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Ella se quitó el lazo que sujetaba su coleta.

– ¿Por qué?

– No, por nada. Es que así estás más guapa -contestó Eric.

Un segundo después, había desaparecido silbando por el pasillo.

Holly colocó varias galletas en un plato, llenó un termo de café y se puso el chaquetón.

Cuando entró en el establo, miró a un lado y otro del pasillo, pero no parecía estar en ninguna parte. Iba a darse la vuelta cuando apareció Alex, despeinado y con la camisa desabrochada. Sus antebrazos brillaban, sudorosos.

– Hola.

– Te he traído un poco de café y unas galletas. Eric me ha ayudado a hacerlas.

Alex se quitó los guantes.

– Gracias -dijo, sentándose en una bala de heno.

Ella se frotó las manos, nerviosa.

– Bueno, tengo que irme. Debo…

– Quédate un rato, por favor.

– De acuerdo. ¿Por qué no has ido a casa a cenar?

– Pensé que preferirías no verme.

– Es tu casa, Alex. Yo solo soy una invitada.

– Entonces, dime, ¿qué debemos hacer? -suspiró él.

Holly miró las balas de heno. Mejor eso que mirar aquel torso desnudo, con una fina capa de vello oscuro desde las clavículas hasta… perderse bajo el botón del vaquero.

– Yo creo que podríamos ser amigos. Voy a estar aquí hasta Navidad y, si piensas evitarme, vas a tener que pasar mucho tiempo en el establo.

– Aquí no se está tan mal. Tengo muchas cosas que hacer. Y aunque me encantan mis caballos, no siento la tentación de besarlos.

Holly sonrió.

– Ya me imagino.

– Las galletas están buenísimas. ¿Hay más?

– Sí, en la cocina. ¿Qué haces aquí tantas horas?

– ¿De verdad quieres saberlo? No pensaba que pudiera interesarte una granja… después de tu experiencia con la pedicura de Stony Creek.

– Una vez que te acostumbras al olor, no está tan mal. Y ahora llevo un par de botas a prueba de estiércol. Aunque en este sitio haría falta un poco de popurrí.

– ¿Popurrí?

– Es una mezcla de diferentes flores y hierbas. Se pone en bolsitas y le da un olor muy agradable a las habitaciones. Y también puede guardarse en el cajón de la lencería.

– Ah, claro. Siempre he pensado que el cajón de mis calzoncillos necesitaba un poco de… ¿cómo se llama?

– Popurrí, tonto -rió Holly-. También puede hacerse con ramas de abeto o con canela.

– Sí, eso sería estupendo. Un establo con olor a canela… Los caballos se comerían las bolsitas.

La alegró que Alex bromease. Quizá podrían ser amigos después de todo.

– ¿Quieres que te enseñe el establo? -preguntó él entonces-. El primer día no pude enseñarte mucho.

Holly asintió y Alex alargó la mano para tomar la suya, pero después pareció pensárselo mejor. Era preferible que no se tocasen.

Uno al lado del otro, caminaron por el pasillo flanqueado por cajones mientras le presentaba a sus caballos. Holly se subió a un escaloncito para admirar a un animal marrón con cara de bueno, al contrario que el malvado Scirocco.

– ¿Cómo se llama?

– Jade. Es una yegua. En realidad se llama Greenmeadow Girl, pero la llamamos Jade. Todos nuestros caballos tienen un apodo, en general un nombre de gema o de flor.

– Eric acaba de quejarse porque en la granja no hay chicas. Se le han olvidado las yeguas.

– ¿Se ha quejado?

– Pues sí. Y, por cierto, explícale lo que significa la palabra «cachondo». El pobre cree que significa solitario.

Alex la miró con los ojos como platos.

– ¿De qué cosas habláis mientras haces galletas?

– Eso queda entre nosotros -suspiró Holly-. ¿Jade va a tener un bebé?

– Un potrillo, sí.

– ¿Quién la ayuda, un veterinario?

– Las yeguas lo hacen solas. Aunque a veces necesitan mi ayuda o la del veterinario. Espero que lo tenga antes del uno de enero.

– ¿Por qué?

– Si nace antes del uno de enero, será considerado como un potro de dos años en la subasta del año que viene.

– ¿Y de todo esto os encargáis tu padre y tú?

– Un par de chicos del instituto vienen a ayudarnos los fines de semana. Además, si te gusta, no es un trabajo duro.

– Ya, claro.

Holly iba a bajarse del escaloncito, pero se le enganchó la suela de la bota y Alex la sujetó por la cintura. Pero no se apartó una vez la hubo dejado en el suelo. Lo que hizo fue deslizar suavemente las manos por su espalda… haciéndola sentir un escalofrío.

Fue ella quien rompió el hechizo. Ella quien dio un paso atrás.

– Tengo que limpiar la cocina. Dejaré unas galletas en la mesa para ti.

Alex asintió.

– Supongo que nos veremos mañana.

– Mañana, claro -murmuró Holly.

Con el pulso acelerado, se dio la vuelta y prácticamente corrió hacia la casa.

Podía sentir el calor de las manos de Alex Marrin en su cintura, como si siguiera tocándola…

«Si esto es lo que unas simples galletas y una taza de café le hacen a este hombre, será mejor que no le ofrezca mi famosa tarta de nata».

Alex entró por la puerta trasera quitándose la nieve de las botas. Estaba a punto de hacer algo que no había hecho desde la partida de Renee y que a Eric le hacía mucha ilusión: dar un paseo en trineo.

Jed y él habían estado todo el día limpiando los asientos de cuero del viejo trineo y cepillando a Daisy hasta que su piel brillaba como el cobre.

En la cocina lo recibió un delicioso olor a galletas, como siempre. Holly Bennett había convertido su casa en un escaparate de Navidad, lleno de preciosos adornos, luces, velas y flores. Aun así, la furgoneta de los almacenes Dalton seguía llevando bolsas todos los días.

Y su hijo estaba encantado.

Encontró a Holly cocinando, como siempre.

– ¿Qué haces? -preguntó, mientras se lavaba las manos en el fregadero.

– Pastel de ciruelas. Mira, he encontrado este molde en el armario. Debe tener unos cien años… Un coleccionista pagaría una cantidad exorbitante por algo así.

– En la casa hay muchas cosas que usaba mi bisabuela. Deberías ver el ático.

– Este es un molde inglés, especial para el pastel de ciruelas.

– ¿Y de dónde has sacado las ciruelas? -preguntó Alex.

Holly lo miró entonces como si acabara de darse cuenta de que estaba en la cocina. A veces se concentraba tanto en su trabajo, que perdía el contacto con la realidad.

– No hay ciruelas en el pastel de ciruelas. Es un pastel que se hace con higos y pasas, y solo se come el día de Navidad.

– ¿Y por qué se llama pastel de ciruelas?

– Ni idea.

– ¿Y por qué lo haces ahora si vamos a comerlo el día de Navidad?

– Porque hay que guardarlo envuelto en un paño empapado en coñac hasta ese día. Luego se calienta y se echa canela por encima.

– No sé, no sé… ¿no estará duro?

– Te garantizo que estará riquísimo.

– Entonces, ¿vas a quedarte también el día de Navidad? -preguntó Alex, sin mirarla.

– Mi contrato exige que me quede a menos que tú no quieras, claro.

– No, no. Por mí puedes quedarte -dijo él. Después permaneció en silencio unos segundos, incómodo-. Tendrás que ponerte un jersey grueso. Hace mucho frío.

– ¿Un jersey grueso? ¿Dónde vamos? -preguntó Holly.

– ¿No te lo ha dicho Eric?

– No.

– Vamos a dar un paseo en trineo en cuanto vuelva del colegio.

– ¡En trineo!

– Daisy ya está preparada. Además, esta noche hay luna llena, así que podremos ver el paisaje.

– ¡Qué maravilla! -exclamó ella.

Estaba colorada por el calor de la cocina y llevaba el pelo sujeto en un moño del que caían varios mechones. Era la mujer más hermosa que había visto en toda su vida.