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— Indique el área de las excavaciones, jefe — resonó la voz de Starozilov —. Tenga presente que el límite de las arenas eólicas desciende oblicuamente, se extiende desde el Noroeste al Sudeste. Más a la izquierda se acuna una faja de arenas de origen fluvial.

El profesor se levantó sobre el borde de la fosa para observar durante largo rato, sumido en consideraciones y cálculos, el terreno estepario que llegaba hasta los pies de la montaña.

— ¿Y si empezásemos por el cuadrado comprendido entre aquel árbol a la derecha y aquí?

— En este caso, el ángulo de la izquierda tocará con las arenas fluviales — replicó Starozilov.

— ¡Magnífico! Me interesa que se pueda seguir la orilla del antiguo lecho del río. En las cercanías del lugar donde en un tiempo estuvo el agua… Venga, midamos el terreno y pongamos los piquetes. ¿Tiene la cinta?

— ¿Para qué? Se puede hacer con pasos. El levantamiento ya lo haremos después de la excavación.

— Muy bien, de acuerdo contestó el profesor, sonriendo ante el entusiasmo de su colaborador —. Vamos a empezar por aquella altura… Quisiera telegrafiar hoy mismo al profesor Shatrov.

…Sobre el lugar donde doce días antes Davydov y su colaborador habían medido la estopa ondulada, se abría una enorme excavación de nueve metros de profundidad. El viento levantaba remolinos de polvo sobre la lisa y árida superficie de las compactas arenas cretáceas. A lo largo del borde oriental de la excavación, el color amarillo de las rocas se difuminaba en un color gris como el acero. Starozilov iba arriba y abajo dando órdenes a un grupo de ayudantes, que sacaban la arena y limpiaban los esqueletos encontrados. Davydov había hecho venir desde Moscú a todos los alumnos dcl Instituto y a sus cuatro licenciados; había llamado de la obra número 2 al colaborador científico allí destacado. Treinta obreros, bajo la vigilancia de los diez colaboradores, rastrillaban la espesa capa de arena, acercándose cada vez más al límite de las rocas grises, donde sólo quedaban algunos restos óseos y grandes troncos de coníferas fosilizadas.

El tórrido sol ardía, la arena estaba candente, pero esto no impresionaba a los hombres, fascinados por la búsqueda.

Davydov descendió a la excavación y se detuvo frente a un gran amontonamiento de fósiles, en el que se hablan contado seis esqueletos de dinosaurios. Sesenta metros al este fue descubierto el esqueleto de un gigantesco carnívoro aislado, no lejos del límite de las arenas fluviales. Cerca de éste habían aparecido otros tres esqueletos de carnívoros más pequeños, del tamaño de un perro. En la excavación no se había encontrado nada más, ni tampoco huesos atravesados por el arma misteriosa. Davydov miraba con preocupación los trabajos, como calculando las probabilidades que quedaban.

— ¡Ilya Andreevich! ¡Venga aquí! — Era la voz de Zhenia —. ¡Hemos hallado una tortuga!

Davydov se dirigió lentamente hacia la muchacha. Desde dos días antes, Zhenia y Michail limpiaban la enorme cabeza de un dinosaurio con las fauces abiertas llenas de terribles dientes curvos. Zhenia salió de la trinchera al encuentro del profesor; con una mueca de dolor, venció el anquilosamiento de las piernas, y en seguida sonrió, feliz.

El blanco pañuelo resaltaba su bronceado rostro, húmedo de sudor.

— ¡Ahí está! — indicó Zhenia, con el instrumento, el fondo de la trinchera —. Está bajo el cráneo. ¡Descienda!

— La muchacha saltó al interior con ligereza —. He limpiado la superficie de la concha… — continuó. Es muy extraña. Tiene muchos reflejos de nácar y el dibujo no es corriente.

Davydov dobló fatigosamente su macizo cuerpo en la estrecha trinchera, para atisbar bajo el gigantesco cráneo del dinosaurio. En la roca gris, más oscura, sobresalía un pequeño casquete de unos veinte centímetros de diámetro. Su superficie presentaba unas hendiduras pequeñas y estrías de una disposición radial. El color del hueso no era normaclass="underline" violeta oscuro, casi negro, y se distinguía netamente de los huesos blancos del cráneo del dinosaurio. Tampoco era común el reflejo nacarado del extraño objeto liso, casi bruñido, que relucía vagamente en la sombra de la trinchera.

Davydov no veía nada más. Jadeante, acercó los ojos al extraño descubrimiento, quitando cuidadosamente los granitos de arena con las yemas de los dedos. Notó en el centro de la cazoleta una sutura, y otra perpendicular que se cruzaba con la anterior.

— ¡Llamen a Starozilov inmediatamente! — Davydov levantó el rostro, congestionado. ¡Y que vengan los obreros!

Zhenia se contagió con la emoción del científico. Su voz sonora se elevó de la trinchera. Starozilov vino como un rayo; por lo menos así le pareció a Davydov, sumido en el examen del extraño fósil.

Paciente, lentamente, con gran cuidado, el profesor y su colaborador se pusieron a sacar la roca alrededor de la pequeña cazoleta violeta oscuro. En los bordes, el hueso no se extendía en profundidad. Al mostrarse la cazoleta en posición vertical, el objeto apareció como una semiesfera irregular ligeramente achatada. Limpiándola por el otro extremo, Davydov sintió de improviso que la aguja se hundía en la arena, como sí el hueso se hubiese acabado. Durante un tiempo, el profesor sondeó cautamente el borde. Por fin decidió descalzar rápida-mente la roca con un movimiento rotativo. Luego hizo caer la arena con un ligero golpe de la mano. El limite inferior del hueso resultó redondeado y más grueso; estaba encastrado en la parte semiesférica con dos amplios arcos.

El grito que salió del amplio pecho de Davydov hizo temblar a los colaboradores que se apretujaban a su alrededor.

— ¡Un cráneo, un cráneo! — gritaba el profesor, quitando la roca con mano experta.

Efectivamente, liberados de la roca, los grandes ojos vacíos aparecieron con toda evidencia. Apareció claramente también la frente amplia y recta. La misteriosa cazoleta no era otra cosa que la parte superior de un cráneo, parecido al del hombre, un poco mayor que el de un hombre mediano.

— ¡Ya lo tenemos! ¡Un animal o un hombre celeste! — exclamó el profesor, con infinita satisfacción, limpiándose enérgicamente las sienes.

Le daba vueltas la cabeza y tuvo que apoyarse en la pared de la trinchera. Starozilov se apresuró a cogerlo por el codo, pero el profesor se soltó con impaciencia.

— ¡Rápido! ¡Prepare una caja grande, ovalada, cola! Hay que sacarlo cuanto antes. Tiene aspecto de ser sólido, pero debemos actuar con cautela porque más abajo tienen que estar los huesos del esqueleto. Mientras, que los obreros saquen a estratos toda la roca de alrededor. El esqueleto del dinosaurio debe ser inmediatamente levantado y quitado de ahí. Regístrenlo todo, cada centímetro de este sector, y que también la arena…

Shatrov se precipitó por el largo corredor del Instituto sin contestar al saludo de los colegas con los que se cruzaba. Se detuvo ante la misma puerta por la que había entrado con la caja de Tao-Li hacía dos años y medio. Pero ahora ya no mostraba la maliciosa sonrisa de quien saborea la sorpresa que va a provocar en un amigo la inesperada llegada. Con expresión seria y pensativa, entró casi corriendo en el estudio.

Davydov separó lentamente una hoja de papel sobre la que estaba haciendo algunos cálculos.

— ¡Aleksey Petrovich, es usted un verdadero correo diplomático! — Su voz retumbó como un trueno —. Una velocidad semejante es casi indecente.. — ¿Cuándo ha recibido mi carta?

— Ayer por la mañana. He salido a las cinco. Pero me ha ofendido. ¿No me lo podía haber dicho antes? ¿Por qué me ha escrito sólo post factum? ¡Después de obligarme a pensar en el posible aspecto del hombre celeste, lo encuentra usted y permanece callado hasta el final de las excavaciones!