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En ese momento, Alex oyó la puerta y los pasos de Eric por el pasillo arrastrando la mochila.

– Hola, papá. Hola, Holly.

– Hola, hijo. ¿Nos vamos a dar una vuelta en trineo?

Eric miró a su padre y luego a Holly.

– No puedo, papá. Kenny quiere que lo ayude con los deberes de ciencias. Voy a cenar en su casa.

Alex observó a su hijo. Tenía la impresión de que estaba mintiendo. Sonreía tímidamente, como cuando llevaba una nota de la señorita Green diciendo que hablaba mucho en clase.

– ¿Seguro que no quieres venir? Pensé que te hacía mucha ilusión.

– No es que no quiera ir, es que no puedo. Kenny no sabe nada de ciencias y tengo que ayudarlo. ¿Por qué no vas con Holly? -preguntó el niño, poniendo cara de inocente.

Alex entendió entonces lo que estaba pasando. Y su corazón dio un vuelco. Debería haber esperado aquello. Era imposible que Eric no viese a Holly como una madre en potencia. Era una mujer inteligente, guapa, tierna… todo lo que un niño como él querría en su vida.

Pero no debía hacerse ilusiones. Había tardado un año en superar la deserción de su madre y Alex no quería que volviese a pasar por eso.

– Muy bien. Iremos otro día.

– ¡No! -gritó Eric-. Quiero decir que hoy es un día perfecto. ¿Y si se derrite la nieve?

– La nieve no va a derretirse, hijo.

– Sí, bueno, nunca se sabe…

Entonces oyeron una bocina.

– Es la madre de Kenny. Tengo que irme -dijo el niño, corriendo por el pasillo.

– ¡Dile que te traiga a casa antes de las nueve! -gritó Alex.

– Adiós, papá. Adiós, Holly. ¡Que lo paséis bien!

Cerró de un portazo y Alex se apoyó en mesa, con los brazos cruzados.

– ¿Quieres que vayamos de todas formas?

– Sí, ¿por qué no? Yo ya he terminado mis deberes -sonrió Holly.

– Entonces, ponte las manoplas y vámonos.

– Espera. Voy a echar chocolate caliente en un termo.

– Muy bien. Nos vemos en el establo -dijo Alex-. No tardes.

Salió de la casa silbando una alegre versión de Jingle Bells y encontró a Jed ajustando los arneses de Daisy.

– ¿Dónde están Holly y el niño?

– Eric tenía que ayudar a Kenny con los deberes y Holly vendrá enseguida.

Su padre levantó una ceja.

– ¿Eric no va con vosotros?

– No. ¿Quieres venir tú como carabina?

Jed soltó una carcajada.

– ¿Quieres que vaya? Si te da miedo estar solo con Holly…

– No le tengo miedo -lo interrumpió Alex-. Nos llevamos muy bien ahora que hemos llegado a un acuerdo.

– ¿Ah, sí? ¿Un acuerdo para fingir que no sientes nada por ella? Eso es lo más bobo que he oído en mi vida.

– Eso es lo que Holly quiere.

– Eso es lo que dice que quiere, hijo. A veces las mujeres dicen una cosa y quieren decir otra, ¿es que no lo sabes?

– Lo único que sé es que no voy a besarla… a menos que ella me lo pida. Y no espero que lo haga, la verdad.

Su padre sacudió la cabeza.

– Esconderte en esta granja durante dos años no te ha servido para nada. Si de verdad te gusta, díselo. Tarde o temprano, ella te dirá que siente lo mismo que tú.

– ¿Y qué es lo que siento?

– Sospecho que estás enamorado, hijo. Pero aún no te has dado cuenta -sonrió Jed, dándole un golpecito en el hombro.

– Pero si apenas la conozco… -protestó Alex.

– Los Marrin no necesitamos mucho tiempo. Así fue con tu bisabuelo, con tu abuelo y conmigo. Cuando vemos una chica que nos gusta, arreglamos el asunto rápidamente.

– Pero mira lo que pasó con Renee… Me casé con ella unos meses después de conocerla y fue un desastre.

– Eso era predecible. Tardaste demasiado tiempo en tomar una decisión… tres meses. Estaba cantado desde el principio.

Alex murmuró una maldición cuando su padre salió del establo. Aunque intentaba ocupar sus pensamientos con los preparativos para el paseo, no podía dejar de recordar sus palabras. ¿De verdad estaba enamorado de Holly Bennett? Era imposible. No podía enamorarse en una semana.

Nervioso, se pasó una mano por el pelo. A solas con Holly, envueltos en una manta en la oscuridad… Aquel era un paseo para amantes.

– Quizá no ha sido buena idea -murmuró.

Holly se animó cuando el trineo se puso en marcha. Los cascabeles de la yegua y el ruido sordo de sus cascos sobre la nieve eran una polifonía deliciosa bajo la luz de la luna.

Tenía la nariz helada, pero el resto de su cuerpo estaba cubierto por la manta. Y Alex le daba calor.

Deslizándose por la blanca pradera sentía el espíritu de las fiestas como cuando era una niña. Poco después llegaron cerca de un río que no se había helado y cuyas aguas saltaban cantarinas sobre las rocas cubiertas de nieve, como en una antigua postal de Navidad.

– Parece un sueño.

– Es verdad. Y cada estación trae algo nuevo. Al otro lado del río hay un huerto al que yo iba de pequeño para robar melocotones. Y mi madre me hacía una tarta deliciosa con ellos.

– ¿Eric también roba melocotones?

– No. Ni mi padre ni yo sabemos hacer tarta de melocotón.

Holly dejó escapar un suspiro.

– Yo podría volver un fin de semana. Nunca la he hecho, pero seguro que me sale bien.

– ¿Lo harías? -preguntó Alex, mirándola fijamente, como si quisiera leer sus pensamientos.

– Claro que sí. ¿Por qué no?

– Pensaba que volverías a la ciudad y te olvidarías de nosotros para siempre.

Ella se puso colorada.

– No creo que pueda olvidar este sitio. Me ha devuelto la Navidad, ¿sabes? Durante los últimos dos años ya casi había perdido el espíritu navideño con tanto trabajo, tantas decoraciones… Además, mis padres viven en Florida y ya no las pasamos juntos, así que para mí se han convertido en unas fiestas tristes.

– A mí me pasa igual. Intento entusiasmarme por Eric, pero las navidades solo me traen malos recuerdos.

– Pero estas son diferentes -sonrió Holly.

– ¿Por qué?

– Porque me siento feliz.

Alex estaba mirándola a los ojos y en su expresión había algo que la asustó.

– Yo también me siento feliz -murmuró, apartando un mechón de pelo de su cara.

Holly no necesitaba preguntar cuál era la causa de su felicidad. Estaba en su expresión, en su sonrisa, en el brillo de sus ojos.

Si la hubiera besado en aquel momento, no habría opuesto resistencia. Quería que la besase.

¿Por qué no lo hacía? Estaba poniéndoselo fácil. Pero no pensaba suplicarle, eso desde luego que no.

– Vamonos -dijo en voz baja.

Alex levantó una ceja.

– ¿Quieres conducir tú?

Holly tomó las riendas. Si quería que ella controlase, lo haría.

– Muy bien. Esto no parece tan difícil. No hay marchas… ¿Qué tengo que hacer?

Él le pasó un brazo por los hombros.

– Sujetar las riendas firmemente, pero sin tirar. Daisy debe saber que tú mandas.

– Muy bien. ¡Vamos, Daisy!

La yegua empezó a moverse y Holly intentó concentrarse en el camino. Pero no podía dejar de notar el brazo de Alex sobre sus hombros, el calor de su cuerpo tan pegado a ella, el olor de su colonia… Nunca había conocido a un hombre que oliese tan bien como Alex Marrin.

Mientras se deslizaban por la nieve recordó sus anchos hombros, sus largas piernas, la estrecha cintura, el vello suave que cubría su torso. Pieza a pieza, iba quitándole la ropa hasta que…

– ¿Cómo se para esto? -preguntó, con voz ronca.

– ¿Parar?

– ¡Sí! ¿Cómo se para el trineo? Quiero parar ahora mismo.

– Tira de las riendas -dijo Alex, sujetándolas con una mano.

Cuando el trineo se detuvo, Holly se volvió para mirarlo.