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La carretera bordeaba un escarpado barranco y empezaba a subir hacia el paso. El motor, recalentado, silbaba. El aire frío y puro embestía al coche, penetrando a través de los respiraderos de las ventanillas semicerradas.

Davydov advirtió que estaba en el paso por el ruido del motor. El coche descendía ahora hacia un amplio valle plano como una mesa, rodeado por un triple anillo de contrafuertes montañosos.

Hacia abajo, surcadas por extrañas grietas o salientes de estrellas torres y cúpulas circulares, se extendían rasadas areniscas y arcillas. El segundo contrafuerte rocoso estaba veteado por hirsutas líneas de abetos, que parecían casi negras sobre el fondo gris-violeta de las pendientes. Y en lo alto, como muralla de un castillo gigantesco emplazado para la defensa del valle, dominaba radiando triunfalmente su incandescente blancor una serie de agudas cimas nevadas.

Hacia abajo se veía claramente el surco abierto en la lisa estepa, el terraplén de un enorme dique, montones de tierra, fosas profundas, las casitas del pueblo y una fila de largas tiendas blancas.

Aunque acostumbrado al espectáculo de una gran obra, Davydov admitió con emoción el bordado de las armaduras, esqueleto de las construcciones de cemento. Era evidente que en aquella localidad estaba surgiendo una central eléctrica.

Durante las excavaciones se habían descubierto esqueletos de dinosaurios, se había descubierto un cementerio de una época en la que no habían surgido aun aquellas altas montañas. Aquellas montañas se habían levantado más tarde, gracias a la fuerza liberada por las reacciones atómicas producidas en las profundidades de la corteza terrestre. Y las radiaciones, sin duda, atrajeron a los seres celestes en busca de reservas de energía atómica…

El coche se detuvo junto a una larga casa blanca.

— Camarada Davydov, hemos llegado dijo el chofer, abriendo la puerta —. ¿Ha echado un sueñecito? La carretera era bueno y se podía…

Davydov se sacudió y, viendo a Starozilov que se apresuraba a salir a su encuentro, bajó del automóvil. El rostro cigomático de su colaborador estaba cubierto hasta los ojos por una barba híspida, vestía mono gris de operario, impregnado de polvo amarillo. Los ojos azules de Starozilov brillaban de entusiasmo.

— Jefe — algún tiempo atrás, aún estudiante, Starozilov había viajado mucho con Davydov y seguía llamándole testarudamente así, como para defender su propio derecho a una amistad hecha durante las expediciones —, voy a darle una alegría. ¡Le he esperado tanto tiempo que no veía la hora! Descanse y coma; luego iremos a la cantera del extremo sur…

— No estoy cansado. Iremos ahora — le interrumpió Davydov. La sonrisa de Starozilov se hizo aún más amplia.

— ¡Magnífico, jefe! — exclamó, metiéndose en el coche. Procuró ignorar la mirada de desaprobación del chofer, claramente escéptico con respecto al estado de limpieza del mono.

— Descubrimos los restos de los dinosaurios cuando las máquinas empezaron a excavar en un grueso estrato de arena eólica orientado hacia el Sur — se apresuró a explicar Starozilov —. Al principio encontramos algunos huesos sueltos; luego, un enorme esqueleto de monoclón muy bien conservado. ¡Su cráneo está agujereado de parte a parte! Ilya Andreevich, ¿qué piensa usted?… Un estrecho agujero oval…

Davydov palideció.

— ¿Y qué más? consiguió decir.

— En la excavación principal no hemos hallado nada más. Pero anteayer, justo en el límite de la excavación, aparecieron muchos otros huesos, pero no dispersos. Dan la impresión de varios esqueletos amontonados. Me ha extrañado que estuvieran carnívoros y herbívoros juntos. Por una pata posterior he reconocido a un gran carnosauro; en el mismo montón vi también las uñas de un querátopo. Algunos huesos están rotos, como si hubiesen recibido un golpe muy fuerte. No me he atrevido a tocar estos fósiles hasta que llegase usted… A la derecha, al fondo… — añadió Starozilov, dirigiéndose al chofer.

Unos minutos después, Davydov estaba inclinado sobre un gran esqueleto, cuyos blancos huesos resaltaban sobre la arena amarilla. Starozilov lo había limpiado cuidadosamente y cubierto de barniz para conservarlo hasta la llegada del profesor.

Davydov pasó junto a la larga cola y a las garras contraídas por el espasmo. Se arrodilló sobre la enorme cabeza deforme con su largo cuerno, semejante a un puñal, que coronaba el morro en pico.

Los anillos óseos de protección de los ojos, conservados en las vacías órbitas del cráneo, daban al monstruo una inmóvil expresión de ferocidad.

El profesor no tardó en hallar, debajo del ojo izquierdo, una perforación oval idéntica a la encontrada en el fósil de Tao Li. Traspasaba el cráneo de parte a parte; el agujero de salida estaba situado en el parietal, detrás de la órbita derecha, todavía cubierta de suciedad.

¡Sin duda, «ellos» también estuvieron allí! La decisión de buscar en las regiones de la Unión había sido acertada. ¿Pero qué otras huellas de los seres celestes podían ser descubiertas, admitiendo que existiesen?

Davydov examinó los esqueletos más cercanos. Sobre los huesos ya limpios no existían señales de heridas. Las fracturas mencionadas por Starozilov eran atribuibles a hechos sucedidos después de la muerte de los animales. Los huesos se habían roto tras haber sido sepultados por las arenas a causa de la acción de elementos naturales, como suele ocurrir.

Davydov dispuso que se empezase el examen desde arriba, separando los fósiles de las incrustaciones de roca.

Habría que excavar una zona más basta a fin de aislar todo este yacimiento — dijo, con voz dubitativa —, pero carecemos de medios. Habrá unos cinco mil metros cúbicos…

— No se preocupe, jefe — le animó Starozilov con una amplia sonrisa —. Los operarios se sienten tan interesados en la búsqueda de los «cocodrilos cornudos», como ellos les llaman, que espontáneamente se han ofrecido para ayudarnos. Así me lo ha asegurado uno de los jefes del grupo. Pasado mañana es domingo y novecientos hombres nos ayudarán.

— Novecientos, ¡demonios! — exclamó Davydov.

Starozilov continuó con orgullo:

— La administración pone a nuestra disposición catorce excavadoras, medios de transporte, camiones; en una palabra, todo lo necesario. ¡Haremos una excavación como nunca pudo soñar ningún geólogo!

El profesor exultaba de entusiasmo. El trabajo corría en ayuda de la ciencia con desinterés y fuerza. Davydov sintió una desacostumbrada fe en el éxito de las investigaciones. Aquellas decenas de miles de toneladas que escondían en su seno un secreto científico ya no le parecían tan terribles. Olvidando todas las dudas, las dificultades y las adversidades, Davydov se sintió increíblemente seguro de sí mismo. Con semejantes medios obligaría a aquellas inertes masas de arena a que le rebelasen el secreto que desde hacía setenta millones de años custodiaban celosamente… Davydov no pensaba ni por asomo que las excavaciones pudiesen fracasar. Ya no le cabía en la cabeza una cosa semejante, cuando a sólo ciento cincuenta metros de distancia reposaba el esqueleto de un monstruo muerto por una arma humana…