— Está bien. ¡Veamos ese cráneo!
Davydov sacó del armario una gran caja.
Ante los ojos de Shatrov apareció un cráneo de extraño color violeta oscuro, recubierto de huecos y profundas grietas. La sólida caja ósea, habitáculo del cerebro, era muy semejante a la del hombre, así como las enormes ojeras salientes desde el estrecho puente óseo de la raíz nasal. Enteramente humanas eran también la nuca, redonda y rígida, y la breve, casi perpendicular, parte facial, coronada por la enorme frente inclinada hacia delante. Pero en lugar de los huesos nasales, el cráneo presentaba una base triangular, de la que surgía la mandíbula superior en forma de pico, ligeramente doblada hacia abajo por su extremidad anterior. La mandíbula inferior se correspondía con la superior, y tampoco ésta tenía la menor traza de dientes. Las extremidades articuladas se apoyaban casi verticalmente en la cavidad sobre amplias apófisis replegadas sobre grandes orificios redondos situados a los lados, bajo las sienes.
— ¿Es sólido? — preguntó Shatrov en voz baja, y ante el signo afirmativo de Davydov, tomó el cráneo en las manos —. ¿En vez de dientes tenia una extremidad córnea en la mandíbula, cortante, como la de la tortuga? — preguntó, y sin esperar la contestación, continuó —: La estructura de las mandíbulas, de la nariz, del aparato auditivo es bastante primitiva… Estos huecos, toda la osamenta, demuestran que la piel debía adherirse directamente sobre el hueso, sin el estrato subcutáneo de los músculos. Una piel de tal clase difícilmente podría tener pelos. Y los huesos aislados…, naturalmente, hay que estudiarlos. La mandíbula está formada por dos huesos, también más primitivo que en el hombre…
«En su planeta existía, quizá, un ambiente natural algo diferente, y se ha producido un curso distinto de los procesos geológicos. Se han dado otras condiciones de selección natural. Interesante. ¿Ha estudiado la composición de este hueso?
— Detenidamente, no. Aunque sé que no es de fosfato de cal, como los huesos del hombre terrestre, sino…
— ¿De silicio? — le cortó Shatrov.
— Exacto. El motivo es comprensible. Las propiedades químicas del silicio son análogas a las del carbono, y puede ser enteramente utilizado en los procesos biológicos.
— Pero, ¿y el esqueleto? ¿Y los huesos? ¿No ha encontrado nada?
— Absolutamente nada, excepto… — Davydov cogió del armario una segunda caja —. Aquí está…
Shatrov vio dos pequeños fragmentos metálicos y un disco redondo de casi doce centímetros de diámetro. Los fragmentos metálicos tenían caras de iguales dimensiones; parecían pequeños heptaedros.
Por su peso, el metal se asemejaba al plomo, pero se distinguía de este último por su gran compacidad y su color amarillo claro.
— ¿Adivina qué es? — preguntó Davydov, haciendo saltar los dos pesados objetos en la palma de la mano.
— ¿Qué son? ¿Alguna aleación? — inquirió Shatrov —. Ya que me lo pregunta, no debe tratarse de nada excepcional.
— En efecto. Es afnio, un metal raro, semejante por sus propiedades físicas al cobre, pero más pesado e incomparablemente más refractario. Sólo tiene una propiedad interesante: la de emitir electrones a alta temperatura. Y esto tiene un significado…, en especial si se examina este extraño espejo.
Shatrov tomó el disco metálico, también muy pesado. El borde estaba redondeado y presentaba once profundas hendiduras, dispuestas a igual distancia. Por un lado, la superficie del disco era ligeramente cóncava, lisa y muy dura. Bajo un estrato transparente como el cristal se adivinaba un metal puro, blancoplateado, corroído en un punto que aparecía cubierto de una pátina gris. El estrato transparente se hallaba comprimido dentro de un anillo de metal duro grisazulado, que recubría toda la parte opuesta. En el centro de éste se abría un pequeño círculo de materia transparente igual a la de la otra cara, completamente cubierta por una pátina opaca, y de superficie convexa. El diámetro del círculo no superaba los seis centímetros. A su alrededor habían numerosas estrellitas grabadas con diverso número de puntas: desde dos hasta once. Las estrellitas estaban dispuestas sin orden aparente, aunque quedaban comprendidas dentro de dos líneas en espiral dibujadas una en la otra.
— El disco está hecho de tantalio, un metal duro, extraordinariamente estable — explicó Davydov —. La película transparente es de un compuesto desconocido. El simple análisis cualitativo no ha dado resultados y aun no he conseguido efectuar una investigación más completa. Pero el metal que hay bajo la película es indio, un metal extraordinario.
— ¿Por qué? — no dudó en preguntar Shatrov.
— Este metal, que también se emplea en nuestros instrumentos, es el mejor indicador de la presencia de radiaciones neutrónicas. Y sé con precisión que es indio porque me he decidido a practicar un agujero, aquí, para su análisis…
— ¿Las estrellitas son una escritura o algo por el estilo? — preguntó Shatrov, emocionado.
— Quizá… caracteres, o acaso cifras. También es posible que representen el esquema del instrumento. Pero me temo que no lo sabremos nunca.
— ¿Eso es todo?
— Todo. ¿Le parece poco, hombre insatisfecho? Tiene en sus manos algo que pondrá en conmoción a toda la humanidad.
— ¿Han buscado bien? — insistió Shatrov —. ¿Por qué el cráneo, sin el esqueleto? Tenía que estar…
— Claro que estaría, pero un ser sin huesos no ha podido tener cráneo. Hemos excavado por todas partes, hasta hemos tamizado la arena. Pero es poco probable que se haya conservado nada más…
— ¿Por qué está tan seguro de ello, Ilya Andreevich? ¿Qué derecho…?
— Un simple razonamiento. Hemos descubierto los restos de una catástrofe sucedida hace setenta millones de años. Sin esa catástrofe, nunca habríamos encontrado el cráneo ni ningún otro resto, a excepción de dinosaurios muertos. No dudo de que hallaremos nuevos vestigios. Estoy seguro de que «ellos» — Davydov señaló el cráneo que, inmóvil, miraba a ambos amigos con sus órbitas vacías- se quedaron en la Tierra muy poco tiempo, algunos años nada mas, y luego reemprendieron el vuelo para volver a su planeta. Ya le diré luego cómo he llegado a esta conclusión.
Davydov desplegó una gran hoja de papel milimetrado.
— Mire aquí, este es un plano de las excavaciones. El — el profesor indicó el cráneo — estaba cerca de aquí, junto a la orilla del río, con aquella arma o instrumento que evidentemente aprovechaba la energía atómica. «Ellos» la conocían y la utilizaban, esto es indudable, como lo demuestra sin más su presencia en la Tierra. Gracias a su arma el ser celeste mató al monoclón desde gran distancia. Con toda evidencia «él» había irritado a los dinosaurios. Luego se puso a hacer algo y fue agredido por otro gigantesco monstruo. Si, fue lento en usar de su arma o si ésta se estropeó, no lo, sabremos jamás. Una sola cosa está clara: el monstruo fue fulminado a pocos pasos del ser celeste y, al morir, se derrumbó sobre «él». El arma se rompió o explotó. La rotura del arma liberó la carga de energía contenida en ella, creando un pequeño campo de radiaciones mortales. Por esta razón murieron también los demás dinosaurios, lo que explica el montón de esqueletos. Por otra parte, aquí, al sur, la radiación no existió, o fue más débil. Por aquí se acercaron pequeños carnívoros que se llevaron los huesos del ser celeste. El cráneo quedó en su lugar, porque era demasiado grande o porque quedaba aprisionado por el peso de la cabeza del dinosaurio. En esta otra parte, algunos de estos pequeños carnívoros murieron, y aquí están tres pequeños esqueletos. Todo esto ocurrió en las dunas arenosas de la orilla y el viento muy pronto enterró toda huella de la tragedia.