cuñada, se entiende. Porque es un putón redomado… A la noche, cuando su hombre se le sube en la cama, aquí jadea, gime, suspira, grita, maulla como gato. ¡Y si no más fuera a la noche! Que también pasa de día, en el tajo, cuando piensa que nadie nada ve… Tira la hoz, se encorva, se sujeta a una cerca, y su hombre le sube los faldones hasta los lomos y la jode como un morrueco… Una vergüenza… Y a mi hombre, que yo lo veo, se le hacen los ojos chiribitas y se relame… Entonces voy y le digo, guarda la compostura, so perra, no andes trastornando a maridos ajenos. Y ella va y dice: dale a tu mozo lo que nesecita y no andará mirando a otros ni poniendo la oreja cuando otros escardan la lana. Y aún dijo que no piensa joder en silencio, que tal cosa la solaza y cuando algo la solaza pues grita y gime. Y si el cura en la iglesia dijo en el sermón que esto es pecado, pues entonces él o bien es tonto o se ha vuelto tarumba, pues no puede ser pecado el deleite, puesto que Dios Nuestro Señor creólo. Cuando le conté esto a la vecina, me dijo ésta que tales razones no son otra cosa que jeresías, y que había de denunciar al putón. Así que aquí estoy…