El hecho de que hasta hoy no hayamos encontrado traza de estos cambios significa que ellos estuvieron en la Tierra durante un período muy breve. ¡Huéspedes desconocidos de un mundo desconocido!
Seguiría desempeñando su parte en la misión, intentando configurar el posible aspecto de los habitantes de otros mundos. Y hablaría de ello con Davydov… Pero Davydov le escribía regularmente y le hablaba de muchas cosas, a excepción de la más interesante: la marcha de las investigaciones. Había transcurrido un año y medio desde el día en que, en Moscú, sostuvieron su famoso coloquio sobre los restos de los monstruos prehistóricos. Era evidente que su gran amigo no había logrado resolver nada…
En aquel mismo momento, el coche de Davydov corría velozmente a lo largo de una carretera polvorienta y accidentada. El polvo blanquecino bailaba vertiginosamente bajo la luz de los faros y detrás del coche formaba una gran nube que tapaba las estrellas sobre el bajo horizonte.
Delante, a través del parabrisas, se veía en la noche un gran resplandor rosado. A lo lejos se oía un sordo rumor, claramente audible a pesar del ruido del motor.
Media hora después, acompañado por el jefe de la obra y por su colaborador, enviado anteriormente al lugar, Davydov se dirigía hacia la extremidad septentrional del sector, ensordecido por la gigantesca masa de trabajos.
Sobre altos postes, mil lamparitas parecían rodeadas por una ligera niebla, mientras una gran nube de polvo se levantaba por el lado izquierdo. El estrépito de las potentes excavadoras superaba el fragor de centenares de carretillas en movimiento sobre la colina revuelta.
El espesor de los sedimentos había sido profundamente atacado por el hecho del futuro canal. A los lados se levantaban taludes de veinte metros; en el espesor de la tierra, que parecía seccionada limpiamente por un gigantesco cuchicheo, se apreciaban estratos de cascajo, montones de piedras, con los que se alternaban estratos de arena amarilla esparcida con millones de brillantes cristales de mica y yeso.
La noche que antes ocultaba la desierta estepa, ya no existía, como tampoco existía la estepa misma. La cantera era un mundo en sí, un mundo de trabajo gigantesco y febril que cambiaba a su gusto el aspecto del viejo desierto cosaco.
Davydov pasó junto a los hombres quemados por el sol, cubiertos de sudor y de polvo, que ni siquiera le dirigieron una mirada. Los martillos neumáticos temblaban en las manos expertas, mordiendo las vetas de dura roca. Pesadas, semejantes a enormes esqueletos de hierro, las máquinas se movían lentamente entre el polvo. Filas de automotores se amontonaban junto a las cintas transportadoras, que incesantemente los llenaban de tierra removida.
— ¡Esto sí que son excavaciones, Ilya Andreevich! — exclamó el colaborador de Davydov.
El profesor sonrió. Estuvo a punto de decir algo, pero en aquel instante, en el cielo, cubierto por el polvo, brilló un relámpago que se difundió por el aire en un amplio arco. Un fuerte trueno sacudió la tierra.
— Las minas — explicó el jefe de cantera —. Hemos hecho saltar de una sola vez trescientos mil metros cúbicos. Allí, en el octavo sector. Están preparando una trinchera para las excavadoras.
Davydov observó la «trinchera» donde se encontraba. Se extendía hasta perderse de vista, punteada por una fila de luces, cortando la estepa en línea recta. Al norte se abría un depósito de casi medio kilómetro de diámetro. Allí se había descubierto el cementerio de los dinosaurios, un colosal yacimiento de enormes huesos fósiles. La masa de huesos ocupaba toda la cuenca y, desde lejos, parecía rebosar. Los restos fósiles estaban amontonados en desorden, mezclados con una gran cantidad de gruesas piedras; la masa tenia un espesor de ocho metros. Allí no había esqueletos de valor; sólo fragmentos de huesos de varias dimensiones y de diferentes especies de monstruos. Las excavadoras hundían sus cucharas en la masa, rastrillando el fondo de la cuenca. Negros montones de huesos mezclados se perfilaban a lo largo de los bordes de la cuenca con la pálida luz del alba… El sol se alzaba poco a poco. Los fósiles negros enrojecían como brasas en una estufa.
— La inspección puede darse por terminada — dijo Davydov, que se secaba continuamente la cara, llena de sudor —. Por aquí tampoco hay nada nuevo, igual que en el segundo sector. Otro montón de huesos. Hace veinte años, más al norte, cerca de las fuentes del Bozaba, en la orilla derecha del Chu, inspeccioné una cantidad aún mayor: treinta kilómetros de longitud. Estos enormes cementerios existen también en el valle del río Ili, en el Kara-Tau y cerca de Taskent. Pero todos son iguales. Entre millones de fragmentos óseos de variada naturaleza, no hay ni un solo esqueleto o un cráneo completo. Es material poco útil. Se trata de cementerios de dinosaurios cuya grandiosidad supera toda imaginación, destruidos en épocas remotas por las fuerzas de la naturaleza.
— ¿Tendrá nuevas consideraciones que hacer sobre estos «campos de la muerte», Ilya Andreevich? — preguntó su colaborador —. En las obras que ha publicado…
— ¿He sido poco claro? — le interrumpió Davydov —. Sí, poco claro y, además, erróneo. Entonces no tenía una idea precisa de las proporciones del fenómeno.
— ¿Y ahora qué piensa de ello, Ilya Andreevich?
— No sé… ¡No sé! — contestó, con tono brusco, Davydov —. Debo irme dentro de tres horas, si quiero estar por la tarde en Lugovaja. El tren de Moscú sale a la una de la madrugada.
— ¿Debo continuar la vigilancia?
— Por supuesto. Búsquese ayudantes. Es posible que entre tanto material salga algo bueno. Quizá se pueda descubrir algo también en los otros sectores, pero confieso que ya no tengo más esperanzas en esta cantera. Espero mas de la número cinco. En ella, los sedimentos tienen un carácter distinto: se trata de depósitos de cursos de agua pequeños y tranquilos, en parte, debidos también al viento. Pero Starozilov está allí desde hace seis meses y aún no me ha comunicado nada interesante. Parece como si estuviera perdiendo el tiempo. El pobre se estará aburriendo…
En la gran sala de ejercicios para los doctorados había tres jóvenes. Uno, agachado sobre una mesa, conversaba animadamente con una muchacha sentada en una esquina.
— Un descubrimiento verdaderamente histórico — decía el joven, sentado sobre la mesa, mesándose nerviosamente los espesos cabellos rojizos —, que tiene un efecto determinante sobre la futura suerte de la Humanidad. La energía atómica en manos de los agresores amenaza el fin de la civilización, de todas las conquistas de la cultura. La geología, la paleontología, no son hoy las disciplinas más importantes: temo haberme equivocado en la elección. Me siento como si estuviese fuera de la verdadera vida. Quisiera formar parte de aquellos que crean la energía atómica. ¿No es verdad, Zhenia?
— Sí — contestó la muchacha —, pero sí no valemos para las matemáticas… ¿Por qué sacudes la cabeza?
Y se volvió hacia el otro licenciado, que seguía en silencio la conversación.
— Sin embargo, ¡qué interesante es la paleontología! — suspiró la muchacha —. Es cierto que la física será más importante, pero me parece que también nuestra especialidad puede prestar muchos servicios… El saber…