¿Largo viaje? ¿Qué largo viaje?, pensó Jacob de repente. ¡Yo no voy a ninguna parte!
Pero el rinconcito de su mente que había dejado preparado para ese tipo de cosas había notado algo en esta reunión convocada por Fagin. Sentía expectación, y a la vez el deseo de reprimirla. Las sensaciones habrían sido intrigantes si no fueran ya tan familiares.
Condujo en silencio durante un rato. Pronto la ciudad dio paso al campo, y el tráfico se redujo a un hilillo. Durante los siguientes veinte kilómetros condujo con el calor del sol sobre el brazo, y un puñado de dudas jugando al escondite en su mente.
A pesar de la inquietud que había sentido últimamente, experimentaba cierta resistencia a admitir que era hora de dejar el Centro de Elevación. El trabajo con los delfines y chimpancés era fascinante, y mucho más equilibrado —después de las primeras y tumultuosas semanas, durante el asunto de la Esfinge de Agua— que su antigua profesión de investigador criminólogo. El personal del Centro era trabajador y, contrariamente a muchas otras empresas científicas de la Tierra, tenía la moral bien alta. Hacían un trabajo que tenía un enorme valor intrínseco y no quedaría obsoleto instantáneamente cuando la Sucursal de la Biblioteca en La Paz estuviera en pleno funcionamiento.
Pero lo más importante de todo era que había hecho amigos, y esos amigos le habían apoyado durante el último año, cuando empezó el lento proceso de unir las porciones dispersas de su mente.
En especial Gloria. Voy a tener que hacer algo respecto a ella si me quedo, pensó Jacob. Algo más que la camaradería que hemos llevado hasta el momento. Los sentimientos de la muchacha se estaban trasluciendo.
Antes del desastre en Ecuador, la pérdida que le había llevado al Centro en busca de paz y trabajo, Jacob habría sabido qué hacer y habría tenido el valor para hacerlo. Ahora sus sentimientos eran un lío. Se preguntó si alguna vez desearía tener algo más que una relación amorosa casual.
Habían pasado dos largos años desde la muerte de Tania. En ocasiones se había sentido solo, a pesar del trabajo, los amigos, y los juegos siempre fascinantes que practicaba con su mente.
El terreno se volvió marrón y montañoso. Mientras contemplaba los cactus que iba dejando atrás, Jacob se acomodó para disfrutar del lento ritmo del viaje. Incluso ahora, su cuerpo oscilaba levemente con el movimiento, como si todavía se encontrara en el mar.
El océano destellaba azul tras las montañas. Cuanto más lo acercaba la carretera curva al lugar del encuentro, más deseaba estar a bordo de un barco, esperando el regreso de las primeras corcovadas y las colas alzadas de la Migración Gris del año, escuchando la Canción del Líder de las ballenas.
Sorteó una colina para encontrarse con que los aparcamientos a ambos lados de la carretera estaban repletos de pequeños coches eléctricos como el suyo. En la cima de las montañas había docenas de personas.
Jacob acercó su vehículo a la guía automática de la derecha, donde podría circular lentamente y apartar los ojos de la autopista. ¿Qué pasaba aquí? Dos adultos y varios niños bajaron de un coche al lado izquierdo de la carretera, sacando sus prismáticos y sus cestas con la merienda. Estaban claramente excitados. Parecían una familia típica de excursión, pero todos llevaban brillantes túnicas plateadas y amuletos dorados. La mayoría de la gente en las montañas iba vestida de forma similar. Muchos tenían pequeños telescopios, y apuntaban hacia la carretera, a algo que a Jacob le quedaba oculto por la montaña que tenía a la derecha.
La multitud de esa otra montaña vestía atuendos cavernícolas y plumas. Estos Cro-Magnones Completos estaban comprometidos. Tenían sus propios telescopios, así como relojes de pulsera, radios y megáfonos, junto con sus hachas y lanzas de pedernal.
No era sorprendente que los dos grupos ocuparan colinas opuestas. En lo único en que los camisas y los pieles estaban de acuerdo era en su odio hacia la Cuarentena Extraterrestre.
Un gran cartel cruzaba la autopista entre las dos colinas.
Jacob sonrió. Los «periódicos» habían tenido tema de sobra con esa última orden. Había caricaturas en todos los canales que mostraban a los visitantes de las Reservas obligados a quitarse la piel, mientras un par de etés con aspecto de serpiente observaban atentamente.
Los coches aparcados se apretujaban en la cima. Cuando el automóvil de Jacob llegó a ese punto pudo ver la Barrera.
En un amplio arco de terreno baldío que se extendía de este a oeste corría otra línea de postes con alambradas, esta vez completa. Los colores de muchos de los postes se habían deslucido. El polvo cubría las lámparas redondas que los remataban.
Los ubicuos trazadores-C actuaban aquí y allá como criba visible, permitiendo a los ciudadanos entrar y salir libremente de la Reserva E.T., pero advirtiendo a los condicionales para que se quedasen fuera, y a los alienígenas para que se quedasen dentro. Era un burdo recordatorio de un hecho que la mayoría de la gente ignoraba: que una gran parte de la humanidad llevaba insertados transmisores porque la otra parte, la mayor, no se fiaba de ellos. La mayoría no quería contactos entre los extraterrestres y los que habían sido calificados por un test psicológico como «tendentes a la violencia».
Al parecer, la Barrera hacía bien su trabajo. Las multitudes a ambos lados se hacían más grandes, y los trajes más salvajes, pero la muchedumbre se detenía justo al norte de la línea de postes-C. Algunos de los pieles y camisas eran probablemente ciudadanos, pero se quedaban a este lado con sus amigos, por amabilidad y tal vez en señal de protesta.
La multitud era más densa al norte de la Barrera. Aquí los camisas y pieles hacían gestos a los ocupantes de los vehículos que pasaban. Jacob permaneció en el sistema de guía y miró alrededor, protegiéndose los ojos contra el resplandor del sol y disfrutando del espectáculo.
Un joven a la izquierda, envuelto en satén plateado de la garganta a los pies, alzó una pancarta que decía: «La Humanidad también fue Elevada: ¡Dejad salir a nuestros primos extraterrestres!». Justo frente a él, una mujer llevaba un estandarte atado al palo de la lanza: «Nosotros lo hicimos solos: ¡Etés fuera de la Tierra!».
Ésa era la controversia, en síntesis. El mundo entero esperaba a ver quiénes tenían razón, si los que creían en Darwin o los que seguían a Von Daniken. Los camisas y pieles eran sólo los ejemplos más fanáticos de una polémica que había dividido a la humanidad en dos campos filosóficos. El motivo: «¿Cuál fue el origen del Homo- Sapiens como ser pensante?».
¿O era eso todo lo que representaban los camisas y pieles?
El primer grupo llevaba su amor por los alienígenas a un frenesí pseudorreligioso. ¿Xenofilia histérica?
Los Neolíticos, con su amor por los atuendos cavernícolas y la sabiduría antigua, ¿basaban sus gritos de «independencia de la influencia E.T.» en algo más básico, tal vez miedo a los desconocidos y poderosos alienígenas? ¿Xenofobia?
Jacob estaba seguro de una cosa: los camisas y pieles compartían su resentimiento. Resentimiento hacia la cauta política de compromiso de la Confederación hacia los E.T. Resentimiento hacia las Leyes Condicionales que mantenía aislados a tantos. Resentimiento hacia un mundo donde el hombre ya no conocía con seguridad cuáles eran sus raíces.
Un hombre viejo y sin afeitar llamó la atención de Jacob. Estaba agachado junto a la carretera, saltaba y señalaba el terreno entre sus piernas, gritando en medio del polvo levantado por la multitud. Jacob redujo la velocidad al aproximarse.