Martine asintió de nuevo, débilmente.
8. REFLEJO
Jacob dejó que su mente divagara mientras LaRoque se lanzaba a una de sus exposiciones. En cualquier caso, el hombrecito estaba ahora más interesado en impresionar a Fagin que en derrotar verbalmente a Jacob. Este se preguntó si sería pecaminoso sentir lástima del extraterrestre por tener que escuchar.
Los tres viajaban en un pequeño vehículo que atravesaba los túneles hacia arriba, hacia abajo y lateralmente. Dos de las raíces- tentáculos de Fagin se agarraban a un bajo raíl que corría a unos pocos centímetros del suelo. Los dos humanos se agarraban a otro que circundaba la parte superior del coche.
Jacob escuchaba a medias. LaRoque continuaba con el tema que había iniciado a bordo de la Bradbury: que los Tutores perdidos de la Tierra, aquellos seres míticos que supuestamente iniciaron la Elevación del hombre hacía miles de años y luego dejaron el trabajo a medio terminar, estaban de algún modo asociados con el sol. LaRoque pensaba que los Espectros Solares podrían ser esa raza.
—Y luego están todas las referencias en las religiones de la tierra. ¡En casi todas el sol es considerado algo sagrado! ¡Es una de las tendencias comunes a todas las culturas!
LaRoque abrió los brazos, como pretendiendo abarcar la magnitud de sus ideas.
—Tiene mucho sentido —dijo—. También explicaría por qué es tan difícil para la Biblioteca localizar a nuestros antepasados. Seguramente las razas de tipo solar se conocen de antes. Por eso esta «investigación» es tan estúpida. Pero naturalmente son raras y nadie ha pensado todavía en suministrar a la Biblioteca esta correlación, que sin duda resolvería dos problemas a la vez.
El problema era que la idea resultaba muy difícil de refutar. Jacob suspiró para sus adentros. Naturalmente que muchas civilizaciones primitivas terrestres habían tenido cultos solares. ¡El Sol era una clara fuente de calor, luz y vida, algo con poderes milagrosos! Tenía que ser una etapa común en los pueblos primitivos proyectarse y ver propiedades animadas en su estrella.
Y ése era el problema. La galaxia tenía pocos «pueblos primitivos» para compararlos con la experiencia humana; principalmente animales, cazadores-recolectores pre-inteligentes (o tipos análogos), y razas inteligentes plenamente elevadas. Casi nunca aparecía un caso intermedio como el hombre, al parecer abandonado por su tutor sin tener el entrenamiento para hacer funcionar su nueva sapiencia.
En casos tan raros se sabía que las nuevas mentes escapaban de su nicho ecológico. Inventaban extrañas burlas de la ciencia, raras reglas de causa y efecto, supersticiones y mitos. Sin la mano de un tutor que les guiase, esas razas «salvajes» apenas duraban. La actual notoriedad de la humanidad se debía en parte a su supervivencia.
La propia carencia de otras especies con experiencias similares para compararla, hacía que las generalizaciones fueran fáciles de formular y difíciles de refutar. Ya que no había otros ejemplos de toda una raza en la adoración al sol que conociera la pequeña Sucursal de La Paz, LaRoque podía mantener que esas tradiciones de la humanidad recordaban que la Elevación nunca fue terminada.
Jacob prestó atención un momento por si LaRoque decía algo nuevo. Pero luego dejó que su mente divagara.
Habían pasado dos largos días desde el aterrizaje. Jacob había tenido que acostumbrarse a viajar de zonas de la base donde había gravedad a otras donde prevalecía el débil tirón de Mercurio. Le presentaron a muchos miembros del personal de la base, nombres que olvidó de inmediato en su mayoría. Luego Kepler asignó a alguien para que le llevara a sus habitaciones.
El médico jefe de la Base Hermes resultó ser un fanático de la Elevación de los Delfines. Se alegró de examinar las medicinas de Kepler, expresando sus dudas de que había demasiadas. Después insistió en celebrar una fiesta donde parecía que todos los miembros del departamento médico querían hacer preguntas sobre Makakai. Entre brindis, claro. De todas formas, tampoco fueron demasiadas preguntas.
La mente de Jacob se movió un poco más despacio mientras el coche se detenía y las puertas se abrían para mostrar la enorme caverna subterránea donde se guardaban y atendían las Naves Solares. Entonces, por un instante, pareció que el espacio mismo perdía su forma, y, peor aún, que todo el mundo tenía un doble.
La pared opuesta de la Caverna parecía hincharse hacia afuera, hasta una bombilla redonda situada sólo a unos pocos metros de distancia, directamente frente a él. Allí se encontraba un kantén de dos metros y medio de altura, un humano pequeño de rostro arrebolado, y un hombre alto, fornido y de tez oscura, que se quedó mirando a Jacob con una de las expresiones más estúpidas que había visto jamás.
De pronto Jacob se dio cuenta de que estaba contemplando el casco de una Nave Solar, el espejo más perfecto del sistema solar. El hombre sorprendido que tenía enfrente, con una clara resaca, era su propio reflejo.
La nave esférica de veinte metros era un espejo tan bueno que resultaba difícil definir su forma. Sólo advirtiendo la brusca discontinuidad del borde y la forma en que las imágenes reflejadas se arqueaban pudo enfocar sus ojos sobre algo que podía ser interpretado como un objeto real.
—Muy bonita —admitió LaRoque a regañadientes—. Hermoso cristal, valiente y confundido. —Alzó su pequeña cámara y la movió de izquierda a derecha.
—Impresionante —añadió Fagin.
Sí, pensó Jacob. Y grande como una casa también.
Por grande que fuera la nave, la Caverna la hacía parecer insignificante. El techo rocoso formaba una cúpula en las alturas, desapareciendo en una bruma de condensación. Se encontraban en un lugar estrecho, pero que se extendía hacia la derecha durante al menos un kilómetro, antes de curvarse y perderse de vista.
Subieron a una plataforma que los puso a la altura del ecuador de la nave, por encima de la planta de trabajo del hangar. Había un pequeño grupo debajo, empequeñecido por la esfera plateada.
A doscientos metros a la izquierda se encontraban las enormes puertas de vacío, que tenían unos ciento cincuenta metros de anchura. Jacob supuso que eran parte de la compuerta que conducía, a través de un túnel, a la poco amistosa superficie de Mercurio, donde las gigantescas naves interplanetarias, como la Bradbury, descansaban en grandes cavernas naturales.
Una rampa conducía de la plataforma al suelo de la caverna. Al fondo, Kepler hablaba con tres hombres ataviados con monos. Culla no se encontraba muy lejos. Su compañero era un chimpancé bien vestido que usaba monóculo y estaba subido a una silla para estar a la par con los ojos del extraterrestre.
El chimpancé saltaba flexionando las rodillas y hacía temblar la silla. Golpeó furiosamente un instrumento que tenía en el pecho. El diplomático pring lo observaba con una expresión que Jacob había aprendido a identificar como de amistoso respeto. Pero había algo más en la pose de Culla que le sorprendió… una indolencia, una flojedad en su postura ante el chimpancé que nunca había visto cuando el E.T. hablaba con un kantén, un cintiano, y especialmente con un pil.
Kepler saludó primero a Fagin y luego se volvió hacia Jacob.
—Me alegro de que haya venido, señor Demwa. —Kepler le estrechó la mano con una firmeza que sorprendió a Jacob, y luego llamó al chimpancé que tenía al lado.
—Éste es el doctor Jeffrey, el primero de su especie en ser miembro de pleno derecho de un equipo de investigación espacial, y un trabajador magnífico. Visitaremos su nave.
Jeffrey saludó con la mueca característica de la especie de superchimpancés. Dos siglos de ingeniería genética habían propiciado cambios en el cráneo y el arco pelviano, cambios modelados según la estructura humana, ya que era la más fácil de duplicar. Parecía un hombrecillo marrón muy peludo con brazos largos y dientes saltones.