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– Se decía también -introdujo Hofrichter, quien desde hacía ya unos instantes confirmaba con ademanes de su cabeza que él también se había acordado- que era hechicero y hereje.

– Don Juan, os habéis agarrado a esa hechicería como una sanguijuela -torció el gesto el burgomaestre-. Dejadlo.

– Thomas Behem -le instruyó con vez leve el preboste- era un religioso. Un canónigo de Wroclaw, llegó luego hasta sufragáneo de la diócesis. Y obispo titular de Sarepta. Conoció personalmente al Papa Benedicto XII.

– También del tal Papa se decían cosas disparejas. -Hofrichter no pensaba renunciar-. Hasta entre los infulates ha habido hechicerías. El inquisidor Schwenckefeld, en sus tiempos…

– Dejadlo en fin -lo cortó el padre Jacob-. Que otras cosas han de ocuparnos aquí.

– Ciertamente -confirmó el platero-. Y yo sé el qué. El duque Enrique no tuvo descendencia varonil, sólo tres hijas. El padre Thomas se permitió un romance con la más joven, Margarita.

– ¿Y el duque lo permitió? ¿Hasta ahí llegaba su amistad?

– El duque ya no vivía entonces -aclaró el platero-. La duquesa Ana o bien no sabía lo que pasaba o no quería saberlo. Thomas Behem no era obispo todavía, mas estaba en excelente conocimiento del resto de Silesia: de Enrique el Fiel de Glogów, de Casimiro de Cieszyn y Freistadt, de Bolek el Pequeño de Swidnica-Jawor, de Ladislao de Bython y Cosel, de Ludwig de Brzeg. Así que imagínense vuesas mercedes a alguien que no sólo acostumbra a pasar tiempo en Aviñón, junto al Santo Padre, sino que también es capaz de quitar las piedras de la vejiga, y eso con tanta maña que no sólo es que tras la operación le queda su polla al paciente, sino que ésta hasta se le levanta. Puede que no todos los días, pero lo hace. Y si esto puede sonar a burla, no lo es ciertamente. Es de todos sabidos que gracias a Thomas seguimos teniendo hoy día Piastas en Silesia. Pues ayudó con la misma pericia tanto a hombres como a mujeres. Y también a las parejas, si vuesas mercedes entienden a lo que me refiero.

– Temóme que no -dijo el burgomaestre.

– Sabía ayudar a matrimonios a los que no les iba bien en la cama. ¿Entendéis ahora?

– Ahora sí -asintió Juan Hofrichter-. Oséase, que la duquesa de Wroclaw jodia gracias a las tales artes médicas. Y naturalmente resultó de ello una criatura.

– Naturalmente -confirmó el padre Jacobo-. El asunto se solucionó del modo habituaclass="underline" a Margarita la cerraron en las clarisas, el niño fue a parar a Olesnica, a casa del duque Conrado. Conrado lo crió como a un hijo. Thomas Behem se hizo cada vez figura de mayor rango, en todas partes, en Silesia, en Praga, en la corte del emperador Carlos IV, en Aviñón. Así que el mozo tuvo ya la carrera segura en la tierna infancia. Carrera religiosa, se entiende. Dependiente de cuánto juicio mostrara. Si hubiera sido tonto del todo le habría tocado una parroquia de aldea. Que medio tonto, pues entonces abad de algunos cistercienses. Y si listo, le esperaba el capítulo de alguna colegiata.

– ¿Y cómo resultó ser?

– Listillo. Guapo como el padre. Y valeroso. Antes de que a nadie le diera tiempo a hacer nada, el futuro cura andaba ya peleando con los granpolacos al lado del joven duque, el futuro Conrado el Viejo. Se batió con tanta bravura que no hubo salida y lo armaron caballero. Y con feudo. De este modo murió el curilla Tymo, viva el chevalier Tymo Behem de Bielau. El caballero Tymo, que pronto hizo buena liga, casándose con la hija menor de Heidenreich Nostitz.

– ¿Nostitz le dio su hija al bastardo de un cura?

– El cura, padre del bastardo, fue nombrado por entonces sufragáneo de Wroclaw y obispo de Sarepta, conocía al Santo Padre, era consejero del rey Wenzel IV y se trataba de tú con todos los duques de Silesia. De seguro que el viejo Heidenreich le ofreció él mismo de buen grado a la hija.

– Es posible.

– Del enlace de la hija de Nostitz con Tymo de Bielau nacieron Enrique y Thomas. Se ve que la sangre del abuelo se hizo presente en Enrique porque se ordenó sacerdote, estudió en Praga y hasta su muerte, no hace mucho, fue escolástico en la Santa Cruz de Wroclaw. Thomas, por su parte, conoció a Boguszka, la hija de Miksza de Prochowice, y tuvo dos hijos con ella. Peter, llamado Peterlin, y Reinmar, llamado Reynevan. Peterlin, o sea Perejil, y Reynevan, o sea Tanaceto. Unos apodos vegetativo-herbáceos que no tengo ni idea si ellos mismos se los dieron, o si su origen tienen en la fantasía del padre. El cual, ya que en ello estamos, murió en la batalla de Tannenberg.

– ¿De qué lado?

– Del nuestro, del cristiano.

Juan Hofrichter meneó la cabeza, dio un trago de la jarra.

– Y el tal Reynevan o Tanaceto, que tiene por costumbre allegarse a mujeres ajenas… ¿Qué hace en los agustinos? ¿Es un hermano seglar? ¿Converso? ¿Novicio?

– Reinmar Bielau -sonrió el cura Jakob- es médico, que ha estudiado en Praga, en la Universidad Carolina. Antes de empezar los estudios ya estudiaba el muchacho en la escuela de la catedral de Wroclaw, luego aprendió los secretos de la herboristería con un boticario de Swidnica y con los hermanos del hospicio de Brzeg. Fueron precisamente los hermanos y su tío paterno, Enrique, el escolástico de Wroclaw, quienes lo mandaron a nuestros agustinos, que están especializados en la curación con yerbas. El muchacho, honrado y sensible, mostrando vocación, trabajaba para el hospital y la leprosería. Luego, por lo que se ha dicho, estudió medicina en Praga, también, por cierto, bajo la protección del tío y del dinero que el tío recibía como canónigo. Parece ser que le dio fuerte a los estudios, puesto que al cabo de dos años ya era bachiller en artes, artium baccalaureus. Se fue de Praga justo después de… Humm…

– Después de la defenestración -no tuvo reparo en terminar el burgomaestre-. Lo que muestra claramente que nada le ata a la, como la llaman, herejía husita.

– Nada le ata a ella -confirmó sereno el platero Frydman-. Lo sé bien por mi hijo, el cual también por aquellos tiempos estudiaba en Praga.

– Y bien que estuvo -añadió el burgomaestre Sachs- que Reynevan volviera a la Silesia y no al ducado de Ziebice, donde su hermano anda al servicio del duque Juan. Es un buen muchacho, y de buenas razones, aunque joven, y tan dotado para curar con las yerbas que pocos hallarás como él. A la mujer mía de unos furúnculos que le salieron en el, cómo se dice, en eso pues, la curó. A la hija de unas toses crónicas restableció. A mí me dio un cocimiento para los ojos que me supuraban, que como mano de santo…

El burgomaestre calló la boca, carraspeó y metió las manos en las mangas guarnecidas de piel de su sayo. Juan Hofrichter lo miró con atención.

– Esto -enunció- me ha aclarado por fin algunas cosas. Acerca del tal Reynevan. Ya lo sé todo. Aunque bastardo, sangre es de los Piastas. Hijo de obispo. Amado de los duques. Pariente de los Nostitz. Sobrino de un escolástico de la colegiata de Wroclaw. Compañero de estudios de los hijos de los ricos. Y además, por si fuera poco, famoso médico, casi milagroso, que sabe ganarse el agradecimiento de los poderosos. ¿Y de qué es de lo que os curó a vos, venerable padre Jacobo? ¿De qué malestares, por curiosidad?

– Los malestares -respondió con frialdad el preboste- no son tema a debate. Digamos entonces, sin detalles, que me sanó.

– No estaría bien -añadió el burgomaestre- perder a alguien así. Pena sería consentir que alguien así muriera en asuntos de familia tan sólo porque se dejara llevar por unos, cómo se dice, ojos fermosos. Que sirva pues a la república. Que sane, puesto que sabe…

– ¿Incluso si para ello usa de un pentagrama en el suelo? -bufó Hofrichter.

– Si sana -dijo serio el padre Gall-, si ayuda, si mitiga el dolor, pues incluso así. Un talento así es un regalo divino, el Señor lo da según Su voluntad y de acuerdo a un propósito por Él sabido. Spiritus fíat ubi vult, no somos nosotros quiénes para escudriñar sus caminos.