— ¿Qué ha pasado? — empezó a decir el segundo.
— ¡Listos para la maniobra! — gritó el capitán —. ¡Listos para la maniobra!.
Inclinado sobre el megáfono, tras un breve intercambio de palabras con el oficial de maquinas, dio una serie de órdenes.
— ¡Todos a cubierta! ¡Cerrad las mamparas! ¡Despejad el puente! ¡Aflojad las amarras!
— Russsians, what shall you do? — preguntó una voz, alarmada, desde una nave cercana.
— ¡Go ahead! — contestó inmediatamente el capitán del Vitim.
— ¡Well! At full speed! — contestó el inglés con tono firme.
Bajo la popa, el agua empezó a burbujear sordamente. El Vitim vibró y por la derecha, el muelle se alejó lentamente. Viendo a los marineros correr presurosos arriba y abajo por el puente, Davydov se sintió turbado. Lanzó varias miradas interrogativas al capitán, pero éste, totalmente absorbido por la maniobra, parecía no darse cuenta de nada.
El mar continuaba tranquilo y en el cielo terso y tórrido no se veía ni una nube.
El Vitim salió y puso proa en dirección al mar abierto.
El capitán recobró el aliento y sacó un pañuelo del bolsillo. Al pasear su penetrante mirada sobre el puente, comprendió que todos esperaban con ansia una explicación.
— Esta llegando por el noroeste una gigantesca ola. Creo que el único modo de salvar el barco es salirle al encuentro en mar abierto, a toda máquina…, lo más lejos posible de la costa.
Lanzó una mirada al muelle que se alejaba, como para estimar la distancia.
Davydov miró hacia proa y vio una serie de grandes olas que se acercaban amenazadora a la nave. Detrás, al igual que el grueso de un ejército sigue a sus vanguardias, se levantaba una gris montaña líquida, cuya mole cubría el azul del horizonte.
— ¡Tripulación bajo cubierta! — ordenó el capitán, empuñando con gesto brusco el megáfono.
Junto a la costa, las primeras olas se hinchaban y se hacían más escarpadas. El Vitim embistió la primera. La proa de la nave se levantó para hundirse en seguida tras la cresta de la segunda ola. La barandilla de la cubierta, a la que Davydov estaba fuertemente agarrado, vibró con fuerza. El puente desapareció bajo el agua, mientras la cubierta fue envuelta por una nube de espuma brillante. Un segundo después, el Vitim volvió a salir con la proa apuntada hacia el cielo. Sus potentes máquinas rugían dentro del casco, resistiendo desesperadamente a la fuerza de las olas, que frenaban la nave y querían empujarla a la costa.
Ni una sola mancha de espuma blanqueaba sobre la cima del gigantesco caballón, alzado con un rumor siniestro y que se hacía cada vez más escarpado. El sombrío esplendor de aquella muralla líquida impresionante, maciza e impenetrable, recordaba a Davydov los flancos escoceses de las rocas basálticas, cortados a pico sobre el mar. Pesada como lava, la ola se levantaba cada vez mas, oscureciendo el cielo y el sol; su cumbre, cada vez más veloz, sobrepasaba el mástil de proa. Una penumbra siniestra se condensaba a los pies de la montaña de agua, donde se iba formando una profunda fosa negra, en la que la nave se hundía en espera del golpe mortal.
Las personas que se encontraban sobre la cubierta bajaron instintivamente la cabeza ante los elementos, prontos a desencadenarse. La nave se sacudió bruscamente detenida en su avance. Los seis mil caballos de vapor que movían la hélice bajo la popa habían sido anulados por una fuerza monstruosa.
El primer golpe aplastó a los hombres contra las barandillas; un instante después, el agua se revolvió con furia, ensordeciéndolos y cegándolos.
Agarrado a la barandilla, medio asfixiado, el profesor sintió que la nave se doblaba sobre el flanco izquierdo, para luego enderezarse y doblarse sobre el flanco derecho; finalmente, se enderezó de nuevo para salir del abismo de agua que la había engullido. Poco a poco, el Vitim huyó del turbulento caos gris hacia el cielo claro y sereno.
El ensordecedor rugido terminó con desconcertante rapidez. El barco empezó a descender dulcemente a lo largo de la espalda del caballón, que huía hacia la costa. Del mar llegaban nuevas filas de olas, pero no parecían ya temibles. El capitán suspiró ruidosamente y estornudó con satisfacción. Davydov, empapado hasta los huesos, vio a su derecha al barco inglés, que surcaba velozmente las olas; acordándose de algo, corrió al extremo de la cubierta. Desde allí podían divisar el muelle y la ciudad abandonados poco antes. Con horror, el científico observó cómo la ola aún más gigantesca, al llegar a la costa, cubría con su mole el verdor de los jardines, las casitas blancas y la línea recta y clara de los muelles…
— ¡Otra! ¡Otra! — gritó el segundo, casi en la oreja de Davydov.
Efectivamente, una segunda ola enorme se echaba sobre la nave. Su llegada no había sido advertida, como si hubiese brotado de improviso del fondo del océano.
La montaña líquida de la cima redondeada se alzaba rugiendo, como para desahogar la ira que hervía en ella. Y de nuevo la nave fue frenada, sacudida por el peso del alud de agua, y luchó desesperadamente para sobrevivir. El caballón se deslizó hacia pepa, mientras el Vitim se enfrentaba con una serie de olas menores. Después de dos o tres minutos, una tercera ola gigantesca se levantó del mar. Esta vez, las máquinas, obedientes al teléfono del capitán, dieron marcha atrás a tiempo; el choque fue menos fuerte y la nave se encabritó con mayor facilidad sobre la montaña líquida.
La lucha contra aquellas misteriosas olas, que surgían sin que soplase un halito de viento y en un día tranquilo, continuó algún tiempo. El Vitim salió por fin de la aventura completamente empapado, pero con pocos daños; se mantuvo un rato al largo, y hasta que el capitán no se persuadió de que el peligro había pasado, no volvió a entrar en el puerto.
Había transcurrido apenas una hora desde el momento en que Davydov admiró la bella ciudad desde el puente del barco. Ahora, la costa estaba desconocida, los parterres floridos, las lindas veredas, habían desaparecido. En su lugar se veían montones de maderos; fragmentos de techos deformados y ruinas mezcladas con largos troncos retorcidos indicaban el lugar en el que se derrumbaron las casas vecinas al mar. El espeso bosquecillo en el límite de la bahía, allí donde Davydov había visto a los jóvenes bañistas reír y bromear, quedó transformado en un pantano lleno de troncos arrancados. Las pocas casas de mampostería edificadas a lo largo del muelle parecían mirar tristemente a través de los vacíos ojos de sus ventanas. A sus pies yacían los restos de las casas más pequeñas y de las tiendas de madera destrozadas por la furia de las aguas.
Una gran lancha motora volcada sobre la orilla completaba el pavoroso cuadro como un monumento en recuerdo de la victoria del terrible mar.
Riachuelos de agua salada, que se abrían paso tortuosamente entre estratos de arena apenas depositados por el mar, brillaban al sol. Entre las ruinas hormigueaban míseras sombras en busca de los muertos, ansiosas de salvar los restos de sus bienes.
Emocionados, los marineros soviéticos se agolpaban sobre el puente y miraban silenciosos la orilla, incapaces ahora de alegrarse por su triunfo ante el peligro. En cuanto el Vitim atracó de nuevo en el muelle, milagrosamente intacto, el capitán exhortó a la tripulación a que acudiese en socorro de los habitantes, disponiendo que en la nave quedaran sólo los hombres de guardia.
Davydov volvió a bordo con los tripulantes hacia la noche. Tras lavarse con aire sombrío, se vendó una mano herida y empezó a pasear por cubierta, donde permaneció largo tiempo fumando.