Bubbacub contemplaba el techo, ignorando aparentemente la conversación. Su boca se movía como si cantara algo en una escala inaudible para los humanos.
Los brillantes ojos de Culla observaban al pequeño Jefe de la Biblioteca. Tal vez podía oír la canción, o tal vez también a él le aburría la conversación hasta el momento.
Kepler, Martine, Bubbacub, Culla… ¡nunca había creído que algún día estaría en una sala donde Fagin sería el menos extraño!
El kantén se agitó. Fagin estaba claramente excitado. Jacob se preguntó qué podría haber sucedido en el proyecto Navegante Solar para ponerlo así.
—Doctor Kepler, es posible que pudiera encontrar tiempo para ayudarles. —Jacob se encogió de hombros—. ¡Pero primero sería muy interesante averiguar de qué va todo esto!
Kepler sonrió.
—Oh, ¿no he llegado a decirlo? Oh, cielos. Supongo que últimamente evito pensar en el tema… Estoy todo el día dando vueltas a lo mismo…
Se enderezó e inspiró profundamente.
—Señor Demwa, parece que el sol está habitado.
SEGUNDA PARTE
En épocas prehistóricas, la Tierra fue visitada por seres desconocidos procedentes del cosmos. Estos seres desconocidos crearon la inteligencia humana por medio de mutaciones genéticas deliberadas. Los extra-terrestres recrearon a los homínidos «a su propia imagen». Por eso nosotros nos parecemos a ellos y no ellos a nosotros.
Las actividades mentales sublimes, como la religión, el altruismo y la moralidad, son fruto de la evolución, y tienen una base física.
4. IMAGEN VIRTUAL
La Bradbury era una nave nueva. Utilizaba tecnología muy avanzada respecto a la de sus predecesoras en la línea comercial, pues podía despegar del nivel del mar por sus propios medios en vez de ser transportada hasta la estación en lo alto de una de las «Agujas» ecuatoriales colgada de un globo gigante. La Bradbury era una enorme esfera, titánica según los primeros modelos.
Éste era el primer viaje de Jacob a bordo de una nave con energía de la ciencia de mil millones de años de antigüedad de los galácticos. Contempló desde la cabina de primera clase cómo la Tierra iba quedando atrás, y la Baja California se convertía primero en una costilla marrón, separando dos mares, y luego un simple dedo a lo largo de la costa de México. El panorama era espectacular, pero un poco decepcionante. El rugido y la aceleración de un avión transcontinental o la lenta majestuosidad de un zepelín crucero eran más románticos. Y las pocas veces que había salido de la Tierra, subiendo y bajando en globo, tenía las otras naves para contemplar, brillantes y atareadas, mientras flotaban hacia la Estación de Energía o volvían en el presurizado interior de una de las Agujas.
Ninguna de las grandes Agujas era aburrida. Las finas paredes de cerámica que contenían las torres de cuarenta kilómetros a niveles de presión del mar habían sido pintadas con gigantescos murales, grandes pájaros en vuelo y batallas espacíales de pseudociencia- ficción copiadas de las revistas del siglo xx. Nunca resultaban claustrofóbicas.
Con todo, Jacob se alegraba de estar a bordo de la Bradbury. Algún día tal vez visitara, por nostalgia, la Aguja Chocolate, en la cima del monte Kenya. Pero la otra, la de Ecuador… Jacob esperaba no tener que volver a ver la Aguja Vainilla nunca más.
No importaba que la gran torre estuviera sólo a un tiro de piedra de Caracas. No importaba que le dieran la bienvenida de un héroe, si iba allí alguna vez, pues era el hombre que había salvado la única maravilla de la ingeniería terrestre que llegó a impresionar a los galácticos.
Salvar a la Aguja le había costado a Jacob Demwa su esposa y una gran porción de su mente. El precio había sido demasiado elevado.
La Tierra se había convertido en un disco cuando Jacob se dispuso a buscar el bar de la nave. De repente le apetecía disfrutar de compañía. No se sentía así cuando subió a bordo. Lo había pasado mal poniendo excusas a Gloria y los demás del Centro. Makakai se había enfadado. Además, muchos de los materiales de investigación sobre Física Solar que había pedido no habían llegado, y habría que enviarlos a Mercurio. Finalmente había acabado por enfadarse consigo mismo por haberse dejado convencer para participar en este asunto.
Avanzó a lo largo del corredor principal, en el ecuador de la nave, hasta que encontró el salón, atestado de gente y tenuemente iluminado. Se abrió paso entre los grupitos que charlaban y los pasajeros que se acercaban a la barra a beber.
Unas cuarenta personas, muchas de ellas trabajadores contratados para operar en Mercurio, se congregaban en el salón. Bastantes de ellos, que habían bebido demasiado, hablaban en voz alta a sus vecinos o simplemente se quedaban atontados. Para algunos, marcharse de la Tierra había sido muy duro.
Unos pocos extraterrestres descansaban en cojines en un rincón aparte. Uno de ellos, un cintiano de piel brillante y gruesas gafas de sol, estaba sentado frente a Culla, que asentía en silencio mientras sorbía con una pajita lo que parecía ser una botella de vodka.
Había varios humanos cerca de los alienígenas, algo típico de los xenófilos que se agarraban a cada palabra que captaban en una conversación de extraterrestres y esperaban ansiosamente su oportunidad de hacer preguntas.
Jacob pensó en abrirse paso entre la multitud para llegar al rincón. Tal vez conociera al cintiano. Pero había demasiadas personas en aquella parte de la sala. Decidió tomar una copa y ver si alguien había empezado a contar historias.
Pronto formaba parte de un grupo que escuchaba a un ingeniero de minas que contaba una historia terriblemente exagerada de derrumbes y rescates en las profundas minas Herméticas. Aunque tuvo que esforzarse para oír por encima del ruido, Jacob estaba ya pensando que podía ignorar el dolor de cabeza que se aproximaba, al menos lo suficiente para escuchar el final de la historia, cuando un dedo en sus costillas le hizo dar un respingo.
— ¡Demwa! ¡Es usted! —chilló Fierre LaRoque—. ¡Qué suerte! Viajaremos juntos, y ahora siempre tendré alguien con quien poder intercambiar opiniones.
LaRoque llevaba una brillante túnica suelta. Blue Pur Smok flotaba en el aire, surgido de la pipa que chupaba con ansia.
Jacob trató de sonreír, pero como alguien le estaba pisando, fue más parecido a un rechinar de dientes.
—Hola, LaRoque. ¿Por qué va a Mercurio? ¿No le interesarían más a sus lectores las historias sobre las excavaciones peruanas o…?
—¿O similares pruebas dramáticas de que nuestros antepasados primitivos fueron creados por antiguos astronautas? —interrumpió LaRoque—. ¡Sí, Demwa, esa evidencia será pronto tan abrumadora que incluso los píeles y los escépticos que se sientan en el Consejo de la Confederación verán el error de sus conceptos!
—Veo que lleva la camisa —Jacob señaló la túnica plateada de LaRoque.
—Llevo la túnica de la Sociedad Daniken en mi último día en la Tierra, honrando a los arcanos que nos dieron el poder para salir al espacio. —LaRoque agarró la pipa y el vaso en una mano y con la otra alisó el medallón y la cadena de oro que colgaban de su cuello.