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Entonces, como hoy sabemos, pueden desarrollarse fuertes reacciones en cadena, que liberan una gran masa de energía.

Esto significa que las fuerzas desconocidas por nosotros que mueven la corteza terrestre son expresión de elementos del grupo del neptunio, derivados de transformaciones atómicas producidas hace un tiempo infinitamente largo. Pero si el proceso se efectúa de este modo, si en la Tierra la formación de las montañas es debido a reacciones atómicas que se han producido a gran profundidad, es de esperar que en un futuro se puedan dominar los focos. Estos se buscan en las proximidades de los plegamientos, en las regiones volcánicas; por ejemplo, en el Pacifico… Probablemente, en los momentos de mayor desarrollo de las reacciones en cadena a gran profundidad llegan a la superficie fuertes radiaciones, que podrían permitirnos identificar la zona de la fisión atómica.

Pero si estas radiaciones alcanzan la superficie, es posible que en las pasadas épocas geológicas hayan influido fuertemente sobre la población que vivía en los lugares de la formación de los pliegues y de las montañas…

Davydov recordó los inmensos amontonamientos de monstruos prehistóricos que había tenido la ocasión de estudiar en el Asia central, intentando dar una explicación satisfactoria a que restos de millones de aquellos animales se encontrasen en los mismos puntos.

Con el instinto del científico, percibía la importancia de sus suposiciones. Completamente obsesionado por sus pensamientos, no tenía la menor noción del tiempo que pasaba. Sólo al echar casualmente una ojeada al reloj vio que se retrasaba para la cena y soltó un taco.

II

Shatrov se detuvo delante de una puerta, sobre la cual una plancha de cristal anunciaba: profesor I. A. Davydov — jefe de sección; pasó una gran caja desde la mano derecha a la izquierda y, sonriendo bajo los bigotes, llamó. Una voz de bajo contestó con marcada indiferencia:

— ¡Adelante!

Shatrov entró con su acostumbrado paso ligero, un poco inclinado y con los ojos brillantes.

— ¡Mira quién tenemos aquí! — exclamó Davydov, que se levantó para salir presurosamente a su encuentro —. Esta si que no me la esperaba. ¡Cuantos años, querido amigo!

Shatrov dejó la caja sobre la mesa y abrazó afectuosamente a su amigo. Delgado, de media estatura, Shatrov resultaba minúsculo al lado de la maciza figura de Davydov. Los dos amigos eran opuestos por muchos conceptos. De imponente estatura y formación atlética, Davydov tenía un aspecto más modesto y bonachón que su nervioso y tímido amigo. La cara de Davydov con su nariz marcada y su irregular frente redonda bajo la espesa cabellera, era completamente opuesta a la de Shatrov. Sólo los ojos luminosos, claros y penetrantes, se parecían en algo que no se lograba adivinar en seguida; quizá era la misma expresión, reflejo de una idéntica tensión de pensamiento y de voluntad.

Davydov hizo sentar a su amigo; ambos encendieron un cigarrillo y empezaron animadamente a intercambiarse las impresiones acumuladas durante tantos años y que no habían encontrado un hueco en su correspondencia. Por fin, Davydov se pasó una mano tras la oreja, se levantó y sacó del bolsillo del abrigo colgado en un rincón un grueso paquete. Lo abrió y lo puso delante de Shatrov.

— Hágame el favor, Aleksey Petrov… Venga, no haga cumplidos — añadió Davydov ante el signo de protesta de Shatrov. Y ambos se rieron.

— Igual que en los años cuarenta — dijo Shatrov, con una nota de alegría en la voz —. ¿Aún se olvida de comer? ¡Tendrá un lavado de cerebro!

Davydov soltó una carcajada.

— Se lo llevaré a casa. Venga, adelante, acéptelo como en el cuarenta.

— ¡Muy bien! — Shatrov alargó una mano —. ¡Oh!

— Tampoco su «¡oh!» ha cambiado. Me alegra volverle a escuchar… Oiga, Aleksey Petrovich, vamos al museo. Le enseñaré novedades interesantes… Hay también trabajo para usted…, tenemos algunos fósiles…

— No, Ilya Andreevich. He venido para una cosa muy importante. Es preciso que le hable de ello. Necesito su cerebro, que sabe trabajar bien y no se equivoca…

— ¡Interesante! — Davydov pasó el índice sobre la última línea del manuscrito y apartó los folios cubiertos de escritura. A propósito, he recibido su carta hace una semana, y aún no le he contestado. No apruebo…

— ¿No aprueba mis jeremiadas? Este es un momento difícil — insistió Shatrov algo turbado —. He adoptado también su filosofía, y muchas veces me ayuda. Aunque para ponerla en práctica hace falta cierta fuerza de espíritu. A veces no consigo…

— ¿Qué filosofía? — preguntó Davydov con curiosidad.

— Sus dos palabras mágicas: «No importa». Pero ni siquiera durante la guerra esta expresión me bastaba…

Davydov estalló en una gran carcajada. Al recobrar la respiración consiguió responder:

— Ah, claro… Ciertamente, continuaremos trabajando. Pero es difícil. Hay muchas dificultades. Excavaciones, enormes colecciones, el estudio de los hallazgos, de los datos y el personal es muy escaso. Y luego el tiempo que se malgasta en ir detrás de tonterías… Pero quería usted hablarme de cosas importantes y le he distraído…

— Sí, cosas extraordinarias. Aquí, en la mano, tengo algo increíble, tan increíble que no me he atrevido a hablar con nadie antes de hacerlo con usted.

Le tocó a Davydov el turno de mostrarse impaciente. Tras abrir el paquete, Shatrov sacó de su interior una gran caja cúbica de cartón amarillo recubierta de ideogramas chinos y sellos de correos.

— Ilya Andreevich, ¿se acuerda de Tao Li?

— ¡Cómo no! Aquel joven paleontólogo chino, tan preparado, le asesinaron los fascistas el año cuarenta, cuando volvía de una expedición. Ha caído por la China libre.

— Precisamente. He inventariado algunos de los materiales recogidos por él. Mantuvimos correspondencia. Tenía intención de venir a vernos…, pero la ocasión no se presentó nunca — suspiró Shatrov —. En resumen, de la que fue su última expedición me envió un paquete con algo extraordinariamente curioso. Aquí esta. Venía acompañada por una nota, en la cual Tao Li me anunciaba una larga carta, que evidentemente nunca pudo escribir. Le mataron en el Szechuan, en la ruta de Chungking.

— ¿Localidad de la expedición? — preguntó Davydov.

— El Sikang.

— Un momento… Está… Es un nudo montañoso en la extremidad oriental del arco del Himalaya, exactamente entre la cadena del Himalaya y los montes de Szechuan… Quizá el famoso Kam, el objetivo de Przevalskij…, ¡naturalmente!

Shatrov miró a su amigo con admiración.

— ¡Caramba, en geografía no le gana nadie! Yo sólo consigo orientarme con el mapa. El Kam es la parte noroeste del Sikang, y Tao Li hizo sus investigaciones allí, exactamente en la zona oriental, en la región de En-ta.

— Comprendo. Venga, enséñeme su mercancía. ¡Se puede esperar todo de ese país!

Shatrov sacó de la caja un objeto envuelto en algunas hojas de papel fino. Tras librarlo de su envoltura, entregó a Davydov un resto fósil irreconocible a primera vista.

Davydov lo miró un par de veces y dijo:

— Es un fragmento del occipital de un gran dinosaurio. ¿Qué tiene de extraño?

Shatrov no contestó. Davydov examinó otra vez el fósil y de pronto lanzó una sorda exclamación. Colocando el resto sobre la mesa, extrajo una lente binocular de una caja barnizada de amarillo, sacó los brazos del trípode y fijó el tubo. La ancha espalda del profesor se curvó sobre el instrumento; sus ojos se apoyaron sobre el doble ocular, mientras sus grandes manos ajustaban bajo la lente el hueso del dinosaurio. Durante un instante reinó el silencio en el estudio, roto sólo por el chasquido de una cerilla que Shatrov había encendido. Por fin, Davydov separó del instrumento dos ojos asombrados.