Más allá, sobre un pequeño alto, un carro se había volcado al embestir una máquina caída sobre un costado. Entre las matas de epilobios sólo se veía una parte de su torre con la cruz blanca sucia. A la izquierda, la manchada masa gris oscura de un «Ferdinand» doblaba hacía abajo su cañón, cuya boca se hundía en la espesa hierba.
El florido campo no estaba atravesado por ningún sendero; entre la espesa hierba no aparecía la menor huella de hombre o de animal, no se escuchaba ningún rumor. Sólo una garza, asustada, dejaba escuchar su grito estridente desde algún lugar indeterminado. Lejano, roncaba un tractor.
El comandante se subió a un tronco de árbol caído y permaneció inmóvil largo rato. También su chofer callaba.
A Shatrov le vino involuntariamente a la memoria, en su solemne tristeza, la inscripción latina que los antiguos solían esculpir en la entrada del teatro anatómico: «Hic est locus ubi mors gaudet sucurrere sitam», que significaba: «Este es el lugar en el que la muerte se complace en venir en socorro de la vida.»
Un sargento de baja estatura que mandaba la escuadra de zapadores se acercó al comandante. Su euforia le pareció a Shatrov fuera de lugar.
— Camarada comandante, ¿podemos empezar? — preguntó el sargento, con voz sonora —. ¿Desde dónde?
— Desde aquí. — El comandante hundió el bastón en un arbusto de espino blanco —. En dirección hacia aquel abedul…
El sargento y los cuatro soldados que le acompañaban empezaron a localizar las minas.
— ¿Dónde está el tanque de Viktor? — preguntó Shatrov, en voz baja —. Aquí sólo veo tanques alemanes.
— Venga, mire — el comandante indicó con la mano a la izquierda —, allí, cerca del grupo de álamos. ¿Ve aquel pequeño abedul de arriba? El carro está a la derecha.
Shatrov se fijó en el punto indicado. Un pequeño abedul, aún en pie por milagro, en el que había sido campo de batalla, parecía palpitar apenas con el temblor de las tiernas hojas nuevas. Y sobre la hierba, a unos dos metros de distancia, despuntaba una masa metálica deforme que, desde lejos, parecía una gran mancha roja con estrías negras.
— ¿Lo ve? — preguntó el comandante. Tras el gesto afirmativo del profesor, añadió —: Más a la izquierda está el mío. Allí está, está quemado. Aquel día yo…
En aquel momento llegó el sargento, que había terminado su trabajo.
— Terminado. El sendero está dispuesto.
El profesor y el comandante se pusieron en marcha. A Shatrov, el carro le pareció como una calavera deformada, surcada por las negras sombras de grandes heridas. La coraza, retorcida y fundida en muchos sitios, presentaba rojas manchas de óxido.
Con ayuda del conductor, el comandante se encaramó sobre la máquina destruida, observó el interior largo rato con la cabeza metida por la escotilla abierta. Shatrov se encaramó tras él y quedó a la espera, de pie sobre la coraza.
El comandante sacó la cabeza de la escotilla y dijo áspero, cerrando los ojos, deslumbrados por el soclass="underline"
— Es inútil que baje. Espere aquí. El sargento y yo lo buscaremos. Si no lo encontramos, aunque sólo sea para que se convenza, podrá bajar silo desea.
El sargento se metió ágilmente en la máquina y ayudó al comandante a hacer otro tanto. Shatrov se inclinó, preocupado, sobre la escotilla. En el interior del carro, el aire era sofocante, impregnado de podredumbre, con un ligero olor de aceite mineral y grasa. Aunque a través de las rasgaduras de la coraza penetrase un poco de luz, el comandante había encendido, para mayor seguridad, una linterna eléctrica. Inclinado, intentó, dentro del caos de metal retorcido, descubrir lo que no hubiese sido totalmente destruido. Intentó colocarse en el lugar del comandante, imaginando que se veía obligado a esconder algo valioso. El sargento se había metido en el habitáculo del conductor, donde estuvo largo rato revolviéndose y jadeando. De improviso, el comandante descubrió sobre un asiento intacto una bolsa de reconocimiento colocada tras la almohadilla en el travesaño del respaldo. La sacó rápidamente. La piel, desteñida e hinchada, parecía aun en buen estado. Bajo la funda de celuloide, deteriorada por el tiempo, se veía un plano. El comandante arrugó la frente, presintiendo una desilusión, y forzó los oxidados botones automáticos. Shatrov siguió sus movimientos con clara impaciencia. Bajo el plano topográfico, doblado varias veces, había un cuaderno con una gruesa tapa de color gris.
— ¡Lo he encontrado!
El mayor llevó la bolsa de reconocimiento hasta la escotilla.
Shatrov sacó con premura el cuaderno, abriendo con cuidado sus arrugadas páginas. Al ver series de cifras y reconocer la escritura de Viktor, lanzó un grito de alegría.
El comandante salió del carro.
Se había levantado un ligero vientecillo que traía el dulce perfume de las flores. El delgado abedul temblaba, inclinándose sobre el carro como presa de enorme tristeza. Sobre el cielo flotaban espesas nubes blancas, y a lo lejos, somnoliento y rítmico, se ola el canto de un cuclillo…
…Shatrov no advirtió que la puerta se habla abierto y que en la habitación había entrado su mujer. Esta miró con amables ojos azules, orlados de una sombra de preocupación, al marido, absorto en sus pensamientos.
— ¿Comemos, Alesha?
Shatrov cerró el armonio.
— Otra vez tus pensamientos, ¿verdad? — le preguntó, dulcemente, su esposa, sacando los platos del aparador.
— Pasado mañana iré dos o tres días al observatorio para visitar a Belskiy.
— No te reconozco, Alesha. Tú, siempre metido en casa…, durante meses sólo he visto tu espalda inclinada sobre la mesa, y ahora… ¿Qué te ha pasado? Aquí veo la influencia de…
— ¿De Davydov? — se rió Shatrov —. No, no, Oljuska, él no tiene ninguna relación. No le he visto desde el cuarenta y uno.
— ¡Pero si os escribís cada semana!
— No exageres, Oljuska. Davydov está ahora en América, en el congreso de geólogos… Por cierto, me haces recordar que vuelve dentro de unos días. Hay mismo le escribiré.
El observatorio habla sido reconstruido hacía poco, tras la bárbara destrucción provocada por los hitlerianos.
Shatrov fue acogido con cordialidad y cortesía. Le recibió el propio director, el académico Belskiy, quien puso a su disposición una habitación en su no muy espaciosa casa. Durante dos días, Shatrov observó todo cuanto le rodeaba, tomó contacto con los instrumentos, los catálogos de las estrellas y los mapas celestes. Al tercer día le proporcionaron uno de los más potentes telescopios, por cuanto aquella noche era favorable a las observaciones. Belskiy se brindó para servirle de guía en los sectores del cielo citados en el manuscrito de Viktor.
La sala en la que estaba dispuesto el telescopio parecía más el taller de una gran fábrica que un laboratorio científico. Las complejas construcciones metálicas superaban cumplidamente el alcance de los conocimientos técnicos de Shatrov, quien pensó que su amigo, el profesor Davydov, apasionado por cualquier clase de máquinas, seguramente las habría apreciado más. En la gran torre circular destacaban algunos paneles con aparatos eléctricos. El ayudante de Belskiy maniobró con rapidez y habilidad diversos interruptores y botones. Se escuchó el ruido sordo de los motores eléctricos, la torre giró sobre sí misma y el gran telescopio, semejante a un cañón con el tubo tapado, se abatió sobre el horizonte. El rumor de los motores cesó, seguido de un ligero silbido. El movimiento del telescopio se hizo casi imperceptible. Belskiy invitó a Shatrov a subir por una ligera escalerita de aluminio. Sobre la plataforma estaba fijada una cómoda butaca, lo suficientemente ancha como para albergar a los dos científicos. Al costado había una mesita con algunos instrumentos. Belskiy atrajo hacía si una barra metálica que llevaba en su extremo dos binoculares, semejantes a los que solía usar Shatrov en su laboratorio.