– Alex…
– ¿Quieres volver a casa?
– No.
– ¿Qué es lo que quieres?
– Yo… quiero que me beses -dijo ella entonces.
Hasta aquel momento había escuchado a su cabeza y no a su corazón. Pero, de repente, su corazón y su cabeza empezaban a ponerse de acuerdo.
¿Por qué no iba a tener lo que quería? Había pasado toda su carrera planeando el futuro. Era el momento de vivir un poco.
– No voy a pedírtelo otra vez. Así que, si quieres besarme, hazlo ahora o perderás la oportunidad.
Alex sonrió.
– ¿Crees que quiero besarte?
– ¿No quieres?
Él se encogió de hombros.
– No estoy seguro. No lo había pensado, la verdad.
Holly apretó los labios, cortada. Solo quería un besito. ¿Por qué tenía que ponérselo tan difícil?
– Pues entonces, nada. Me da igual. Solo pensaba que querías besarme.
– Es posible que quiera -sonrió Alex, levantando su barbilla con un dedo.
– ¿Es posible?
– La verdad es que quiero besarte. Pero quiero besarte cuando quiera y donde quiera. Quiero abrazarte y quiero que me devuelvas los besos, que enredes los brazos alrededor de mi cuello y me acaricies el pelo.
– Yo… podría hacer eso -tartamudeó Holly, mirándolo a los ojos-. Creo que sí.
– Entonces, podríamos intentarlo, ¿no?
Mareada, esperó aquel momento exquisito cuando sus labios rozaran los suyos, cuando sintiera su lengua poseyendo su boca…
Y ocurrió, el beso que había esperado durante toda su vida, el beso del hombre al que había estado buscando desde que tuvo uso de razón.
El beso fue creciendo en intensidad, volviéndose apasionado, frenético casi. Alex le robaba el aliento, haciendo que su pulso latiera cada vez más rápido.
Holly se sentía mareada, rara; tanto, que dejó de pensar y empezó solo a sentir. Entonces todas sus dudas se desvanecieron. Con dedos temblorosos, apartó la cazadora vaquera y acarició el torso masculino a través de la camisa de franela.
Pero eso no era suficiente. Quería tocarlo, tocarlo de verdad, sentir su piel. Desabrochó la camisa y él metió las manos por debajo de su jersey… y siguieron acariciándose hasta que parecían a punto de arrancarse la ropa el uno al otro.
Holly había terminado de desabrochar la camisa cuando se encontró con otra barrera: la camiseta. Alex tiró de ella hacia arriba y, tomando sus manos, las puso sobre su torso desnudo para que pudiera sentir los latidos de su corazón.
Después la echó hacia atrás sobre el asiento, tirando de la manta para taparlos. Mientras la besaba en el cuello, Holly abrió los ojos y vio una estrella en el cielo. Sonriendo, intentó pedir un deseo, pero supo que no deseaba nada más que lo que tenía en aquel momento.
O quizá quería algo más. Estar desnuda con él debajo de las sábanas, el peso de Alex sobre su cuerpo… un deseo tan intenso, que nada lo satisfaría más que el último acto de pasión. Aunque eso no ocurriría aquella noche, supo que ocurriría pronto.
Había dado el primer paso y nada podría evitar lo inevitable. Pero no tenía miedo. Aunque se separasen el día de Navidad, siempre recordaría unas navidades perfectas con Alex Marrin y su familia. Unas navidades llenas de alegría y de pasión. Llenas de vida.
– Quizá deberíamos parar un poco -murmuró entonces.
Alex se apartó, sonriendo. Estaba dispuesto a esperar hasta que ella dijera la última palabra y eso la hizo desearlo aún más.
– He aprendido una cosa de ti, Holly Bennett -murmuró.
– ¿Qué?
– Que cuando me ofreces comida, sería un idiota si la rechazase.
Holly soltó una carcajada.
– ¿Y cuando te ofrezco besos?
– Si tengo que elegir entre una cosa y otra, creo que rechazaría las galletas, los pasteles, el pollo al vino y cualquier otro manjar. El camino para llegar a un nombre no siempre es el estómago.
Capítulo 6
– Un poquito a la izquierda… no, un poquito a la derecha. Así, así… Un momento, espera. Espera, no te muevas.
Alex se sujetó a la escalera con una mano, en la otra la guirnalda que Holly había comprado para la puerta principal. Ya habían colocado otras en las ventanas y en la puerta de atrás, pero aquella estaba siendo más difícil de lo que esperaba.
Se rascó la nariz porque el olor a muérdago le daba alergia y, al hacerlo, perdió el equilibrio y tuvo que soltar la guirnalda para no caer al suelo.
– ¿Qué haces? ¿Por qué la has tirado?
Alex miró la maldita guirnalda sobre los arbustos que rodeaban el porche.
– Yo creo que ahí está muy bien. Además, me duelen los brazos.
Holly volvió a dársela, sacudiendo la cabeza.
– Tiene que colgar igual de los dos lados. Tiene que estar…
– Perfecta, ya lo sé -suspiró él.
– Haremos un trato. Si la cuelgas bien, cuando bajes de la escalera seré muy, pero que muy buena contigo.
– ¿Y lo expresarás con un beso?
– Tendrás que esperar para verlo.
– Eres muy mala -rió Alex.
Los tres últimos días habían sido perfectos. Holly siguió decorando la casa, haciendo platos que ellos recibían prácticamente con aplausos y colocando velas de olor por todas las habitaciones.
Y cuando terminaba el día y Eric estaba en la cama, se sentaban frente a la chimenea y charlaban como si se conociesen de toda la vida.
No sabía el porqué de aquel cambio en su actitud, pero no pensaba cuestionarlo. Se sentía como un adolescente, robándole besos cuando podía. Aunque le resultaba difícil contenerse porque solo deseaba hacerla suya en cuerpo y alma. Pero no quería arriesgarse a un rechazo. Una nueva deserción, y no sería capaz de volver a intentarlo.
– ¡Ya está! -gritó Holly entonces-. Así, no te muevas.
Cuando la guirnalda estaba, por fin, perfectamente colocada sobre la puerta, Alex bajó de la escalera y rodeó su cintura con los brazos.
– Y ahora, el beso.
La besó larga, profundamente. Y cuando terminó, volvió a besarla por si acaso no tenía oportunidad de hacerlo hasta la noche. Pero en ese momento llegaba el autobús del colegio.
– Eric ya está en casa.
Holly apretó su mano, sonriendo.
No habían hablado sobre su relación. Aunque Alex estaba seguro de que era una relación, hablar de ella la haría más real, más frágil.
Además, una cosa estaba clara: debían mantenerla en secreto. Era lo mejor. No quería que su hijo se hiciera ilusiones sobre la permanencia de Holly.
Sabía que ella tenía su vida en Nueva York, llena de fiestas, de teatros y amigos sofisticados… y un prometido del que no había vuelto a hablar. Le encantaría que se quedase, pero dejar su carrera por una granja y convertirse en madre de un niño de siete años no sería precisamente un sueño para una mujer como ella.
Tenía que disfrutar el tiempo que estuvieran juntos. Cuando las fiestas terminasen, Holly volvería a Nueva York.
– ¡Papá! Tengo que hablar contigo -dijo Eric, arrastrando su mochila por la nieve-. En privado.
– ¿Voy a recibir una llamada de la señorita Green?
– No es eso -murmuró el niño-. Son cosas de hombres.
Holly tomó la caja de herramientas.
– La cena estará lista a las ocho -dijo, sonriendo.
– ¿No puede ser a las nueve? Mi padre y yo tenemos cosas que solucionar.
Alex y Holly se miraron, atónitos.
– De acuerdo.
Cuando ella desapareció dentro de la casa, Alex se sentó en el porche, pero Eric tiró de su mano.
– Tenemos que irnos ahora mismo.
– ¿Dónde?
– De compras. Tenemos que comprar el regalo de Holly. Va a quedarse hasta el día de Navidad y no tenemos ningún regalo para ella. Tenemos que ir a los almacenes Dalton ahora mismo, papá.
Tenía razón. Conociendo a Holly, seguro que había comprado regalos para todos… pero, ¿qué podía comprarle a una chica que no era su novia ni su mujer y que pronto se marcharía de allí? Tardaría tiempo en encontrar un regalo para ella. Y tendría que ser nada menos que perfecto. Algo que dijera lo suficiente sobre sus sentimientos, sin decir demasiado.