La nave se bamboleaba a través de los turbulentos vientos de la cromosfera, absorbiendo las fuerzas de plasma con sutiles cambios de sus propios campos magnéticos, navegando con velas hechas de matemáticas casi corpóreas. Los rayos que se enroscaban y crecían en esos campos de fuerza (permitiendo que la tensión de los remolinos en conflicto cayera en una dirección y luego en la otra), ayudaban a recortar las sacudidas de la tormenta.
Esos mismos escudos mantenían fuera la mayor parte del ululante calor, diversificando el resto en formas tolerables. El que pasaba era absorbido en una cámara para alimentar el Láser Refrigerador, el riñon que filtraba el flujo de rayos que apartaba incluso el plasma en su camino.
Sin embargo, todo esto no eran más que invenciones de los terrícolas. Lo que hacía que la nave fuera grácil y segura era la ciencia de los galácticos. Los campos gravitatorios repelían el amoroso y aplastante tirón del sol, de forma que la nave caía o volaba a voluntad. Las fuerzas resonantes en el centro del filamento eran absorbidas o neutralizadas, y la duración misma era alterada por tempo- compresión.
En relación con un punto fijo del sol (si es que eso existía), se movía a lo largo del arco magnético a miles de kilómetros por hora. Pero en relación a las nubes que la rodeaban, la nave parecía abrirse paso lentamente, persiguiendo un objetivo apenas entrevisto.
Jacob contemplaba el abismo con un ojo y observaba a Culla con el otro. El alto alienígena era el vigía de la nave. Se encontraba junto al timonel, con los ojos brillantes, señalando la oscuridad.
Las direcciones de Culla eran sólo un poco mejores que las que daban los instrumentos de la nave, pero a Jacob le costaba trabajo leerlos, así que apreciaba tener a alguien que dijera a los pasajeros y la tripulación dónde mirar.
Durante una hora contemplaron motas que brillaban en la distante bruma. Las motas eran extremadamente débiles, en las líneas azules y grises que deSilva había ordenado abrir, pero de vez en cuando un estallido de luz verdosa corría de una a otra, como un faro que de repente alcanza a un barco y luego pasa de largo.
Ahora los destellos se producían con más frecuencia. Había al menos un centenar de objetos, todos del mismo tamaño aproximado. Jacob observó el Medidor de Proximidad. Setecientos kilómetros.
A los doscientos, su forma se hizo clara. Cada una de las «ovejas magnéticas» era un toro geométrico. A esta distancia la colonia parecía una gran colección de diminutos anillos de boda azules. Cada anillito estaba alineado de la misma forma, a lo largo del arco filamentoso.
—Se alinean a lo largo del campo magnético donde es más intenso —dijo deSilva—. Y giran sobre su eje para generar una corriente eléctrica. Dios sabe cómo llegan de una región activa a otra cuando los campos cambian. Todavía estamos intentando averiguar qué los mantiene juntos.
Hacia el borde de la multitud, unos cuantos toros se bamboleaban lentamente mientras giraban. La avanzadilla.
De repente, por un instante, un brusco brillo rojo bañó la nave. Luego regresó el tono ocre. El piloto miró a Jacob.
—Acabamos de atravesar la cola láser de uno de estos toros. Un disparo ocasional como ése no causa ningún daño —dijo—. ¡Pero si nos acercáramos desde atrás y por debajo del rebaño principal, podríamos tener problemas!
Un amasijo de oscuro plasma, más frío o moviéndose mucho más rápido que el gas circundante, pasó delante de la nave, bloqueando su visibilidad.
—¿Para qué sirve ese láser? —preguntó Jacob.
DeSilva se encogió de hombros.
—¿Estabilidad dinámica? ¿Propulsión? Posiblemente lo usan para enfriarse, como nosotros. Supongo que incluso podría haber materia sólida en su composición, si esto fuera cierto.
»Sea cual sea su función, es lo suficientemente poderoso para lanzar luz verde a través de esas pantallas sintonizadas en rojo. Ése fue el único motivo por el que los descubrimos. Aunque grandes, son como polen sacudido por el viento. Sin la ayuda del láser, podríamos buscar durante un millón de años y no encontrar ningún toroide. Son invisibles en el hidrógeno alfa, así que para observarlos mejor abrimos un par de bandas en el azul y el verde. ¡Naturalmente no podremos abrir la longitud de onda a la que está sintonizada ese láser! Las líneas que elegimos son tranquilas y ópticamente densas, así que todo lo que vea verde o azul procede de una bestia. Tendría que ser un cambio desagradable.
—Cualquier cosa mejor que este condenado rojo.
La nave atravesó la materia oscura y de repente casi estuvieron entre las criaturas.
Jacob tragó saliva y cerró los ojos momentáneamente. Cuando volvió a mirar, descubrió que no podía deglutir. Después de tres días de increíbles panoramas, lo que vio le dejó indefenso ante un poderoso temblor de emoción.
Si un grupo de peces es un «banco» por su disciplina, y varios leones comprenden una «carnada», por su actitud, Jacob decidió que el grupo de seres solares sólo podía ser considerado una «bengala». Tan intenso era su brillo que sus miembros parecían resplandecer contra el negro espacio.
Los toroides más cercanos brillaban con los colores de una primavera terrestre. Sólo a lo lejos se desvanecían los colores. Un verde claro titilaba bajo sus ejes, donde la luz láser se esparcía en el plasma.
Alrededor de ellos chispeaba un halo difuso de luz blanca.
—Radiación sincrotrónica —dijo un tripulante—. ¡Sí que deben estar girando! ¡Detecto un gran flujo a 100KeV!
El toroide más cercano, cuatrocientos metros de diámetro y más de dos mil de largo, giraba locamente. Alrededor de su borde, formas geométricas volaban como las perlas de un collar, cambiando, de modo que los diamantes azul intenso se convertían en sinuosas bandas púrpura, circundando un brillante anillo esmeralda, todo en cuestión de segundos.
La capitana de la Nave Solar se encontraba junto a la cámara del Piloto, contemplando indicadores y medidores, y alerta a todos los detalles. Mirarla era como mirar a una versión suavizada del espectáculo ante la nave, pues los colores flexibles e iridiscentes del toroide más cercano bañaban su rostro y su uniforme blanco y quedaban domados y difuminados cuando llegaban a los ojos de Jacob. Primero débilmente y luego con más brillantez a medida que el verde y el azul se mezclaban y expulsaban el rosa, los colores chispeaban cada vez que ella alzaba la cabeza y sonreía.
De repente, el azul aumentó cuando un estallido de exhuberancia del toroide coincidió con una intrincada muestra de pautas, como el agitar de unos ganglios en el borde de la bestia-anillo.
La ejecución fue inaudita. Las arterias brotaron en verde y se entrelazaron con venas absorbidas por un azul casto y pulsante. Las venas latieron en contrapunto, luego crecieron como ávidas enredaderas, retirándose para revelar nubes de diminutos triángulos: chorros de polen bidimensional que se esparcieron en una multitud de colisiones minúsculas de tres puntos alrededor del cuerpo no- euclidiano del toro. De inmediato el motivo se hizo isósceles, y el borde en forma de donut se convirtió en una confusión de lados y de ángulos.
La exhibición alcanzó un clima de intensidad, luego remitió. Las pautas del borde se hicieron menos brillantes y el toro retrocedió, encontrando un lugar donde girar entre sus compañeros mientras el rojo empezaba a regresar, apartando verdes y azules de la cubierta de la nave y de los rostros de los observadores.
—Eso ha sido un saludo —dijo por fin Helene deSilva—. Hay escépticos en la Tierra que todavía piensan que los magnetóvoros no son más que una forma de aberración magnética. Que vengan y lo vean con sus propios ojos. Somos testigos de una forma de vida. Está claro que el Creador acepta pocos límites al alcance de su trabajo.