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Extraído del informe preliminar del Taller Sonda Solar de la NASA.

10. CALOR

Las formas ocres, con aspecto de rizos retorcidos y boas emplumadas, flotaban en un fondo rosado y neblinoso, como suspendidas por hilos invisibles. La hilera de oscuros arcos retorcidos — cada uno una cuerda encrespada de tentáculos gaseosos— se perdía en la distancia. Cada arco aparecía más lejano, empequeñecido por la perspectiva, hasta que el último se difuminaba en el arremolinado miasma rojo.

A Jacob le resultó difícil concentrarse en un solo detalle de la imagen holográfica grabada. Los oscuros filamentos y corrientes que componían la topografía visible de la cromosfera central resultaban engañosos en su forma y textura.

El filamento más cercano casi llenaba la esquina superior izquierda del tanque. Hilos encrespados de un gas más oscuro se arremolinaban en torno a un campo magnético casi invisible que se arqueaba sobre una mancha solar casi a mil kilómetros por debajo.

Muy por encima del lugar donde la mayor parte de la producción de energía del sol escapaba al espacio en forma de luz, un observador podía distinguir los detalles durante miles de kilómetros. Incluso así, era difícil acostumbrarse a la idea de que el campo magnético que ahora contemplaba Jacob tenía aproximadamente el tamaño de Noruega. Apenas una filigrana en una cadena que se arqueaba durante doscientos mil kilómetros por encima de un grupo de manchas solares, más abajo.

Y éste era una minucia comparado con muchos otros que habían visto.

Un arco se había extendido un cuarto de millón de kilómetros de un extremo a otro. La imagen había sido grabada varios meses atrás, en una región activa que ya había desaparecido, y la nave que la había grabado mantuvo la distancia. La razón quedó clara cuando la cima del gigantesco arco retorcido estalló en la forma del más terrible de los eventos solares, una llamarada.

La llamarada era hermosa y terrible, un maelstrom ardiente de brillo reprensentando un cortocircuito eléctrico de incomprensible magnitud. Ni siquiera una Nave Solar habría sobrevivido a la súbita liberación de neutrones cargados de energía de las reacciones nucleares provocadas por la llamarada, partículas inmunes a los campos electromagnéticos de la nave, demasiados neutrones para repelerlos usando compresión temporal. El jefe del Proyecto Navegante Solar recalcó que, por ese motivo, las llamaradas eran normalmente predecibles y evitables.

Jacob habría encontrado la afirmación más tranquilizadora sin el adverbio «normalmente».

Por lo demás, la reunión había sido rutinaria ya que Kepler repasó rápidamente algunos fundamentos de física solar. Jacob había aprendido más sobre el tema en sus estudios anteriores a bordo de la Bradbury, pero tuvo que admitir que las proyecciones de las inmersiones en la cromosfera resultaron fantásticas ayudas visuales. Si resultaba difícil comprender el tamaño de las cosas que veía, Jacob no podía echar la culpa a nadie más que a sí mismo.

Kepler había esbozado brevemente la dinámica básica del interior del sol, la estrella real, de la que la cromosfera no era más que una fina piel.

En el profundo núcleo, el peso inimaginable de la masa del sol provoca reacciones nucleares, produciendo calor y presión e impidiendo que la gigantesca bola de plasma se contraiga bajo su propia tensión gravitacional. La presión mantiene el cuerpo «inflado».

La energía desprendida por los fuegos del núcleo se abre paso lentamente hacia afuera, unas veces en forma de luz, y otras como un intercambio del material caliente de abajo por el material más frío de arriba. Por radiación, la energía alcanza la gruesa capa conocida por «fotosfera» (la esfera de luz), donde finalmente encuentra la libertad y se marcha para siempre al espacio.

La materia del interior de una estrella es tan densa que un súbito cataclismo en el interior tardaría millones de años en notarse en el cambio de la cantidad de luz que irradia la superficie. Pero el sol no se acaba en la fotosfera: la densidad de la materia cae lentamente por su peso. Si se incluyen los iones y electrones que fluyen eternamente al espacio con el viento solar (para producir las auroras en la Tierra, y para dar forma a las colas de plasma de las cometas), podría decirse que el sol no tiene frontera real. En efecto, se extiende para tocar las demás estrellas.

El halo de la corona riela alrededor del borde de la luna cuando hay un eclipse de sol. Los tentáculos que parecen tan suaves en una placa fotográfica están compuestos de electrones calentados a millones de grados, pero son difusos, casi tan finos (e inofensivos para las Naves Solares) como el viento solar. Entre la fotosfera y la corona se encuentra la cromosfera, (la esfera de color), el lugar donde el viejo sol hace las alteraciones finales a su espectáculo de luz, donde coloca su firma espectral en la luz que ven los terrestres.

Aquí la temperatura se reduce súbitamente al mínimo, tan sólo unos pocos miles de grados. El pulso de las células fotosféricas envía ondas de gravitación hacia la cromosfera, tocando sutilmente las cuerdas del espacio-tiempo a lo largo de millones de kilómetros, y las partículas cargadas, en la cresta de las ondas de Alfven, son barridas hacia arriba por un poderosos viento. Éstos eran los dominios del Navegante Solar. En la cromosfera, los campos magnéticos del sol juegan al escondite, y los componentes químicos simples arden efímeramente. Si se eligen las bandas adecuadas, puede verse a distancias tremendas. Y hay mucho que ver.

Kepler estaba ahora en su elemento. En la habitación a oscuras su pelo y su bigote brillaban rojizos con la luz que desprendía el tanque. Su voz sonaba confiada mientras usaba un fino punzón para señalar a su público rasgos de la cromosfera.

Explicó la historia del ciclo de las manchas solares, el ritmo alternativo de alta y baja actividad magnética que cambia la polaridad cada once años. Los campos magnéticos «brotan» del sol para formar complicados bucles en la cromosfera, bucles que a veces pueden ser seguidos mirando las pautas de los filamentos oscuros con luz de hidrógeno.

Los filamentos se retorcían alrededor de las líneas de campo y brillaban con complejas corrientes eléctricas inducidas. De cerca parecían menos emplumadas de lo que Jacob había supuesto al principio. Brillantes franjas de color rojo oscuro se retorcían unas sobre otras a lo largo del arco, a veces girando en complicadas pautas hasta que algunos nudos se tensaban y escupían brillantes gotas como la grasa caliente de un filete.

Era hermoso y aturdidor, aunque el rojo monocromo acabó por lastimar los ojos de Jacob. Apartó la mirada del tanque y descansó contemplando la pared de la sala.

Los dos días transcurridos desde que Jeffrey se despidió y se marchó con su nave al sol habían sido para Jacob una mezcla de placer y frustración. Ciertamente, había estado ocupado.

El día anterior había visto las minas de Mercurio. A Jacob le sorprendió la belleza de los grandes pliegues que cubrían grandes cavernas huecas al norte de la base con suaves cortezas irisadas de metal puro, y contempló con asombro las máquinas empequeñecidas y los hombres que comían a sus flancos. Siempre recordaría la sorpresa que sintió, tanto por la hermosura del gigantesco campo de material fundido y petrificado, como por la temeridad de los diminutos hombres que se atrevían a molestarla en busca de su tesoro.

También le resultó divertida la tarde que pasó en compañía de Helene deSilva. En su apartamento, ella compartió con Jacob una botella de coñac alienígena cuyo valor él no se atrevió a calcular.