Robert Silverberg
Nave-hermana, estrella-hermana
Dieciséis años-luz de la Tierra hoy, en el quinto mes del viaje, y el impulso silencioso de la aceleración continúa aumentando la velocidad. Tres juegos de Go se están desarrollando en el salón de la nave. El capitán del año permanece de pie a la entrada del salón, observando casualmente a los jugadores: Roy y Sylvia, León y Chiang, Heinz y Elliot. El Go está muy de moda en la nave desde hace varias semanas. Los jugadores —por ahora se han sentido atraídos por la manía del juego unos dieciocho a veinte miembros de la expedición— permanecen sentados hora tras hora, contemplando las estrategias, inventando variaciones, cogiendo las piedras negras o blancas entre los dedos índice y medio, dejando caer las suaves piedras contra el tablero de madera, con ese característico y agudo sonido que producen. El capitán del año no juega, aunque el Go llegó a interesarle casi hasta la obsesión, hace ya mucho tiempo; nota que sus responsabilidades son tan acuciantes que no le atrae ahora ninguna clase de ejercicio en conquista territorial simulada. Sin embargo, viene aquí para observar, quedándose cinco o diez minutos, dedicándose después a sus deberes.
El mejor de los jugadores es Roy, el matemático, un hombre grande y pesado con un rostro suave y dormilón. Está sentado con los ojos cerrados, esperando con tranquilidad a que le llegue el turno para jugar.
—Me depuro a mí mismo contra la necesidad de ganar —le dijo ayer al capitán del año, cuando éste le preguntó en qué ocupaba su mente mientras esperaba.
Depurado o no, Roy gana más de la mitad de los juegos en que participa, aun cuando concede a la mayoría de sus contrincantes una ventaja de cuatro o cinco piedras.
A Sylvia sólo le concede una ventaja de dos. Ella es una mujer delicada, delgada y tímida; es genetista y juega bien, aunque con lentitud. Hace ahora su movimiento. Al escuchar el sonido, Roy abre los ojos. Estudia el tablero, señala y dice:
—Atari.
Es la forma convencional de llamar la atención al contrincante sobre el hecho de que su movimiento le va a permitir capturar varias de sus piedras. Sylvia sonríe ligeramente y retrasa su movimiento. Un momento después, vuelve a mover. Roy asiente con un gesto y recoge una piedra blanca, que sostiene en la mano durante casi un minuto antes de colocarla en el tablero.
Al capitán del año le gustaría hablar con Sylvia sobre uno de sus experimentos, pero comprende que estará ocupada con el juego durante una hora o más. La conversación puede esperar. En la nave nadie tiene prisa. Disponen de mucho tiempo para todo: toda una vida, quizá, si no pueden encontrar ningún planeta habitable. El universo es suyo. Examina el tablero y trata de anticipar cuál será el siguiente movimiento de Sylvia.
Tras él suenan unos pasos suaves; el capitán del año se vuelve. Noelle, la comunicadora de la nave, se aproxima al salón. Es una joven delgada y ciega de largo pelo negro, y habitualmente camina por los pasillos sin ayuda alguna: sin sensores, sin utilizar siquiera un bastón. Ocasionalmente tropieza, pero su equilibrio suele ser excelente, y su sentido de la situación de los obstáculos es extraordinario. Quizá para la ciega sea una especie de arrogancia el evitar toda clase de ayuda; pero también es una especie de poesía desesperada.
—Buenos días, capitán del año —saluda, al acercarse.
Noelle es infalible cuando se trata de hacer tales identificaciones. Ella afirma ser capaz de distinguir a los miembros de la expedición por pequeñísimos sonidos característicos que hace cada uno de ellos: la forma de respirar, las toses, el roce de las ropas. Entre los otros reina un cierto escepticismo al respecto. Muchos de quienes viajan a bordo de la nave creen que Noelle lee sus mentes. Ella no niega que posea el poder de la telepatía, pero insiste en afirmar que la única mente a la que tiene acceso directo es la de su hermana gemela Yvonne, que se ha quedado en la Tierra.
Se vuelve hacia ella y los ojos de ambos se encuentran; es un acto automático, una costumbre. Los de ella, oscuros y límpidos, miran con una fijeza desconcertante a través de la frente de él.
—Tendré un informe para que lo transmitas dentro de un par de horas —le dice él.
—Estoy dispuesta en cualquier momento —dice, sonriendo débilmente; a continuación escucha un momento el sonido de las piedras del Go y añade—: ¿Se están jugando tres juegos?
—Sí.
—Qué extraño que el juego no haya empezado a perder ya la afición que le tienen.
—Su atracción es poderosa —dice el capitán del año.
—Tiene que serlo. ¡Qué bonito es poder entregarse de ese modo a un juego!
—Lo dudo. El jugar al Go consume una gran cantidad de tiempo valioso.
—¿Tiempo? —Noelle se echó a reír—. ¿Qué podemos hacer con el tiempo, excepto consumirlo? —tras una pausa, pregunta—: ¿Es un juego difícil?
—Las reglas son bastante simples. La aplicación de esas reglas ya es una cuestión totalmente aparte. Creo que es un juego más profundo y sutil que el ajedrez.
Los ojos de ella recorren su rostro y de repente se detienen en los suyos.
—¿Cuánto tiempo tardaría yo en aprender a jugar?
—¿Tú?
—¿Y por qué no? También necesito algo de distracción, capitán del año.
—El tablero tiene cientos de intersecciones. Se pueden hacer movimientos en cualesquiera de ellas. Los modelos que se forman son complejos y están cambiando constantemente. Para alguien que no puede ver…
—Mi memoria es excelente —dijo Noelle—. Puedo visualizar el tablero y hacer las correcciones necesarias a medida que avance el juego. Sólo necesitas decirme dónde colocas tus piedras. Y, supongo, también deberías guiar mi mano cuando hiciera mis movimientos.
—Dudo que eso funcione, Noelle.
—De todos modos, ¿me enseñarás?
La nave es lisa y brillante, ahusada, elegante: una bala de plata cruzando el universo como un rayo, a una velocidad que en estos momentos excede ya el millón de kilómetros por segundo… Bueno, no. De hecho, la nave no es una bala, sino algo bastante rechoncho y solemne, tan desgarbado como cualquier vehículo espacial ordinario, dotada de una elaborada superestructura de brazos extensores, antenas, botalones de observación y otros artilugios externos. Pero, debido a su increíble velocidad, el capitán del año insiste en pensar en ella como algo liso y brillante, ahusado y elegante. Le lleva sin fricción alguna a través de la vasta capa gris y vacía del no-espacio, a una velocidad superior a la de la luz. Él sabe cómo es, pero se siente incapaz de eliminar de su mente esa imagen aerodinámica.
La expedición ya se encuentra a dieciséis años luz de la Tierra. Eso es algo que no le resulta fácil comprender. Percibe la fuerza, pero no el verdadero significado. Se puede decir a sí mismo: «ya estamos a dieciséis kilómetros de casa»; eso lo puede comprender. «Ya estamos a mil seiscientos kilómetros de casa»… sí, eso también puede comprenderlo. ¿Qué pasaría con «ya estamos a dieciséis millones de kilómetros de casa»? Eso ya le exige un esfuerzo a su capacidad de comprensión —un abismo, un abismo, un terrible, vacío y negro abismo—, pero cree poder llegar a comprender incluso una distancia tan grande. Pero… ¿dieciséis años luz? ¿Cómo puede explicárselo a sí mismo?
Brillantes estrellas flanquean el tubo de no-espacio a través del cual viaja ahora la nave, y él sabe que su barba, salpicada de canas, se habrá hecho completamente blanca antes de que la luz de esas estrellas brille en el cielo nocturno de la Tierra. Sólo han transcurrido unos pocos meses desde la partida de la expedición. Qué milagroso es, piensa, haber llegado tan lejos y de un modo tan rápido.
Aún así, existe un milagro todavía mayor. Le pedirá a Noelle que transmita un mensaje a la Tierra una hora después de comer, y sabe que obtendrá acuse de recibo del Control Central situado en Brasil antes de la cena. Para él, eso parece un milagro aún mayor.