— ¿Y los instrumentos, las armas? — Shatrov plegó con escepticismo las comisuras de la boca.
— Escuche. Han quedado trozos y partes hechas de metales extremadamente estables. Todo lo demás ha desaparecido sin dejar rastro, se ha oxidado, disgregado, pulverizado a lo largo de diez millones de años. Los metales no son como los huesos, no pueden fosilizarse, impregnarse de sustancias minerales, cementar la roca a su alrededor. El instrumento quizá ha estallado incluso y sus fragmentos se han dispersado durante la explosión o la rotura del arma, cosa que muy bien puede haber contribuido a la desaparición de las partes metálicas.
— Debo admitir que sus suposiciones parecen exactas — aprobó Shatrov —. Ahora tiene usted que estudiar en seguida el cráneo, analizar la vía evolutiva reflejada en la estructura de los elementos óseos y… publicar los resultados. ¡Será un artículo que caerá como una bomba!
Los ojos claros y salientes de Shatrov no podían separarse del oscuro cráneo del ser celeste.
Davydov tomó a su amigo por los hombros y lo sacudió ligeramente.
— No pienso publicar la descripción de este cráneo.
Shatrov le miró maravillado, pero antes de que pudiese hablar, Davydov continuó:
— ¡Estúdielo, descríbalo! Esta parte le pertenece por derecho… ¡Y no me replique! ¿O ha olvidado mi testarudez?
— Pero, pero… Shatrov no encontraba las palabras.
— No hay pero que valga. El informe geológico sobre las excavaciones y las conclusiones sobre la catástrofe, con mención de todos mis colaboradores, y en particular de la muchacha que ha descubierto el cráneo, está listo. Aquí lo tiene. Publíquelo con mi nombre, junto con su descripción del cráneo. Esto será lo justo. ¿De acuerdo, Aleksey Petrovich? — La voz de Davydov adoptó un tono dulce, intimo. Tengo otra gran idea. ¿Recuerda? Me dijo y con razón, que cuando un fenómeno increíble se encadena con otro, nos encontramos frente a la realidad. Muy bien, ahora la realidad está aquí: el cráneo de una bestia celeste. Pero esta realidad determina a su vez otro hecho increíble, se encadena con él. En suma, la cadena continúa y yo quiero continuar siguiendo sus anillos.
— Admitamos que así sea, aunque no consiga seguirla. Pero su proposición huele mal, a sacrificio. No puedo aceptar…
— No, Aleksey Petrovich. Crea a un viejo amigo: soy absolutamente sincero. ¿Acaso no compartió conmigo materiales interesantes cuando trabajábamos juntos? Más tarde comprenderá que también ahora hemos hecho lo mismo. Nosotros miramos la ciencia de igual manera, y para ambos lo que importa es el progreso…
Shatrov inclinó la cabeza conmovido. No sabía expresar los propios sentimientos, las sensaciones particularmente profundas, y se quedó silencioso frente al amigo que le miraba con ojos sonrientes. Involuntariamente tocó con la mano el cráneo del pasajero de la «nave de las estrellas», que tanta fascinación ejercía sobre él. Su nave se había perdido ya en la inconmensurable profundidad del espacio, quedando inaccesible para cualquier fuerza o máquina. A pesar de todo, dejó una huella, indudable, indiscutible, la prueba de que la vida atraviesa una inevitable evolución, sigue un irreversible perfeccionamiento, aunque sea por caminos largos y difíciles. Es la ley, la condición indispensable para la existencia de la vida. Si por algún accidente del cosmos la vida no se interrumpe, el resultado inevitable es el nacimiento del pensamiento, la aparición del hombre, luego de la sociedad, la técnica, la lucha con las pavorosas fuerzas del universo, una lucha que puede llevarse muy lejos, como atestiguaba aquel ser llegado de otro mundo. Si «ellos» hubiesen venido a la Tierra no entonces, sino hoy…
Shatrov se volvió hacia su amigo y dijo con voz tranquila y firme:
— Acepto su… proposición. Hagámoslo así. Tendré que ir a Leningrado, preparar mis cosas y volver cuanto antes. Como es natural, hay que trabajar aquí. Transportar un objeto tan precioso sería inadmisible… Ilya Andreevich, ¿por qué lo llama bestia celeste? No suena bien. Me parece ofensivo.
— Simplemente porque no consigo hallar una definición mejor. En efecto, no podemos llamarle hombre si queremos respetar la terminología científica. Es un hombre desde el punto de vista del pensamiento, del nivel técnico alcanzado, del carácter social, pero su organismo tiene una estructura anatómica diferente. Es claramente distinto del organismo humano. Es otro animal. Por eso le llamo animal celeste, bestia celestis en latín. También se podría recurrir al griego y llamarle terion celestis. Quizá suena mejor. De todas formas, el nombre se lo pondrá usted.
— Pero entonces, Ilya Andreevich — dijo Shatrov tras un momento de silencio —, ¿qué le quedara a usted?
— Mi querido amigo, ya le he dicho que tengo la intención de seguir nuestra famosa cadena. Hace tiempo que estoy pensando en la influencia de las reacciones atómicas en los procesos geológicos. Ahora que nuestro extraordinario descubrimiento me ha hecho salir de la órbita de lo común, me ha empujado a un más alto nivel de pensamiento, me siento con valor para sacar conclusiones y ampliar el horizonte de la imaginación. Ahora intentaré demostrar la posibilidad de aprovechar las potentes fuentes de energía atómica que se esconden en las profundidades para convertirle en una ciencia de ejercicio práctico… Pero usted deberá estudiar la evolución de la vida y el porvenir del pensamiento, no ya dentro de los limites de nuestra Tierra, sino en todo el universo. Deberá demostrar este proceso, dar a los hombres una idea de las grandes posibilidades que se abren ante ellos. Con una clarísima victoria del pensamiento deberá derrotar a los escépticos pusilánimes y a los mezquinos fanáticos que aún pululan por las disciplinas científicas.
Davydov se calló. Shatrov miró a su amigo como si lo viese por primera vez.
— ¿Por qué estamos de pie? — preguntó por fin Davydov —. Sentémonos y descansemos. Estoy fatigado.
Ambos se sentaron en silencio, empezaron a fumar y, como obedeciendo a una orden, fijaron sus ojos pensativos sobre el cráneo, sobre las vacías órbitas del extraño ser.
Davydov observaba la frente saliente surcada por las pequeñas fositas e imaginaba cómo en tiempo inconmensurablemente lejano, tras aquella pared ósea trabajaba un gran cerebro humano. ¿Qué concepto del mundo, qué sentimientos, qué nociones contenía aquella extraña cabeza? ¿Qué cosas había imaginado la memoria del habitante de otro mundo, qué cosas de su planeta nativo trajo a nuestra Tierra? ¿Conocía la nostalgia de la patria? ¿Estaba ávido de grandes verdades, amaba lo bello? ¿Cuáles eran sus relaciones humanas, cuál el régimen social? ¿Habían alcanzado la fase más elevada? Había convertido su planeta en una única familia de trabajadores sin opresión ni explotación, sin el triste absurdo de la guerra que desperdician las fuerzas y las reservas de energía de la humanidad? ¿Cuál era el sexo de aquel pasajero de la «nave astral», que quedó para siempre en la Tierra extraña para él?
El cráneo miraba a Davydov, sin respuesta, como un símbolo del misterio y del silencio.
— Nunca sabremos nada de todo esto — se dijo el profesor —, pero nosotros, los hombres de la Tierra, también tenemos un gran cerebro y podemos formular muchas hipótesis. Cuando llegasteis, nuestra Tierra estaba poblada por terribles monstruos, encarnación de una fuerza sin pensamiento. En la obtusa maldad, en el inútil coraje del monstruo habéis visto un grave peligro y vosotros erais pocos. Un puñado de seres celestes errantes en un mundo desconocido a la búsqueda de una fuente de energía, tal vez de seres semejantes a vosotros…
Shatrov se movió, intentando de no estorbar a su amigo. Su naturaleza nerviosa protestaba contra la prolongada inacción. Lanzó una ojeada a Davydov, aun sumergido en sus pensamientos, tomó cuidadosamente de la mesa el pesado disco y empezó a examinarlo con el agudo espíritu de observación de un experto investigador. Colocando el disco en el luminoso cerco de luz de una especial lámpara microscópica, el profesor estudió los restos del desconocido instrumento desde todos los ángulos, intentando conectar detalles constructivos aún no conocidos. De repente, Shatrov notó en el interior del círculo sobre la parte convexa del disco, algo que se traslucía bajo la película opaca. Conteniendo la respiración, el científico examinó más atentamente aquel punto, disponiendo el disco bajo la luz con distintas inclinaciones. Entonces a través del velo opaco depositado por el tiempo sobre la sustancia transparente del círculo, le pareció ver dos ojos que le miraban. Con un grito sofocado, el profesor dejó caer el pesado disco, que golpeó sobre la mesa con estrépito. Davydov se sobresaltó como empujado por un muelle, pero Shatrov no se preocupó de él. Acababa de comprender, y el descubrimiento le dejó sin aliento.