— Ilya Andreevich, al teléfono. Le han llamado varias veces estos días durante su ausencia.
— Davydov bufó encolerizado, levantando los ojos de las notas. Sobre la mesa había un paquete enorme con un rótulo que decía: «Al profesor Davydov. Urgente». Bajo las notas yacían dos artículos que le habían remitido para su examen. En los pocos días empleados en solicitar el permiso para una expedición al Kam, se acumuló gran cantidad de trabajo, esa clase de trabajo que suele asediar a un científico y que no tiene ninguna relación directa con sus estudios. En casa de Davydov, un estudiante esperaba hacia mucho tiempo su opinión acerca de una larga tesis de doctorado. Dentro de tres horas tendría que tomar parte en una larga reunión.
Y además, Davydov debía escribir algunas cartas en relación con el extraordinario asunto de Shatrov.
Vuelto al trabajo, tras haber hablado por teléfono, el profesor se enfrascó otra vez en la lectura de las notas. De vez en cuando escribía algo sobre el papel, tachando encolerizado una palabra o lanzando una imprecación dedicada al corrector. Por fin, las líneas empezaron a bailarle delante de los ojos, y Davydov comprendió que debía descansar.
Se restregó los ojos, se estiró y de pronto empezó a cantar en voz alta e increíblemente desentonada un melancólico motivo:
Llamaron a la puerta entreabierta. Entró el profesor Kolcov, vicedirector del instituto en donde trabajaba Davydov. Sobre su rostro enmarcado por una corta barba, vagaba una sonrisa hastiada, y los ojos, oscuros miraban tristes bajo las largas pestañas curvadas como las de una mujer.
— Una triste canción — comentó Kolcov.
— ¡Ya lo creo! Las pequeñeces no me permiten ocuparme de mi verdadero trabajo. Cuanto más envejezco, más me asaltaban tonterías de toda clase, y ya no tengo las fuerzas de antes, me es difícil trabajar de noche… ¡Maldita sea — tronó Davydov.
— ¡Calma! — Kolcov hizo una mueca —. No dudo que podrá solucionarlo. Un temperamento como el suyo, un capitán como usted… — se rió. Tengo para usted una carta de Korpacenko desde Alma-Ata. Creo que le interesará.
Sobre los techos el cielo empezaba a clarear. Cerca de la ventana abierta el precoz estival luchaba con la luz amarilla de la lámpara. Davydov volvió a fumar, pero el cigarrillo ya no le producía satisfacción, estaba cansado. Pero había llevado a cabo el programa establecido: once cartas a los geólogos destacados en la región de los sedimentos cretáceos de Asia central descansaban sobre la mesa llena de papeles y libros. Sólo faltaban por hacer los sobres, y las cartas saldrían con el correo de la mañana. Davydov empezó a escribir las direcciones, frotándose los ojos adormecidos, sin darse cuenta de que su mujer había entrado en la habitación.
— ¡No te da vergüenza! — exclamó indignada la mujer —. ¡Está amaneciendo! ¿Y tus promesas de no trabajar de noche? Y luego te quejas y dices que estás cansado, que ya no puedes… ¡Ah, así no pueden continuar las cosas!
— Ya he terminado… Mira, sólo faltan cinco sobres y ya he terminado — se justificó Davydov con un sentimiento de culpa —. Te prometo que no lo haré más. Esta vez era urgente y tenía…, a cualquier precio… Vete a dormir, pequeña, en seguida vengo.
Cerrada ya la última carta, Davydov apagó la lámpara. La habitación fue invadida por el aire fresco y la tenue luz matinal.
Davydov miró al cielo y se restregó la frente. De improviso, la misión de buscar las huellas de los seres extraterrestres en los valles montañosos del Asia central se le apareció en toda su desesperada dificultad.
En efecto, si se encontraban con frecuencia restos fósiles de animales era porque habían existido miles de millones de ejemplares en la superficie de la Tierra y muchos de sus despojos se habían hallado en condiciones que favorecían su conservación y fosilización. Pero los seres extraterrestres no podían ser muchos. Pero en algún lugar se conservarían huellas suyas; descubrirlas entre las grandes masas de depósitos sedimentarios, entre miles de kilómetros cúbicos de roca, sólo resultaría posible al precio de excavaciones colosales. Se precisaban miles de hombres para examinar millones de metros cúbicos de roca, centenares de potentes excavadoras para remover los estratos de tierras superficiales. ¡Una quimera! Ningún país del mundo, por rico que fuese, invertiría miles de millones de rublos en excavaciones de semejante magnitud. Una excavación normal, aunque fuera importante, aunque hubiese dejado al desnudo un área de trescientos o cuatrocientos metros cuadrados, sólo sería una gota de agua en el mar, una bagatela comparada con la misión impuesta. ¿Y las probabilidades? ¡Cero!
La verdad desnuda y despiadada le obligó a inclinar la cabeza. Sus tentativas le parecieron ridículas; sus proyectos, desesperados.
Shatrov tenía razón, toda la razón al considerar, con su límpida mente, absolutamente inadecuados los medios a su disposición.
— ¡Qué pena! — se dijo amargamente Davydov —. Será imposible conseguirlo… ¿Pero qué otra cosa se podía hacer? A propósito…, la carta de Korpacenko. Aún no la he leído.
El profesor sacó de su cartera la carta del conocido geólogo de la Academia de Ciencias del Kazachstan. Este informaba al Instituto que, durante el año en curso, se iniciarían grandiosos trabajos en distintos valles montañosos del Tiang-shang para la construcción de una red de grandes canales y centrales eléctricas. Entre las localidades escogidas, dos presentaban mayor interés: la cantera numero dos, situada a lo largo del curso inferior del río Chu, y la número cinco, lugar de reunión de la cuenca del Korkarin. En ambas se descubrirían sedimentos que se remontaban al cretáceo superior, entre los cuales se hallaban grandes acumulaciones de dinosaurios. Era necesario, por lo tanto, organizar un continuo servicio de observación paleontológico durante toda la duración de los trabajos. Con esta finalidad deseaba establecer contactos con la Comisión del plan y luego coordinar las operaciones directamente con los jefes de canteras…
A medida que iba leyendo, Davydov sentía renacer sus esperanzas. Había tenido una suerte inesperada. El interés de la ciencia coincidía con el interés de la industria, e iban a realizarse excavaciones de volumen tal, como nunca se habría permitido imaginar cualquier científico del mundo. Ahora se abrían nuevas perspectivas a las esperanzas de confirmar el increíble descubrimiento de Tao Li y, en caso de éxito, de dar a la Humanidad una prueba evidente de que no está sola en el Universo.
Sobre la ciudad se levantaba un sol nuevo, claro. En el cielo, las nubes parecían lenguas de espuma azul sobre un agua dorada transparente, y desde la ciudad que se estaba despertando llegaban los primeros rumores.
Davydov se levantó, respiró ávidamente el aire fresco, corrió la cortina y empezó a desnudarse.
Shatrov rasgó y tiró a la papelera una hoja sobre la que había dibujado un cráneo. Luego, de un montón de libros colocados sobre la mesa, escogió un opúsculo y se sumió nuevamente en sus reflexiones.
¡Difícil camino el de la investigación! Los escasos vuelos del pensamiento son como saltos fabulosamente ligeros sobre abismos de groseros errores. Y te arrastras continuamente a lo largo de la fuerte pendiente de una lenta ascensión bajo el grave peso de los hechos, que te frenan, que te empujan hacia atrás… ¡No importa! El trabajo es grande y útil. ¡Piensa en los que estuvieron aquí hace setenta millones de años! Ni siquiera los pavorosos espacios interestelares asustaron a la indómita voluntad y a la mente del hombre. Aquellos seres desconocidos supieron pasar de una nave a otra mientras se aproximaban a enormes velocidades. No les asustó el hecho de que cada segundo les alejara en centenares de kilómetros de su planeta nativo. Y tras haber llevado a término su misión, supieron volver, o murieron poco después, para que aquellos grandes cambios que el trabajo racional produce sobre la naturaleza no quedasen desconocidos para nosotros, que estudiamos setenta millones de años después nuestro planeta.