Parecía un lugar donde podían encontrarse fantasmas. Un purgatorio.
Jacob recordó un fragmento de un antiguo poema japonés preHaku que había leído hacía tan sólo un mes:
—¿Ha dicho algo?
Jacob salió del leve trance y vio a Dwayne Kepler a su lado.
—No, no mucho. Aquí tiene su chaqueta. —Tendió a Kepler la prenda doblada, quien la recogió con una sonrisa.
—Lo siento, pero la biología ataca en los momentos menos románticos. En la vida real los viajeros espaciales también tienen que ir al cuarto de baño. Bubbacub parece encontrar irresistible este tejido aterciopelado. Cada vez que suelto mi chaqueta para hacer algo, se echa a dormir encima. Voy a tener que comprarle una cuando vuelva a la Tierra. ¿De qué estábamos hablando antes de que me marchara?
Jacob señaló hacia la superficie de debajo.
—Estaba pensando… ahora comprendo por qué los astronautas llaman a la luna «el corral». Hay que tener cuidado.
Kepler asintió.
— ¡Sí, pero es mucho mejor que trabajar en algún estúpido proyecto casero! —Kepler hizo una pausa, como si estuviera a punto de decir algo importante. Pero el impulso se extinguió antes de que pudiera continuar. Se volvió hacia la portilla y señaló el panorama de debajo—. Los primeros observadores, Antoniodi y Schiaparelli, llamaron a esta zona Charit Regio. Ese enorme cráter de ahí es Goethe.
Señaló un montículo de material más oscuro en una brillante llanura—. Está muy cerca del polo norte, y debajo se halla la red de cuevas que hacen posible la Base Hermes.
Kepler era ahora la imagen perfecta del erudito, excepto los momentos en que alguno de los extremos de su largo bigote color arena se le metía en la boca. Su nerviosismo pareció remitir a medida que se iban acercando a Mercurio y la Base Navegante Solar, donde era el jefe.
Pero en ocasiones, sobre todo cuando la conversación trataba de la elevación o la Biblioteca, el rostro de Kepler asumía la expresión del hombre que tiene mucho que decir y no encuentra la forma de hacerlo. Era una expresión nerviosa y cohibida, como si tuviera miedo de expresar sus opiniones por temor a ser rebatido.
Después de reflexionar un poco, Jacob llegó a la conclusión de que conocía parte del motivo. Aunque el jefe del Navegante Solar no había dicho nada de forma explícita, Jacob estaba convencido de que Dwayne Kepler era religioso.
En medio de la controversia camisas-pieles y el Contacto con los extraterrestres, la religión organizada había quedado hecha pedazos.
Los danikenitas proclamaban su fe en una gran raza de seres, no omnipotentes, que habían intervenido en el desarrollo del hombre y podrían hacerlo de nuevo. Los seguidores de la Ética Neolítica predicaban sobre la palpable presencia del «espíritu del hombre».
Y la mera existencia de miles de razas que surcaban el espacio, donde pocas profesaban algo que fuera similar a las antiguas religiones de la Tierra, hizo un gran daño a la idea de un Dios todopoderoso y antropomórfico.
La mayoría de los credos formales habían co-optado por un bando u otro en la guerra camisa-piel, o habían derivado en un teísmo filosófico. Los ejércitos de fieles habían volado hacia otras banderas, y los que se quedaron guardaban silencio en mitad del tumulto.
Jacob se había preguntado a menudo si estaban esperando una Señal.
Si Kepler era creyente, eso explicaría parte de su cautela. Había bastante desempleo entre los científicos. Kepler no querría labrarse una reputación de fanático y arriesgarse a añadir su nombre a las filas de parados.
Jacob consideraba que era una lástima que el hombre pensara así. Habría sido interesante oír sus puntos de vista. Pero respetaba su claro deseo de intimidad en este tema.
Lo que atraía el interés profesional de Jacob era la forma en que el aislamiento podría haber contribuido a los problemas mentales de Kepler. En la cabeza del hombre había algo más que un problema filosófico, algo que ahora mismo dañaba su eficacia como líder y su confianza en sí mismo como científico.
Martine, la psicóloga, acompañaba a menudo a Kepler, recordándole de modo regular que tomara sus medicinas, frasquitos de diversas píldoras multicolores que llevaba en los bolsillos.
Jacob sentía que volvían las viejas costumbres, pues no habían sido apagadas por la quietud de los últimos meses en el Centro de Elevación. Tenía casi tanto interés en saber qué eran aquellas píldoras como en conocer cuál era el trabajo real de Mildred Martine en el Navegante Solar.
Martine era aún un enigma para Jacob. A pesar de sus conversaciones a bordo, no había llegado a penetrar en los malditos modales amistosos de la mujer. Su divertida condescendencia hacia él era tan pronunciada como la exagerada confianza del doctor Kepler. Los pensamientos de la mujer estaban en otra parte.
Martine y LaRoque apenas apartaban la vista de su portilla. Martine hablaba de su investigación sobre los efectos del color y el brillo en la conducta psicótica. Jacob lo había oído en su primera reunión en Ensenada. Una de las primeras cosas que hizo Martine tras unirse al Navegante Solar fue reducir al mínimo los efectos psicogénicos del medio, por si los «fenómenos» eran una ilusión causada por el estrés.
Su amistad con LaRoque había ido creciendo a lo largo del viaje mientras escuchaba, embelesada, todas las contradictorias historias de civilizaciones perdidas y antiguos visitantes extraterrestres. LaRoque respondió a la atención recurriendo a su famosa elocuencia. Varias veces sus conversaciones privadas en la cubierta consiguieron reunir público. Jacob prestó atención un par de veces. LaRoque podía ser muy sensible cuando se lo proponía.
Sin embargo, Jacob se sentía menos cómodo con aquel hombre que con los demás pasajeros. Prefería la compañía de gente menos ubicua, como Culla. Jacob había llegado a apreciar al alienígena. A pesar de los grandes ojos rojos y su increíble trabajo dental, el pring tenía gustos muy parecidos a él en muchas cosas.
Culla hacía montones de preguntas ingeniosas sobre la Tierra y los humanos, la mayoría referidas a la forma en que trataban a sus especies pupilas. Cuando se enteró de que Jacob había participado en el proyecto para elevar a la inteligencia plena a los chimpancés, los delfines, y últimamente a los perros y gorilas, empezó a tratar a Jacob con más respeto aún.
Ni una sola vez se refirió Culla a la tecnología de la Tierra como arcaica u obsoleta, aunque todo el mundo sabía que era única en la galaxia por su rareza. Después de todo no había constancia de que ninguna otra raza hubiera tenido que inventarlo todo partiendo de cero. La Biblioteca se encargaba de eso. Culla era un entusiasta de los beneficios que proporcionaría la Biblioteca a sus amigos humanos y chimpancés.
En una ocasión, el extraterrestre siguió al humano al gimnasio de la nave y contempló, con aquellos grandes ojos rojos suyos, cómo Jacob se embarcaba en una de sus sesiones maratonianas, una de las varias que hizo desde que salieron de la Tierra. Durante los descansos, Jacob descubrió que el pring ya había aprendido el arte de contar chistes picantes. La raza pring debía de tener conductas similares a la humanidad contemporánea, pues el remate «…sólo estábamos regateando sobre el precio» parecía tener el mismo significado para ambos.
Fueron los chistes, sobre todo, los que hicieron que Jacob advirtiera lo lejos que estaba de casa el estirado diplomático pring. Se preguntó si Culla se sentía tan solitario como lo estaría él en aquella situación.